La muerte por teléfono, un cuento de Freddy Mizger
Nadie se atrevió a levantar el auricular por el temor a la fatídica noticia. Ni siquiera Néstor, el mayor, que tenía fama de temerario, lo hizo. Marcela que barría la casa se paralizó, y es la hora todavía la tengo paralizada en mi memoria. Dos de mis hermanos estaban por fuera de casa, pero algo nos decía que no era alguno de ellos quien llamaba, ni siquiera el menor, que estaba con ella en el hospital cubriendo mi turno porque no pude ir. Eso lo sentíamos sin un porqué. Papá había muerto hacía años de un ataque cardíaco, pero esta vez era mamá quien se podía asomar por ese aparato, no ella directamente, creo que me entienden como lo entendimos en ese entonces. Decir las cosas ahora por su nombre me cuesta con la misma intensidad que me costaba en aquel momento. Habíamos crecido en un barrio zona metropolitana de Barranquilla, papá había sido empleado de una empresa fabricadora de plásticos, y mamá tenía un negocio independiente en la casa de productos desechables, es decir de los productos que se vendían al por mayor en la empresa donde trabajaba papá. Actualmente es el negocio que manejo con mi hermana.
Toñito, el menor, recién graduado de un curso técnico en una de esas corporaciones que abundan en la ciudad, andaba desempleado. Aún sigue en las mismas y con unas miradas fijas y largas que me dan miedo. Carlos y Armando llegaban por la noche de trabajar. Armando más temprano porque se rebuscaba y no tenía un horario como tal, aunque a veces llegaba tarde pero no por trabajo, ese es un tema que muy poco me gusta tocar. Tal vez lo toque. No sé, tal vez. El caso es que ese día ninguno de los dos había llegado temprano. De Carlos me gusta hablar más. Qué les puedo decir, es una versión de ambos, de papá y mamá, de papá sacó hasta su forma de peinarse, de medio lado, estatura normal, madrugador (aunque esto es de ambos), siempre calmadamente decidido, de pocas palabras, pero no salió trigueñito, sacó el color de mamá, blanquito, y el color madera de sus ojos. Marcela poco me preocupa, tiene un novio bien que la quiere mucho por lo dedicada y hacendosa que es ella, y lo más probable es que termine enrolándose con él con casa y todo, es decir con una casa que alquilen o compren con lo que pueda ganar mi cuñado.
Me preocupa Toñito, su no sentirse en la casa, y aunque esté, me hace perder a veces el sueño en noches de vigilia. Si un tiempo atrás fue de pocos amigos, ahora es peor. Hace poco tuvo un trabajo y sólo duró tres meses, y es la hora que no sé si eso duró el contrato o no quiso ir más, y la verdad es que no tengo el carácter de andar preguntándole e indagándole cosas, y para colmo me gusta que sea así, que se quede así sea de adorno en la casa. No he hablado de Néstor, creo haber dicho que es el mayor, el más alto y robusto, el que siempre nos defendía de alguna ofensa o pelea. Nunca le gustó el estudio y a duras penas terminó la básica secundaria y ni por instituciones de estudios técnicos y prácticos se interesó, aunque aprendió el oficio de mi tío paterno: soldador. Cuando mamá comenzó con sus síntomas, Néstor andaba con mucho trabajo y el sol pegando duro en esta ciudad de trabajadores gordos y sudados, de estadio y griterías.
La clientela que teníamos, la misma que acudía a nuestro negocio de productos desechables, y otras más alejadas de nuestro entorno, nos había estado visitando días anteriores a cuando sonó ese aparato como un heraldo negro. Pero ese preciso día, sólo estábamos Marcela, Néstor que había venido a reposar el almuerzo, y yo atendiendo el negocio. No podíamos parar de trabajar porque los gastos por todos lados se disparaban, que si no era la radioterapia de mamá era la quimio; que si no era Armando con algún problema en la calle, era el negocio que no marchaba bien algunas veces. Si no fuera por Carlos y su estado puro de soltería y la metida de hombro de Néstor, las cosas se hubiesen dado de manera más complicada, pues a pesar de que recibíamos la pensión de papá a través de mamá, aun así, las cosas se enredaban. Pobre mamá, no sé qué tengo más fijo, si la situación de todos que convergen en un solo punto que es ella, o la imagen de ella en la cama del hospital.
Una noche que me tocaba el turno de estar cuidándola en la clínica, se me dio por pensar en una película que vi hace años, creo que titulada Los condados de Madison, o algo así, que trata de una señora que tiene dos hijos, hombre y mujer, con un granjero honesto y dedicado a su familia y a sus tierras, la historia es imaginada por sus hijos que están leyendo unas cartas que encontraron en un baúl que dejó su madre al morir, y en ella se enteran que mientras ellos se fueron por cuatro días a exhibir un ganado vacuno fuera del condado con su padre, su señora madre conoció a un fotógrafo de la National Geographic que quedó enamorado del sitio y luego de la señora poco a poco, por culpa de esta y su comportamiento de quinceañera. Muchas veces me he preguntado si mamá se los puso a papá cuando se separaron por un tiempo, y sin embargo lo dudo porque siempre la vi ocupada, aunque a veces unos clientes se reunían con ella con ínfulas de don juan, y mi vieja nunca guardó distancias, pero no por coqueta, precisamente por lo contrario, por inocente, esa misma inocencia que veo en Toñito, esa misma inocencia que me hacía pensar que si alguien se le acercaba para besarla en una cita o en el mismo negocio en la casa, mamá lo impediría con una mano en el pecho del otro diciéndole que no entiende qué hace, con respeto e incluso con algo de impersonalidad y frialdad.
Imagino esto y a su vez pienso en papá que por aquél entonces le tocó mudarse para donde mi abuela mientras se arreglaban las cosas con mamá. Pero no quiero seguir hablando de eso. De lo que quisiera hablar ahora es de esa imagen que se traspasó en cada uno de nosotros en los días y noches de turno últimamente, esa imagen que al comienzo no era así, donde el optimismo se podía ver, donde las bromas se asomaban y uno se iba con toda a hacer el turno, donde nos imaginábamos el regreso de mamá a casa bien arregladita y todo, bien bonita la sala acotejada por Marcela, y donde hasta Armando estaba temprano sentado en la sala sin ningún problema traído de la calle.
Pero no fue así en los últimos días, y la palabra último puede sonar a trágico, pero no, porque conocíamos casos en los que los últimos días de personas con X o Y enfermedad estaban bien, bien en el sentido en que se les vio como siempre se les veía en vida y de repente pum, como aconteció con un vecino hace años, el de al lado. Pero no, mamá estaba mal y eso lo sabíamos sin decírnoslo, sin mirarnos casi. Por eso cuando sonó el teléfono de esa manera (aunque sonara igual todos los días con las llamadas de los clientes, familiares y amigos, incluso del hospital por allá en las semanas y meses de mejoría), sabíamos que no era Toñito quien estaba de turno en el hospital, porque él no es de esos hijos activos y de enérgico carácter como para moverse con agilidad y resolución ante tan compleja situación, ni Carlos por la sencilla razón de que él nunca llama al teléfono para dar malas o buenas noticias, pues siempre las ha dado en vivo y en directo, y mucho menos Néstor porque en ese momento estaba con nosotros, y ni pensar en Armando, a no ser que estuviese llamando porque estaba en problemas.
Fue entonces cuando recordé mi última cita con el médico porque me había sentido un poco mal, y los nefastos resultados que me arrojó el doctor una semana después y la valentía que tuve en salir de casa y recibirlos sin previamente llamar o que me llamaran, recordé esto, repito, y me llené de coraje y descolgué el aparato y sentí el olor del hospital, sus pasillos de vida y muerte, sus baldosas ajedrezadas, niños y ancianos en habitaciones de paredes y camas blancas, proyectando también en mi mente a mis hermanos turnándose por mi futura situación, a mis hermanos en momentos simultáneos perdidos y encerrados en sus emociones, en especial Toñito, que estará en casa cuando Marcela se haya ido con su novio.
Toñito estará sentado o de pie detrás de unas vitrinas de un negocio de productos de plásticos pensando en mí al igual que mis hermanos, pensando que en cualquier momento otra vez sonará el teléfono de esa forma que todos sabemos, y que anunciará que yo, el tercero de todos, al que visitarán en un futuro no muy lejano al igual que a mamá, ha quedado envuelto en una sola palabra o expresión, en las mismas palabras y expresiones que escuché cuando tuve la valentía de levantar el auricular del teléfono y recibir ese mensaje fatídico que llegó atravesando espacios y cables con la misión de salir por un parlantico, y que me imagino que se repetirá conmigo más adelante, mientras Marcela esté con su esposo en su nueva casa, donde quizás Néstor esté acompañando a Toñito en el negocio después de haber soldado una reja en su taller, donde quizás Carlos todo formalito esté atendiendo a un cliente en su oficina o haciéndome compañía postrado yo en una cama de hospital, y donde quizás Armando estará sentado en un rincón de algún edificio abandonado con otros amigos, rotándose entre ellos una hierba marrón-verde que mezclan a veces con polvo de ladrillo rojo y telaraña, mientras Toñito y su enorme silencio espera con Néstor, otro fatal mensaje por teléfono.
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