El flautista de Hamelín
El cuento de los hermanos Grimm es ampliamente conocido. Narra la historia de un flautista y su instrumento mágico que hechiza por igual a los ratones y a los niños. La trama se asocia con la tierna infancia y con los peligros de no pagar las deudas —tema bastante cimentado en los alemanes—.
Lo que se ignora, en algunos casos, es que se trata de un hecho histórico: el rapto de 130 niños de Hamelín, región de Baja Sajonia, noroccidente de Alemania.
Los pobladores de hace setecientos años y los de hoy siguen señalando un responsable. Se reconoció como cazador de ratas, pero también lo llaman flautista y mago. Todos coinciden en que llegó con ropa de colores.
El aparente secuestro ocurrido el 26 de junio de 1284 se documentó primero en piedra, luego en vitrales y posteriormente en grabados sobre las casas hacia principios del siglo XVI. Después los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm recopilaron el relato en su colección Cuentos de la infancia y del hogar, publicada por primera vez en 1816, hace exactamente 201 años, bajo el título der Rattenfänger von Hameln —El cazador de ratas de Hamelín—.
Hoy la que fue esa aldea es una ciudad con 58 mil habitantes, cuya leyenda germánica pervive en uno de los cuentos más traducidos del planeta.
Ha sido objeto de poetas como Goethe y Robert Browning, y sobre todo se sostiene, indestructible, en el recuerdo de los más pequeños.
La memoria de una ciudad
Atraído —como una rata— visité esta población cuyo territorio es de apenas 102 kilómetros cuadrados. Detrás de las montañas Weserbergland, se alzaba en la noche un río de luces. Como todas las ciudades alemanas, Hamelín no lo es por el tamaño de su superficie, ni por el número de sus habitantes, sino por derechos de antigüedad y tras haber constituido en tiempos antiguos su propio mercado público. Sin duda se ha sabido explotar la leyenda del flautista.
La calle principal, Osterstraße, es peatonal, adoquinada con pequeñas y espaciadas placas de relieves de ratas que sugieren el camino a las atracciones turísticas. En los costados del bulevar está el museo, los cafés, la mayoría de los restaurantes y las tiendas de regalos. Es amplio, allí asiste toda la vida de la ciudad.
Aún hoy el misterio lo envuelve todo en Hamelín. Se estima que no fue sino hasta 1500 cuando a la historia se le añaden las ratas y la posterior desratización. Trescientos años antes sólo se hacía mención del rapto, y de un extraño que se lleva a los infantes mayores de 4 años.
Imagínese el luto que llevarían aquellos padres de la Edad Media si para no olvidar jamás lo ocurrido se esculpió en latín una piedra memorial. Dejaron también grabado un mensaje en la Rattenfängerhaus—la Casa del cazador de ratas, un edificio renacentista hoy convertido en restaurante—: “En el año de 1284 en el día de Juan y Pablo, siendo el 26 de junio por un flautista vestido con muchos colores, fueron seducidos 130 niños nacidos en Hamelín y se perdieron en el lugar del calvario, cerca de koppen”.
La iglesia St. Nikolai
Se puede ver desde cualquier lugar de Hamelín la cúpula verde, alta y puntiaguda de la Iglesia St. Nikolai. Se sitúa en la esquina de la Osterstraße y merece un capítulo aparte, porque el mito dice que fue mientras los hamelineses estaban reunidos en la iglesia cuando reapareció el cazador de ratas para cobrar su cruel desquite. También es el sitio en donde se documentó en vitrales la tragedia.
Sobre este suceso, el historiador Martin Humberg habla de un grabado, reemplazado en 1660, y restaurado recientemente. Se ve a un hombre ataviado con ropa multicolor seguido de un grupo de niños vestidos de blanco.
Irma Siegmann, 80 años, es una de las 20 personas que trabajan gratuitamente organizando visitas a este edificio eclesiástico de arquitectura barroca construido en 1200. Dice que la versión fantástica de la historia es la más popular, pero las personas de su generación hacen otra lectura.
—Hay muchísimas versiones de lo que pudo ocurrir, una de ellas—dice Siegmann, responsable de abrir y cerrar la torre que permanece abierta de 10 de la mañana a 4 de la tarde— es que llegó un señor a prometer a los niños trabajo, diciéndoles que podían ganar dinero. Una especie de reclutador. Él se los llevó a Pomerania o a Prusia (región del litoral Báltico, norte de Polonia y Alemania), porque algunos apellidos de esta zona reaparecieron luego allí.
La conjetura no es descabellada.
Jürgen Udolph, profesor emérito de la Universidad de Leipzig, ha sostenido en artículos que aquel hombre desconocido pudo llevarse a los niños a Europa del Este. Alude a las migraciones de germanos hacia el Báltico entre el siglo XIII y el XV.
En este sentido también ha escrito el profesor Wolfgang Wann, asumiendo al protagonista del cuento de los Grimm como un ‘localizador’ que secuestraba o compraba niños para los intereses de algunos nobles y señores, que a su vez asentaban su poder reuniendo personas, a manera de colonos, en algunas zonas del Este europeo.
Lo único cierto sobre el particular flautista es que todo es bruma. En ello radica, precisamente, la mística de una narración surreal contada mil veces.
Un halo de misterio
Yo le puedo asegurar que no vi una sola rata de carne y hueso durante los dos días que estuve en este poblado de casas de entramado y de piedra arsénica, la mayoría renacentistas.
Seduce, eso sí, un halo de misterio, no sólo el del flautista que le ha enseñado al pueblo germano a pagar sus deudas —mucho más si se tienen con músicos, me comentaron—, sino a causa de acontecimientos curiosos que sólo pueden ocurrir en lugares donde la historia se vuelve cada vez más inexplicable, le crecen preguntas y teorías.
Irma Siegmann, por ejemplo, me ha contado que en la Iglesia se han suscitado dos muertes.
—Una mujer de Hildesheim (ciudad de Baja Sajonia), se suicidó tirándose al vacío desde la torre de la Iglesia; y otro señor de Viena, Suiza, murió de viejo, arriba, justo en el mirador.
Son historias singulares. Como la de la calle Bungelosenstraße —que en alemán significa la calle sin tambores— donde se prohíbe la música en honor al recuerdo. Fue desde allí que los niños salieron de Hamelín para no regresar jamás.