Los hombres del traje gris, un cuento de Andrés Pinzón-Sinuco
Yo no sé si usted me crea, pero lo cierto es que he soñado novelas enteras que nadie nunca leerá, o que todos hemos leído alguna vez. He soñado estructuras narrativas, parlamentos, retrueques de suspenso, horrores que no parecen en lo absoluto una ficción.
Sé que los sueños son cine. Sé que las novelas son el cine de la mente. Incluso entiendo que mientras soñamos algo nos sueña; y mientras ese cantamañanas nos advierte en sus propios sueños, vamos comprendiendo que no somos, o que somos una suma tangencial de otro que devanea. Salvo que lo mío no son sueños, más bien son pesadillas atroces, atravesadas de persecuciones, insultos y episodios trágicos que espero nunca sucedan.
A veces, cuando estoy haciendo alguna labor automática, debo decirme a mí mismo «Esta es la realidad». Esa frase, que jamás me he atrevido a decir en presencia de otra persona, no me tranquiliza, me decepciona.
Esa frase no me pone a salvo, porque a veces dudo si ha sido dicha por otro que yo estoy soñando.
Dudo. En los sueños también dudo. Incluso he llegado a tratar de manipular los eventos de aquellas ensoñaciones, justo como se hace en la vida. Por momentos, dentro del sueño, abrigo la certeza de que estoy acostado en mi cama junto a mi mujer.
Si la literatura, como decía Borges, es un sueño dirigido, lo mío no es más que incertidumbre sin dirección.
Anoche, por ejemplo, soñé que veía muy claramente a cuatro hombres vestidos de gris de arriba abajo. Trataban de entrar a esta casa vieja que fue hace ciento cincuenta años el colegio del pueblo. A esta casa antigua en la que una familia prusiana, huida de las guerras, encontró refugio. Aquí nacieron, crecieron y murieron los ascendientes de mi hijo y mi esposa. Una casa que indirectamente hemos heredado y en la que habito hace tres años.
Los rostros de estos seres grises también eran del mismo tono de la madera húmeda y ajada cuando yace bajo el agua. Su cabello era negro, lacio, no tan corto. Hablaban sin gestos.
¿Qué decían? ¿Decían algo? No lo recuerdo. Sólo estaban expectantes. Sus rostros eran angulosos, lúgubres. El líder, a quien reconocí por su altura, me observaba con fiereza. Querían entrar a mi casa a cómo diera lugar, aunque algo me decía que ya estaban adentro, que lo estuvieron y lo están.
Los insulté desde el segundo piso. Elucubré groserías en un idioma muy distinto al de mi lengua materna. Les hice señales oprobiosas con las manos. Me reí, sin gana, de sus semblantes. Traté, en definitiva, de disuadirlos con bravuconadas. Les lancé botellas vacías, ladrillos, escombros del ático, y casi cualquier cosa que tenía a la mano.
Los hombres del traje gris se acercaban, inmunes, invulnerables, caminando impasibles, mirando hacia donde yo estaba. Hacía frío. Reconocí que tenía entumecidas ambas manos.
En este invierno mis manos se enfrían casi por completo, especialmente en las madrugadas; y yo, como soy de tierra morena, no acostumbro a meterlas bajo el edredón.
Gracias a esa señal supe que estaba soñando.
Si estoy soñando, me dije, puedo hacer lo que quiera. Puedo despertarme. Intenté despertarme: cerré los ojos en mi sueño. Me concentré reuniendo arrestos de valor ante la avanzada de aquellos hombres muertos y grises. Supe, de alguna manera, que estaban muertos.
Me estrujé en la cama, algo balbuceé, y cuando por fin di un respiro ahogado, me giré hacia mi mujer. Ella me miró con singular incredulidad.
Le dije:
—En esta casa hay…
(No me salían las palabras).
Repetí la frase.
—En esta casa hay…
Me costaba formar una simple palabra.
Quería decir: fantasmas.
Sí. Hay fantasmas.
¿Qué me impedía armar esa sencilla sentencia?
Aún hoy desconozco qué fuerza o qué desaliento me obstaculizaba.
Era el ahogo, era la indefensión (me cuesta respirar).
¿Pero qué producía ese impedimento?
Maldita sea, me dije, no había despertado.
Luché contra mi propio adormecimiento y contra la fantasía que me estaba representando mi inconsciente.
Supuse que tenía que moverme ostensiblemente sobre el colchón para que mi mujer me notara. Quería que me despertara del sueño. ¿Cómo puede ella dormir en una situación como esta?
Me preguntaba estas tonterías entre el pánico. Tuve miedo. Era como sentirme en muerte.
¿Cuánto tiempo duran los sueños?
A veces lo mismo que dura la vida que estamos viviendo.
Mientras escribo esto me doy cuenta de que visto una camisa gris. También yo tengo el pelo lacio. Por tanto esos seres ya habitan conmigo en este lugar. Han entrado a la casa. O quizá esta es su casa y yo soy su huésped.
¿Hasta qué punto habrán desembocado también en mí? ¿Seré yo un sueño que está soñando uno de esos espantapájaros grisáceos? ¿He despertado realmente después de lo que he escrito?
Todo parece normal, pero en los sueños las cosas más absurdas son asumidas con total naturalidad. Las situaciones más contradictorias son aceptadas por nuestro inconsciente. Damos por cierto y seguro algo que no lo es.
He hecho café. En mis sueños anteriores nunca he hecho café, no que recuerde. Puede que el café de la mañana sea un buen signo.
Esta noche, cuando me duerma, les preguntaré, si es que aparece alguno de esos espectros, si yo he muerto ya. Si soy uno de ellos. Si esta vida que vivo no es sino un sueño de alguien que fue. Si el tiempo en lugar de ser consecutivo es inconexo, y por tanto he muerto también ya varias veces. Si lo que sueño no es otra cosa que recuerdos de lo que ha sido mi vida anterior, de lo que fueron mis vidas. Creo que voy a cambiarme de camisa. De repente, ha vuelto el frío.
One Comment
María Lucy López A.
Que buen escritor Andrés, me gustó su narración, lo felicito. Un saludo desde Colombia.