Pixabay.com
Textos de autor

De escritores infames y genios

“Aquel que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”

Juan, 8:7

La lista de escritores estigmatizados por culpa de ciertas conductas, ideologías e incluso opiniones, es considerable. Sin importar el mérito que tengan, caen junto a sus obras en el descrédito, el desprestigio, la infamia. Tal fue el caso de Michel Foucault, acusado de perpetrar presuntos actos de pederastia en Túnez. Dichas acusaciones, realizadas hace un par de meses por parte del filósofo Guy Sorman, generaron debates en torno a la figura de Foucault, cuyos detractores llegaron incluso, a sugerir la censura de su obra, a pesar de que todavía no se hayan demostrado la veracidad de tales incriminaciones. 

A continuación, el presente texto, es una revisión de este y otros casos célebres sobre hombres eminentes que se han visto junto a sus obras, afectados por el escarnio público al ser considerados -por usar un termino en boga- Políticamente incorrectos.

De golpe ¿Qué dirían –por ejemplo- de un poeta que canta al amor, la belleza y la bondad, pero abandona a su pequeña hija de dos años junto a su madre a razón de no tolerar ser testigo de su hidrocefalia? ¿Qué pensaríamos hoy de un joven poeta que consolidó una de las obras más grandes de la poesía con tan solo dos libros y antes de cumplir los veinte, pero que dejada atrás su faceta de vate, decide irse a Etiopia a traficar con armas? A lo mejor en esta época de la censura, el escarnio mediático y la tiranía hipócrita de lo políticamente correcto, muchos, quizás legiones, escupirían sobre sus poemarios. Empero, eso tampoco haría mermar o mancillaría la grandeza que sus versos han alcanzado. Es más, a ninguno de los dos, tales desavenencias han opacado lo que sus nombres significan para la historia de la poesía.

El primero es el caso de Pablo Neruda y el segundo el de Arthur Rimbaud. El caso de Rimbaud no ha sido tan criticado como el del nobel chileno, a quien incluso han dedicado libros, documentales y artículos en torno a esta temática, la de abandonar a su hija Malva; por ejemplo la poeta Holandesa Hagar Peeters intenta darle voz a la pequeña desahuciada en la novela Malva (2015).

Otros padres negligentes fueron: Rousseau que paradójicamente a pesar de ser uno de los primeros pensadores en escribir sobre la pedagogía y la instrucción infantil, dejo a sus cuatro hijos al cuidado de una institución de caridad. Y el de por sí polémico Karl Marx, que como recuerdan algunos -entre esos, Antonio Escohotado- dejó morir de hambre y frío a tres de sus hijos, además de no tener en mucha estima a sus hijas o al menos su género «mi esposa ha dado a luz un bebé, desgraciadamente es una niña» (carta a Engels 1851). Los izquierdistas por su parte consideran la negligencia hacia sus hijos como un acto de virtuosismo, Lenin o Stalin, por ejemplo; adjudicando que lo hacía por no dar su brazo a torcer poniéndose al servicio de un sistema con el que no estaba de acuerdo, poniendo sus principios por encima del sueldo y al parecer también por encima de la agonía de los suyos.

Por su parte los izquierdistas consideran a Escohotado un personaje desagradable por su conversión reaccionaria en contra del comunismo, lo curioso, es que a su vez los capitalistas y neoliberales lo ven como un socialista. Algo así como lo que le pasó a Ernst Jünger, llamado anarco comunista por los nazis y protonazi por los comunistas.

Otros poetas no tuvieron la misma suerte y en vida les tocó rendir cuentas a los demás mortales a quienes algunas genialidades les son indiferentes cuando sus valores, tradiciones y principios se ven deslucidos. Tal fue lo que ocurrió a uno de los poetas más grandes de la llamada “Lost Generation”, Ezra Pound. Su entusiasmo por el creciente fascismo italiano, le valió la repudia a él y a sus trabajos. Preso por esto, fue liberado gracias a la intervención de otros escritores y personalidades del momento quienes apelaron a su presunto desajuste mental para que fuese liberado y pasara 12 años en un manicomio. Hasta el final de sus días se le siguió reprochando su furibundo antisemitismo y su amistad con Mussolini.

Nazis, fascistas y antisemitas no escatiman entre los convocados en este grupo donde coinciden lo sublime y lo deshonroso. Por ejemplo, entre las figuras que defendieron a Pound se encontraba un colega suyo, el nobel de literatura T. S. Elliot con quien además de tener en común una obra vanguardista, compartía también su poca simpatía hacia los judíos. Aunque digamos que lo llevo “con cierto pudor artístico” alejado de cualquier ideología o partido político. Tal como lo atestigua Anthony Julius en T.S. Eliot Anti-Semitism and Literary Form (1995).

El antisemitismo no es cosa apenas de literatos del siglo XX. Ni siquiera la grandeza Shakespeare lo hizo impermeable a este defecto, o bueno es la impresión que deja El mercader de Venecia que como notará Harold Bloom «tendría uno que ser ciego, sordo y tonto para no reconocer que esta grandiosa y equívoca comedia es, sin embargo, una obra profundamente antisemita». Ahora bien, en su caso como en el de Eliot, estos elementos son una suerte de sublimación a través de la cual la poesía convierte lo abyecto en un elemento con cualidades estéticas que contrarrestan de cierta forma su contenido latente de carácter aversivo.  

Un gran admirador suyo, conocido por su sátira corrosiva y por descreer y atacar muchas tradiciones religiosas, fue Voltaire, que si bien fue un antirreligioso declarado, parece ser antisemita antes que nada, sobre todo por el número de referentes en su obra donde se descarga con virulencia hacia el pueblo hebreo. Muestra de esto es su Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de los pueblos (1756) En la parte que toca a los judíos, se ensaña con más sevicia contra ellos que hacia los musulmanes o los cristianos. En su Diccionario filosófico (1764) en varias de sus entradas se refiere a ellos de forma despectiva, por ejemplo en Antropófagos dirá «¿Por qué los judíos no habrían sido antropófagos? Habría sido la única cosa que hubiera faltado al pueblo de Dios para ser el más abominable de la Tierra».

Antes de Voltaire y 400 años antes que Hitler, Martin Lutero en Sobre los judíos y sus mentiras (1737) ya estaba dando luces para una “solución final”, no en vano durante los juicios de Nuremberg, salió a relucir este título como una de las influencias que propició las políticas del holocausto. Creo que todos estaremos de acuerdo con que el nazismo y lo que significó, han sido un pasaje negro de la historia equiparable a las masacres y persecuciones de las cruzadas, la conquista del nuevo mundo, o la santa inquisición.

Por ende suele dejar cierto sin sabor, reconocer algunas plumas insignes como simpatizantes de esta escuela del odio. Hasta el sol de hoy sigue resultando un tanto espinoso concebir que Martin Heidegger, el filósofo más importante del siglo XX, fuese un nazi confeso, que incluso luego de que salieran los horrores del holocausto al descubierto, jamás se pronunció al respecto, bien sea para explicarse o disculparse. Varios intelectuales aunque le profesaban admiración por su indudable genio no por eso fueron capaces de perdonarlo.

El caso más sugerente es el del poeta Paul Celan, uno de los líricos más importantes de la lengua alemana de la posguerra, que vivió en carne propia los horrores de un campo de concentración. Poeta y filósofo se admiraban mutuamente, pero a pesar de eso, el recelo y la tensión entre ambos era notable. Por ejemplo es conocida la anécdota sobre el último encuentro de estos dos, el 3 de agosto de 1967, cuando Celan se negó a ser fotografiado junto a su anfitrión que lo hospedaba en su cabaña en Todtnauberg; nombre homónimo con que Celan titularía un poema producto de este encuentro.

No había que ser alemán para coquetear con el nazismo o las ideas fascistas. Ahí está Knut Hamsun, nobel de literatura, de quien Thomas Mann diría “Que es un híbrido entre Nietzsche y Dostoyevski” y Hemingway lo consideró “el hombre que lo enseñó a escribir” Su odio hacia Inglaterra y todo lo que representaba estaba declarado, es más, varios críticos consideran que su fascinación por el nacionalsocialismo de Hitler se debía a la ofensiva de este contra los ingleses, algo así como “el enemigo de mi enemigo, es mi amigo”. Otros afirman que era una forma de asegurar un buen trato para Noruega por parte del III Reich, aprovechando la consideración que tenían los alemanes por su obra. Cuáles fuesen las razones, igual el pueblo noruego no fue capaz de perdonarle que se reuniera con el mismísimo Hitler en su casa y le diera como muestra de estima, nada más y nada menos que la medalla del nobel que recibió en 1920.

Con todo y eso su obra influenció considerablemente a algunas de las figuras más sobresalientes de la literatura posterior, como: Kafka, André Gide, Gorki, Hesse, Stephan Zweig, Auster, John Fante, Hemingway, Faulkner, Henry Miller, Foster Wallace y Bukowski, quien llego a decir que “fue el escritor más grande que haya vivido jamás” Claro está, Bukowski tenía una visión del arte desvestida de moralidad, es decir, según su parecer, para el artista todo está permitido, bueno, siempre y cuando su arte valga la pena.

Bukowski comprende con cierta fraternidad empática, que el artista, sufre el mundo más que el mortal promedio, es más sensible a todas las contingencias agrestes de la vida; que entre otras cosas, él escoge o en su defecto lo escogen a él para que cante sobre ese otro lado donde el corazón roza las tinieblas. Para Bukowski como para Lautremont, Baudelaire, Bataille, Onetti o Sade, lo abyecto también reclama por su propia estética.

No en vano su escritor favorito y a quien no se cansaba de recomendar, Louis Ferdinand Céline, fue también un hombre tan brillante como crápula, autor de una de las cumbres narrativas en lengua francesa, Viaje al final de la noche (1932), libro en que su alter ego, ya hace gala de ser reaccionario, misántropo y pesimista. Luego de su segunda novela, Muerte a crédito (1936), también toda una masterpiece de lo que más tarde denominaran algunos: dirty realism. Este escritor entre otras cosas médico, dio rienda suelta a la escritura y divulgación de unos panfletos de lo más purulentos y aversivos. Empleando ese lenguaje procaz y provocador que era su estilo, para redactar consignas repugnantes, alabando el proceder nazi en cuanto la eliminación del pueblo judío y su ofensiva contra los comunistas; así como la invitación a los franceses para que colaboraran con los alemanes. Todo esto lo soltaba con una diatriba de prejuicios, calumnias, amenazas y todo tipo de escatología verbal. Tales libelos repulsivos son: Mea culpa (1936) Bagatelas para una masacre (1938) y Escuela para cadáveres (1938) Es curioso que estos títulos si los haya publicado con su nombre de pila –Louis Ferdinand Destouches– y no con el seudónimo literario.

Esta actitud y sus actos le valieron el repudio de sus compatriotas, quienes lo tildaron de “deshonra nacional” y junto con otros nazis y colaboracionistas del gobierno de Vichy, fueron perseguidos de un castillo a otro, hasta ser detenidos y encarcelados. Si bien no lo fusilaron como estaba previsto, estuvo un tiempo en prisión. Una vez libre, volvió a París, donde paso sus últimos días entre la miseria y el desprestigio. Estas desventuras las relata de forma magnífica  en sus novelas: De un castillo a otro (1957) Norte (1960) Rigodón (1969) donde su protagonista ya no es Ferdinand Bardamu, sino el mismo Céline.

En sus últimos años fue visitado por William Burroughs, otro a quien la infamia lo seguía de cerquita, basta leer los alcances a los que llegó a causa de su adicción a las drogas y su gusto por un estilo de vida errático, al menos durante su juventud y parte de la adultez. Por citar una anécdota, durante esos años asesinó por accidente a su esposa de un balazo en la cabeza mientras jugaban a Guillermo Tell. Pero creo que el suyo fue un caso menor, al menos su obra no se vio tan socavada por sus implicaciones éticas o legales. A lo mejor por considerársele un drogadicto y un rebelde sin causa. Pienso que tal vez por contar sus vicisitudes en retrospectiva. O sea, sus novelas si bien son de un estilo semi-autobiográfico, describen un periodo anterior de su vida que se supone superado. Quizá por eso fue más fácil pasarlo por alto, incluso, redimirlo.

Tal no fue el caso de Donatien Alphonse François de Sade, el Marqués de Sade. Quien pasó la mayor parte de su vida encerrado en cárceles y manicomios. Producto de su conducta escandalosa, amoral y en ocasiones criminal. Pero más que por estas, por todas las que dibujaba con su prosa, a detalle y sin escatimar escabrosidades.

George Bataille conocedor del mal y el erotismo como pocos y gran estudioso de la obra de Sade, la considera como “una apología al crimen y la depravación” y fue precisamente bajo esta acusación que se le encerró durante casi toda su vida, y aunque bien sus textos ya eran conocidos en su época, no fue sino hasta finales del s. XIX y comienzos del XX que de la mano de los surrealistas y sobre todo gracias a Guillaume Apollinaire, sería reivindicado y apreciado por disciplinas y autores tan diversos como: Blanchot, Barthes, De Beauvoirs, Lacan, Freud, Artaud, etc. En 1886 el psiquiatra Von Kraff-Ebing uno de los precursores de los estudios psicopatológicos en torno a la sexualidad, concibió el término sadismo a partir de su apellido, para referirse al placer sexual generado por producir dolor en otros.

Su figura todavía hoy genera cierta polémica, tiene tantos detractores como admiradores, ya que algunos lo ven simplemente como un pornógrafo provocador, perverso y trastornado, mientras que otros incluso valoran sus obras como asideros de una filosofía original y exótica. Klossowski, Onfray, lo ven como uno de los pensadores más influyentes para el desarrollo de ciertas ideas estéticas y filosóficas de las que hoy hacemos gala.

Algunos críticos y biógrafos consideran que sus escándalos no eran proporcionales al trato judicial que se le dio y que más bien, este era producto del temor prejuicioso e infundado de creerlo capaz de perpetrar alguno de los crímenes o aberraciones que describía en sus textos y que varios biógrafos consensúan que tienen más de imaginario que de veraz. 

Este fenómeno lo llamó el escritor brasilero Ruben Fonseca, en su novela Diario de un escritor (2003) como: síndrome de Zuckerman. Haciendo referencia al alter ego del escritor norteamericano Philip Roth, cuya vida íntima ha sido juzgada por la forma de proceder de su personaje, que se cree es él mismo con pelos y lunares. Bueno y es que Zuckerman como Roth, son neuróticos, lascivos, divorciados, judíos, escritores y sobre todo críticos mordaces de la cultura estadunidense, pero más, de la judía. 

Tal como pueden notarlo, un escritor no solo puede ser juzgado y denostado a partir de quien es como persona, sino además de como muestra ser a través de lo que escribe. El ejemplo más reciente es el del escritor francés Michel Houllebeq, a quien la crítica incluso ha llegado a tildar como “el nuevo Céline”. Este escritor de una prosa vivaz y un abordaje temático de lo más actual, desde su primera novela Ampliación de un campo de batalla (1994) hasta su más reciente Serotonina (2019) ha puesto el dedo en la llaga a la sociedad que retrata; esa que le cuesta reconocerse en sus libros y que a modo de resistencia, solo le queda ofenderse y reaccionar con desprecio. Sin embargo, la deshumanización, la depresión, el hastío, la búsqueda de placer a toda costa, la mala fe hacia las instituciones y tradiciones, son rasgos que el sociólogo Zygmunt Bauman ya había señalado como cualidades de las sociedades moderna, que a medida que pasa el tiempo, se reafirma más en ellos. Tales rasgos son los que pone en escena el escritor francés, con sus personajes y el mundo que les rodea. 

Houllebeq pone a sus protagonistas una voz que canta sobre la miseria sexual, moral, espiritual y afectiva, en la que se encuentra el hombre de occidente. Aunque como puede constatar cada quien, la globalización ha hecho que oriente y occidente dejen atrás algunas de sus diferencias para hacer parte de un mismo bloque económico y político -al menos en apariencia- que sin lugar a dudas repercute en los valores y costumbres de toda comunidad expuesta a ciertas ideologías capitalistas y neoliberales, que tienden a la precarización de lo humano. Pero sus detractores consideran que las iniquidades abordadas en sus libros, son solo defectos suyos proyectados en el resto de la humanidad actual.

Empero, yo creo más bien, que todo ese escarnio es similar al que despertó Freud en la época victoriana con sus teorías, que revelaban una naturaleza insólita y hasta contradictoria, sobre cuya reprobación se alzaba la cultura de aquel entonces. Es decir, un odio producto del malestar causado por un reflejo que nos cuesta creer como nuestro y que es más fácil negar y atacar antes que reconocer, como diría Herman Hesse «cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros». También a Freud le tocó una suerte de síndrome de Zuckerman como a Roth, Fonseca, Baudelaire, Sade, Miller u Houllebeq, ya que también se le tildó de pornógrafo, pervertido, cocainómano y hasta incluso de incestuoso. Algunos de estos anatemas son denunciados no sin cierto aire de chisme prejuicioso, por el filósofo Michel Onfray en su libro Freud: crepúsculo de un ídolo (2010).

Precisamente este autor, Onfray, es un filósofo que defiende de alguna manera el derecho por el libertinaje, la defensa del placer sensual y cierto individualismo anarquista; inspirado en epicureistas, cirenaicos y cínicos. Se puede decir que él como Michel Foucault, hacen una reivindicación de lo que se podría denominar los marginales: grupo conformado por anormales e incorregibles. Tratando de demostrar que son producto de la misma civilización que los condena, y que concibe vigilarlos y castigarlos como la mejor alternativa para reformarlos o segregarlos si hace falta.

Si bien los vicios hacen parte de esas características que incuestionablemente conforman nuestra naturaleza, ciertos colectivos de nuestra especie se sienten con la moral suficiente para señalar y estigmatizar a quienes no pueden vivir en tregua con sus propios demonios. Hasta los espíritus más nobles tienen sus flaquezas. Me parece ilógico y hasta mezquino, no reconocer o tratar de reducir no ya la obra sino su humanidad entera a un defecto del carácter o alguna circunstancia penosa de su vida. Sería absurdo decir que Fedor Dostoyevski es un bellaco por haber estado preso en Siberia compartiendo con todo tipo de “escoria humana” o por haber hecho parte de una célula revolucionaria en contra del zar, o finalmente, por su conocida ludopatía. Pero para muestra de ironías, este varón de San Petesburgo, ha sido injuriado más por su cristianismo ortodoxo o su posición renuente ante cualquier señal de nihilismo. Todos estos aspectos reseñados se pueden valorar a lo largo de su obra tanto narrativa como periodística. La ludopatía en El jugador, el rechazo a la revolución en Los Demonios, el cristianismo ortodoxo como única salvación en Los Hermanos Karamazov o Crimen y castigo; la vida en el presidio en La casa de los muertos. Y un poquito de cada uno en la compilación de Diarios de un escritor.

Con base en lo anterior no es arbitrario decir, que quizás es imposible concebir la genialidad de estos hombres sin su respectiva porción de bajeza, prejuicio y debilidad, después de todo si algo ayuda a apreciar más la luz es su contrario, la oscuridad. Por otro lado, es preciso tener en cuenta el contexto en que se desenvolvió el autor, la atmosfera en que se concibió tal o cual libro.

Juzgar las costumbres de una época o civilización desde las perspectivas y condiciones de otra, distanciada de ellos en tiempo y espacio, por no decir en cultura, es además de poco objetivo, algo tendencioso. Imaginemos desaprobar los apartes de Aristóteles donde argumenta en defensa de la esclavitud. Si, la esclavitud es para nosotros algo abominable, pero en esa época, en plena expansión alejandrina, el filósofo del imperio debía tener una actitud justificadora e intelectualizadora –en el sentido freudiano del término- que permitiera argumentar algunos actos llevados a cabo por el soberano para garantizar la grandeza de su pueblo. Cuestionar a Aristóteles sería tan necio como llamar charlatanes o ignorantes a pensadores antiguos y de la edad media por sus aseveraciones ora ocurrentes, ora delirantes sobre la concepción del universo o los juicios divinos. 

La sátira y la ironía, con las cuales la retórica se las ingenia para lanzar de forma astuta opiniones y críticas sobre temas y personajes que al ser juzgados, podrían significar un riesgo para el osado opinante. Siendo que como dice Kierkegaard estas son formas de la retórica por medio de las que se busca encarar la verdad -algo así como cierta aleturgia– poetas y prosistas se han valido de estas, para expresar por medio de sus obras consideraciones de todo tipo, por lo general con recepciones de carácter ambivalente, que aunque como podemos testimoniar hoy, les dio fama y ha preservado sus nombres, en vida tuvieron primero un precio en ocasiones, nefasto.

Algunos de estos personajes satíricos fueron amonestados por las polémicas que generaron sus comentarios sobre algún dirigente, ideología, creencia, o situación en específico; pero es menester también señalar que muchas veces estas formas retoricas, suelen ser empleadas para enmascarar prejuicios o actitudes reaccionarias. Petronio, uno de los precursores de la novela, hizo una sátira magnífica sobre las costumbres del reinado de Nerón, en su legendaria Satiricon. Pero así como sus escritos encantaban al emperador, despertaron el desprecio y los celos de otros que conspiraron contra él ante el tirano, ocasionando que se viese obligado a quitarse la vida, no sin antes dejar un escrito pormenorizado donde arremetía con todo escarnio contra el dirigente, burlándose de sus vicios y ridiculizando sus pretensiones poéticas. La misma suerte corrió Séneca, otro gran satírico. Cuestionado por muchos estoicos contemporáneos y posteriores por promulgar sobre la pobreza, la austeridad, el abandono de los goces y los bienes materiales, siendo sin embargo, uno de los hombres más ricos de su tiempo.

Francisco Quevedo a lo mejor con algunos de sus escritos no hubiese sido bien visto en esta época, si bien ya en la suya era bastante cuestionado y atacado a razón de sus opiniones políticas, como por sus poemas satíricos y burlescos, entre los que se pueden rastrear alusiones homofóbicas, misóginas y antisemitas. Este último defecto, incluso se puede precisar a todas luces en su texto, Execración sobre los judíos (1633).

Creo que Quevedo tendría menos suerte ante el público de hoy de la que tendrían Oscar Wilde o Paul Verlaine por sus cargos de sodomía y homosexualidad, que a propósito les valió la cárcel y al primero prácticamente le costó su vida, como lo declara en De Profundis, texto que escribe en el presidio para sobrellevar su pena. A ambos poetas, sería una relación tóxica con infantes terribles lo que terminó poniéndolos tras las rejas.

Verlaine por su parte, escribió muy lindo sobre el amor y dejó claro la experiencia del artista como sujeto incomprendido y maldito por su talento, pero no cabe dudas que era medio calavera más allá de su episodio disoluto con el joven Rimbaud. Basta recordar los testimonios de su esposa, a quien además de abandonar junto a su bebe recién nacida, le propino una que otra tunda cuando se pasaba de copas, incluso durante su embarazo.

Ahora bien, hoy en día se considera cualquier actitud misógina o despectiva hacia la mujer como una suerte de maltrato, cosa que de haber sido siempre así, tal vez habría condenado al oprobio y el olvido la obra de Schopenhauer, Moliere, Calderón de la Barca, Nietzsche, Strindberg, los ya citados Rousseau, Quevedo, Aristóteles, Voltaire, Bukowski, entre otros. El último incluso llegó a golpear a algunas de sus parejas, como se puede constatar en el documental de John Dullaghan Born into this (2003).

También vale la pena preguntarse si los autores cuyos escritos son manifiestos a favor del suicidio y la extinción de la raza humana, argumentados a partir de un pesimismo cósmico y un negativismo antropológico, no son también sujetos infames por invitar con tal certeza y exaltación a la renuncia de la vida como único bien verdadero, en pos no de la humanidad, sino como salvación del mundo. Tal incentivación hacen Albert Caraco en Breviarios del Caos (1982), o su precursor Phillip Mailänder en Filosofía de la redención (1876). Pero un seguidor de ambos, lo llevó más lejos, me refiero a Hermann Burger, en su libro Tractatus-Logico Suicidalis (1988), traducido por editorial Pre-Textos en 2017. En este último, su autor da rienda suelta a un derrotero elocuente aunque falaz, ingenioso, pero patéticamente fatalista, acerca de las razones por las cuales la autolisis es la mejor opción. Cabe destacar que los tres pusieron en práctica su justificada premisa.

Concluyamos pues, abordando el caso suscitado al inicio de la monografía, el de Michel Foucault y las acusaciones de pederastia en su contra. Suponiendo que fuesen ciertas -cosa que de antemano dudo- Al respecto, pienso que si bien el turismo sexual y la pedofilia son cosas aberrantes, ninguna de estas es una causa suficiente para desprestigiar la obra y los méritos del pensador francés. Estas son cuestiones afines a su intimidad como sujeto, a su derecho por una vida y la libertad de proceder según sus principios.

Además contextualizándose más a lo referido por Guy Sorman, a quien considero entre otras cosas un oportunista y deshonesto, por cuanto si bien tenía conocimiento de esto en vida del autor, por qué esperar hasta su muerte, por qué no confrontarlo dándole la oportunidad de explicarse, por qué esperar tantos años y hacerlo en el marco de la publicación de su último libro. Algo es seguro, este autor no tropezó nunca con las clases de Foucault de 1982 a 1984 en el College de France, donde habla sobre la parresia su importancia y el significado que tiene para encarar la verdad y mostrar una actitud ética frente al decir propio, sin importar los riesgos que esto conlleve.

Sorman deja claro, que si bien la interacción de Foucault con estos jóvenes fue de carácter sexual, esta misma fue consensuada, entendiendo que tal era una práctica habitual entre estos jóvenes con los extranjeros. También que eran menores de edad, pero no niños propiamente -supuestamente tenían entre 14 y 16 años- y con esto no trato de aminorar lo escabroso de la cuestión, pero si hacer la salvedad de que no hubo un acto de coerción o abuso, sino una práctica donde ambas partes obtendrían los intereses que buscaban bajo acuerdos previamente establecidos.

No veo en esto algo diferente a las prácticas de los antiguos griegos o romanos con los jóvenes antes de salirles la barba, tal como lo esbozan Jenofonte o Platón, sin embargo ya en esa época, tales disposiciones generaban opiniones contrarias. Por ejemplo en la obra tardía de Platón, Las Leyes (ed. Akal 1988), este equipara tales prácticas con la decadencia cívica y por ende moral de la polis.

Se suele citar como precedente el hecho de que Foucault junto a otros intelectuales, en el marco de mayo del 68, recogieron firmas para que se legalizaran las relaciones consensuadas entre adultos y mayores de 14 años. Apelación a la que secundaron otros intelectuales como Sartre y Simone De Bauvoirs. Me parece que a la final esto ni le quita ni le pone al asunto. Más bien considero que aunque el altercado no está del todo exento de cierta inmoralidad, creo que tampoco es menester llevarlo hasta el descrédito, la censura y la cancelación que están a la orden del día. Pienso que su obra es la única que debe hablar por él y quien se dé el trabajo de leerla, de ser ciertas las acusaciones de Sorman, notará que en nada contradice su forma de actuar.

No quiero sonar falaz o prejuicioso con lo que diré a continuación. Pero más infamia se ha recibido por parte de dirigentes religiosos y políticos. Es decir, el vaticano sí que puede hacer todo un tratado sobre la pederastia, y notarían que muchos de esos niños no tienen ni la década. Genocidios, persecuciones, quema de textos, por solo citar algunos crímenes de los que la historia puede dar testimonio, han sido perpetrados por más de un líder religioso en nombre de Dios y la fe. Ni que decir de los políticos que diariamente arremeten contra comunidades vulnerables o enriquecen sus arcas con los fondos del estado, sin pensar primero en suplir las necesidades y calmar el malestar del pueblo al que antes de robar deberían servir.

También y quizás más infame fue haber quemado a Giordano Bruno, Miguel Servet, Pietro d’Abano, y Lucilio Vanini, por parte de la Inquisición. O a Hipatia y la biblioteca de Alejandría por los fanáticos cristianos, o la decapitación de Lavosier durante el periodo del terror en Francia. O la maldición y excomunión que propiciaron en contra de Spinoza por su Tratado teológico-político. Infame son todas las barbaridades inhumanas que ocurren en distintos sectores de Colombia en los precisos momentos que usted lee esto.

Para terminar, pienso que deberíamos saber delimitar la moralidad en muchos aspectos relacionados con el arte, la academia y la cultura, entendiendo que a veces su aprovechamiento requiere de cierta intelectualización y escisión de los aspectos morales para lograr develar sus demás utilidades y cualidades. Ciertamente como diría Friederich Nietzsche –que no poco lo han difamado para comprender ciertos hitos de la humanidad, sobre todo en el terreno de las artes y la filosofía, a veces es menester sopesarlos más allá del bien y el mal.

Imagen: Pixabay.com

One Comment

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *