Narrativa

El lago, un cuento de Amelia Beatriz Bartozzi

Sábado 24 de enero de 2015. Seis de la tarde. Volvíamos a San Martín de Los Andes por la Ruta de Los Siete Lagos. El conductor de la combi detuvo el vehículo para que bajáramos a contemplar el Lago Falkner, digo bien, no es Faulkner, es Falkner. Martín y Darío se habían dormido; yo también estaba un poco adormecida, pero como no quería perderme nada, me preparé para bajar.

Debo haber tenido una cara espantosa, porque una de las viejas de atrás me miró espantada y otra se reía entre dientes, mientras le decía algo al oído. Era un grupo muy heterogéneo el que había en esa combi, pero eso da para otra historia.

La cosa es que bajé, me acerqué al lago, toqué el agua helada, me agaché y bebí un poco (la noche moría del dolor de estómago). Pasaron unos pocos minutos y el chofer nos indicó que ya era hora de volver, así que subimos nuevamente a la combi. Ya estábamos a punto de partir cuando se acercaron dos muchachos y le hablaron al conductor. Me parecieron muy extraños, despertaron mi curiosidad. No eran tan jóvenes, rondarían los treinta y pico; los dos descalzos, los dos con la cara demudada, despojados de toda pasión, como muertos. Uno llevaba en sus manos un salvavidas naranja, desinflado; el otro, nada.

Saqué la cabeza por la ventanilla y traté de oír lo que decían, pero fue en vano; sólo pude oír frases inconclusas y sinsentidos. Vi que el conductor les hacía señas para que subieran. Subieron. Uno era alto, de pelo oscuro y cutis blanco; el otro era colorado, parecía irlandés. Yo moría de ganas de saber por qué subían. Como si hubieran leído mi mente, se sentaron y comenzaron a hablar sin parar; parecían estar muy ansiosos. El primero en hablar fue el morocho.

—Se nos hundió el velero en el lago—dijo cabizbajo—. Hoy temprano a la mañana; nos agarró un viento fuerte y no pudimos hacer nada.

—¿Pero cómo?—preguntó el guía de la excursión—. No puede ser. ¿Y la grilla?

Yo no tenía ni idea de lo que era la “grilla”. Pero ahí me enteré. Parece que es algo que tienen los veleros para mantenerse a flote.

—No pudimos sacarla. Quedó adentro… yo traté, pero no pude…

—¿Era un velero chico?—preguntó una vieja de atrás.

—No tan chico, cinco metros de largo—dijo el morocho—. Lo único que pude hacer fue meterme abajo y sacar los salvavidas. No tuvimos tiempo de nada.

Mientras hablaba, miraba un punto fijo, pero tenía la mirada ausente, perdido quién sabe en qué oscuros pensamientos.

—Fue horrible ver cómo se hundía. Nadamos toda la mañana desde el fondo hasta la orilla y después nos caminamos toda la costa—dijo el colorado, con el rostro acongojado y a punto de ponerse a llorar—. Yo creí que no la contaba…

—Pasó un velero chico con dos muchachos y no nos quiso llevar; dijo que seríamos muchos y que no podía arriesgarse a subirnos—agregó el morocho, cabizbajo.

—¡¿MUCHOS?!—grité yo, casi sin poder creerlo.

—No se puede creer—dijo el conductor de la combi.

Yo los miraba como hipnotizada. No podía dejar de mirarlos. Eran la viva imagen del desamparo. Me había quedado con el termo y el mate en la mano y casi sin darme cuenta le ofrecí uno al morocho, que lo tenía más cerca. Tomó el mate, le dio un sorbo y mirándome a los ojos me dijo, emocionado:

—Gracias. Es el mejor mate que tomé en mi vida.

Fotografía cortesía: Wallup. net