Narrativa

Me hundiré en el duelo de mí mismo, un cuento de Fernán Correale

Benditos sean el ruido y el color de las ciudades, aunque acá llueve, llueve y no para de fumar y sigue lloviendo y sigue fumando, como si el cigarrillo y la lluvia fueran de la mano (un mismo ser indisoluble). Había comprado dos atados en el quiosco, había ido con su hermano mientras la tarde moría. Como moría lo nuestro, salvo que no lo sabía, tarareó repitiendo la melodía de la canción de la banda uruguaya. Había leído La uruguaya hace poco tiempo y le había gustado. Le parecía una buena novela. Había escrito (transcrito) diferentes citas en su cuaderno, pero no viene al caso.

La geometría del ser no tiene espacio. Leía las citas a su mujer y ella asentía picando la cebolla, o poniendo la pava, o fumando un cigarrillo mientras llovía.

Busca un lugar de reunión, escribe para los ojos de su muerte. Y eso hacía escribir para los ojos de la muerte, todo lo que podía, escribía en servilletas y en cuadernos, incansables cuadernos rayados, rayados por la tinta negra.

Me adhiero como un náufrago al tablón que corre hacia el abismo. Y se aferraba al tablón mientras la lluvia caía y el tablón eran sus cigarrillos y la hora del café. El café negro y sin azúcar que tomaba todas las tardes a la misma hora. La hora del té o del café. Café amargo. Como la lluvia que caía amarga sobre el bosque. Sobre la sombra atolondrada que no paraba de desnudarse frente a las hojas del otoño. Y todo era hojas muertas, hojas muertas sobre el suelo de color ocre, amarillo, naranja para nada verdoso.

(Cada uno conoce el sabor de su propia ceniza) y se quedaba meditando largas horas sobre lo escrito por ese escritor proclive y locuaz, largas horas de meditación, mientras el café se entibiaba y los cigarrillos se consumían. El departamento era chico, casi sin muebles, dónde estaba él, su lugar favorito era donde descansaba su biblioteca (una parte de ella) quinientos libros para ser exactos y tenía su ordenador, su computadora, que ya tenía nueve años, estaba casi obsoleta, pero funcionaba para escribir poesía, algún que otro verso, escribía poesía siempre que llovía. Siempre que llovía escribía poesía a todas horas sin cansarse, sobre el otoño. Rápido y preciso. Rápido y conciso. Mientras el café se enfriaba. La lluvia enfriaba el ambiente, lo humedecía.

La memoria es un canto todavía sin recuerdos. Y era un canto melódico, la lluvia que se parece a la memoria y a los cigarrillos consumidos y al café enfriándose. Dibujó un mapa en la ceniza. Acomodó las piezas del ajedrez. Empató la jugada, como siempre hacía, empatar ante la sombra. Desnudo frente al espejo se miró las cicatrices, desnudo frente al espejo se afeitó la barba. Parecía un niño, un niño envejecido.

La vida un claroscuro para ser vivido, sino tan sólo un ejercicio y hacía ejercicio para que la vida pase más rápido, o más lento, hacía ejercicios frente al espejo, y se le acababan las citas, memorizaba todas las citas que podía y volvían a su mente cada dos por tres mientras se desvestía para bañarse. Volaban en el aire como una premonición. Hacía un rato que se había bañado y después se afeitaba.

Miraba el bonsái que dormía junto a la ventana donde la lluvia caía con más fuerza.

No entendía por qué la sombra se había apoderado de todo el ambiente húmedo. Estaba cansado de la poesía y sabía que de la poesía no podía cansarse, así que era más bien una sensación lejana y poco duradera, como el hielo que se derrite en la heladera con pocas o algunas cervezas para tomar. Y abrió un vino después de tomar whisky. Tomó un whisky con hielo. Podía pensar con más precisión los versos cuando tenía un whisky en la mano.

La vida es una sombra que se confunde con el abismo a donde ha sido arrojada escribió en su libreta, parafraseando, copiando, un copista anexado al recuerdo, pero no entendía si decía sombra o soga, o sonda, no entendía bien y se decidió por sombra porque le parecía que ese autor utilizaba esa palabra seguido para darle carácter a sus poemas, su poesía vertical y todo tenía vértice antes de los dieciocho. Y traducía poemas de Pound y de Whitman, pero no los recordaba, los traducía en su libreta y sólo podía pensar en español, en los poetas que escribían en su misma lengua. Era extraño. Si se piensa por dos segundos, con un café en la mano, siempre un café a mano. Tomo un poco de vino escuchando la lluvia que caía en el techo de chapa, afuera en la terraza tenía techo de chapa y las gotas se escuchaban con más fuerza. Pensó en los libros que había leído y lo envolvió una gran melancolía.

Como si el acto de leer fuera melancólico en sí y divagó por esos lares más de lo recomendado y tomó más de tres vasos de vino.

Era visible que sólo perseguía un sueño, que seguía un sueño tras otro, sin saber adónde iba a terminar esa aventura, pero seguro de que él no podía hacer otra cosa que defender esa ilusión que a todos les parecía imposible. Las frases le daban forma a su vida. Había prendido la estufa porque hacía más frío que ayer. Hacía un frío invernal, perentorio, prehistórico. Encapsulado en una gota de agua veía su reflejo en la ventana y al lado el bonsái. Pensaba en su esposa muerta, o simplemente se había separado, pero algo había muerto. Más que su esposa, había sido su novia, por dos años, dos largos años de amor. Se controló en no escribir la palabra sexo para no romper el embrujo. Un escritor fracasado que sabe miles de frases de memoria, pero no puede escribir nada que valga la pena. De vuelta la melancolía tiñó todo de un gris opaco y tomó otro vaso de vino, el cuarto o el quinto y ya en el cuarto se acostó arriba del ejemplar Tres, de Bolaño. No había escrito ninguna cita en su cuaderno esta vez. Hoy no había escrito nada. Ni siquiera poesía. Hace un año venía escribiendo todas las noches un soneto. Desde que se había separado, al menos, le había quedado la escritura.

Después sabremos que existe lo inexplicable. Pensaba como habían escrito los poetas que leía. Pensaba primero y luego actuaba, reescribía.

Yo, por lo menos, trataré de luchar con mis palabras. Y luchaba por escribir sus propias palabras, pero sabía que todo era un plagio de un plagio. Ni siquiera un mal chiste, porque nadie reía ni pretendía hacer reír.

Pronuncia el miedo en los desamparados pasos sin destino. Nada puede preverse, ni el vino, ni el whisky, ni el bonsái que sigue en la misma posición en la que lo dejé. La lluvia cae y las ciudades son más hermosas, las sombras más grandes, la noche más calma.

Nada podía preverse, ni la hora del próximo café ni el rumbo del pensamiento. Así que pensó sin rumbo sobre el ejemplar de Bolaño y después fue de vuelta al baño y prendió la ducha, se pesó en la balanza sin ver el peso y se desnudó rápidamente. Dejó el vino al costado, y buscó el ejemplar. Después de que se llenó la bañera, se recostó a leer, sumergido casi la totalidad de su cuerpo. Excepto los brazos. Miró el bonsái una vez más. Había dejado la puerta abierta. Su consciencia volaba sin pálpitos.

La poesía es el refugio de una implacable desolación. Iban y venían las frases, sin orden, sin antelación. Dejó el libro y memorizó de vuelta todas las frases que se le habían venido de súbito. Un poeta fracasado. ¿Qué es ser un fracasado si se saben tantas citas? No tener pareja era una piedra en el camino, como tantas otras. Lo importante es que tenía memoria, tenía los dos brazos y podía bañarse tranquilo un día de otoño mientras llovía. Prendió otro cigarrillo y terminó el vino.

Algo que fue y ya no es sino memoria oyéndonos pasar. Y pensó en la lluvia, en su memoria intacta y en El escritor fracasado de Roberto Arlt, cuántas veces había releído ese relato. Era la quinta vez que leía Tres, pero todavía no había seleccionado ninguna cita. Ya tendría ocasión, suficiente tenía con su memoria, con la lluvia, con el whisky, con el vino y con la pistola que estaba escondida detrás de las toallas.