Textos de autor

El hombre, un animal enfermo de nostalgia

 

 

¡Acuérdate de mí!… Cerca a mi tumba

Remember me, Lord Byron

Somos adictos a la nostalgia. Nos magnetiza ese refugio cálido y frío que es la memoria, la evocación del pasado como punto de llegada. Una extraña tristeza alegre, un tierno temblor que nos estremece con sutileza, mientras algo del mundo apela a recordarnos mientras le recordamos. El ayer nos seduce, los ideales y la inocencia, el deseo de habitar los antiguos asombros a través de los cuales hemos descubierto el universo a través de nosotros. Sonrisas, suspiros, sollozos, sosiegos. La nostalgia tiene algo de gris, pero también de amarilla, un poco de azul, mucho de blanco y, una pizca de verde. Si tiene un aroma, es el de las flores muertas, el del ocaso, el petricor.

¿De qué estará hecho ese sentimiento, esa sensación? Que nos hace buscar abrigo en las mismas canciones que traen a nosotros algún recuerdo, ya sea por vivir un momento especial con ellas, sonando de fondo, o porque su letra es un portal a momentos de los que, a pesar nuestro, nos hemos valido para ser lo que somos: alguien que goza, alguien que sufre, alguien que anhela, alguien que extraña. Un pobre híbrido entre ángel y bestia que gana menos de lo que casi siempre está perdiendo. Somos eso, ilusiones en busca de tiempos perdidos, odas a cosas que lo inexorable se lleva y no puede arrebatarnos por completo lo que le hemos arrebatado primero nosotros, un robo a memoria armada.

Todo paraíso es perdido y es paraíso porque se pierde. El pasado guarda las estampas de las horas en que creímos haber sido felices, no por haberlo sido en realidad, sino por haberlo creído así. La sola luz nos contenta por pequeña que sea, nos hace ignorar que lo que yace más allá de ella, es siempre vacío, nada, oscuridad.

Los paisajes que hemos hollado con los pies o con los ojos, los abrazos que aún se sienten, los brazos que ya no están y aún nos aprietan; la magia detrás de las primeras veces, esos instantes y sensaciones a los que quisiéramos volver a través de un torpe ensayo, una repetición que no nos entrega a la misma experiencia, apenas un intento, emulación. 

La primera vez de cada una de esas innumerables formas en que se conoce uno mismo y se interactúa con el cosmos, es una revelación de connotaciones místicas y viscerales, donde de haber sido felices, por un placer físico, estético, solemne o vulgar, aspiraremos a retornar en algún momento en que queramos abandonarnos a viejas gratificaciones. Lugares de común acuerdo pueden ser, el primer beso, ver el mar, descubrir el amor, escuchar la voz de Gómez Jattin leyendo un poema suyo, descubrir los Diálogos de Platón, o Las Cartas al joven poeta. La primera intoxicación con cualquier sustancia que haya alterado nuestra conciencia, cierto parque en tal sitio, donde amamos las palomas y los crepúsculos. A todos ellos aspiraremos a volver, al menos, si no en tiempo y espacio, por lo menos con un sueño, confesándonos al silencio, comentando lo vivido entre anécdotas y contertulios.

A veces, incluso, aunque la tristeza gobierne esos parajes de reminiscencia en los que deseamos transitar nuevamente, una vez más, las veces que sea, de allí sacamos fuerzas insospechadas para seguir, al reconocer el dolor del que hemos venido, no siempre del todo superado, pero que infunde aliento para seguir. Como quien da dos pasos atrás para tomar impulso y llegar más lejos, o como quien teme a la incertidumbre de la lejanía y prefiere detenerse para siempre en el lugar que esta, o peor aún, dos pasos atrás.

Las mieles de los días idos, humedecen la boca de quien desearía almibarar la simpleza o el amargo de su vida en aquellos viejos dulzores. Es lo que queda, recordar sabores antiguos, de glorias y derrotas. Traer a nosotros el mundo de ayer por medio del milagro que se cifra en nuestro cerebro y cuyas fibras nerviosas, talvez se enraízan en las profundidades del alma. De allí que el olvido sea tan difícil, la memoria apenas reprime. Un genio maligno dentro de ella, se vale de cualquier estímulo del ambiente para rebuscar entre sus galerías el cuadro que mejor se les parezca. Y en ocasiones cuando no vale la pena volver a echar un vistazo a esas lúgubres pinturas que han retratado momentos significativos de nuestra modesta biografía de matices mediocres y sublimes, suprimirlos a modo de amnesias, o inventarlos cuál confabulación, o en el peor de los casos, como un insano delirio. Esta teoría de la locura como afección principalmente de la memoria, ya se le había ocurrido a Pinel, también a Schopenhauer, quien de alguna manera influye posteriormente en la propuesta freudiana sobre la enfermedad psíquica, como representación de alteraciones en las cadenas significantes de nuestra vivencia subjetiva. En conclusión, la nostalgia, el anhelo de revivir lo vivido, también puede enfermar, hacernos sucumbir en nuestro propio sino. De allí la melancolía, ese duelo que desvirtúa el presente de un sujeto por la culpa y el malestar que le suscita el objeto perdido.

El pasado es pesado, solo una vocal distingue una palabra de la otra, lo cargamos por encima de nuestra voluntad, se impone, es lo más seguro que se tiene, lo ya vivido. Allí nuestra colección de miedos, motivaciones, angustias, alegrías, ecos de todo tipo. La nostalgia se debe ocultar en esa variopinta bóveda. Nuestro presente podría ser fácilmente la proyección fantasmagórica de todo ese cúmulo nostálgico entre lo que queremos y no queremos vivir una vez más, el futuro es el objetivo metafísico al que apunta la nostalgia para perpetuarse en nuestro corazón. Como un huésped solapado que no puede acaecer sin su anfitrión, en efecto ningún otro animal está enfermo de nostalgia, ninguno tiene un contacto tan íntimo con su memoria vital, con todo lo que fue y lo que es. Talvez así sea, porque ellos, no están enfermos de muerte como nuestra especie; todos nosotros, condenados a la conciencia de lo que Kierkegaard llamó: nuestra enfermedad mortal, la desesperación ante la idea de nuestra innegable e inevitable finitud. Hacía ya vamos disparados, como una saeta, hacia la diana que figura en la ultratumba.

La nostalgia puede que sea un movimiento interno entre afectos, imágenes y sensaciones que se resiste a ese viaje inconcluso, pero sin retorno. La memoria del corazón, y el corazón de la memoria, invocan entonces la nostalgia para hacer de ese tránsito algo más perdurable, menos ominoso, algo más humano, que se fragua entre el recuerdo y la añoranza, entre todo lo que anhelamos y el olvido que seremos. Somos animales nostálgicos, elegías antropomorfizadas de un poema que jamás termina de escribirse: la historia, la vida de los humanos, ¡la especie dominadora del fuego!, pero destinados a no ser más que cenizas, en las que solo emergerá un fénix, a través de la memoria de los otros, los que sean capaces de recordarnos y que nos hagan resucitar en destellos mnémicos para preservar la semblanza de nuestro nombre, de lo que fuimos, de aquello que siempre se niega a morir del todo, eso, la nostalgia.

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