Narrativa

La calle con olor a salitre, un relato de Eduardo Viladés

No hace falta coger un balón o salir a correr para hacer ejercicio. Yo lo hago todos los días con mi mente sin levantarme de la cama. La casa de Prudencia, la tienda de ultramarinos de Remedios, los fogones del restaurante de mi madre, el camión que trae el género dos veces por semana y el pedido de bogavantes y berberechos de la lonja cercana. Disfruto de una amalgama mágica de olores y de colores. Vivo en un bajo de la calle Teatro de la Marina, en pleno barrio de El Cabañal en Valencia. Está dividido en dos: mi casa y “El Laurel Colorao”, la marisquería de mi familia. Una pequeña puerta separa ambos ambientes. La mayor parte del tiempo está abierta porque mis padres pasan a verme con mucha frecuencia para mandarme saludos de los clientes del restaurante. Esto hace que mi habitación y el cuarto de estar huelan siempre a los mejillones al vapor y las almejas en salmuera que preparan en la cocina. Enfrente de mi casa vive Prudencia, una gaditana de edad indefinida que ayudó mucho a mis padres cuando yo era pequeña. Es como mi segunda madre y viene a verme todos los días con las habladurías del vecindario. Lleva separada muchos años y no tiene hijos. Puerta con puerta tiene su tienda de ultramarinos Remedios, la chica más guapa de El Cabañal y parte de la Malvarrosa. Dicen las malas lenguas que es muy ligera de cascos, pero a mí eso siempre me ha parecido bien e incluso me produce cierta envidia. Si yo pudiese, creo que saldría a pasear todas las mañanas por la playa de Las Arenas luciendo pantorrilla y escote. Remedios fue novia durante un tiempo de Ezequiel, el chaval que trae el género a mis padres con el camión. Nunca he sabido por qué terminó su relación. Yo pienso que es lo mejor que pudo suceder porque Remedios es un pájaro libre y Ezequiel tendía a enjaular todo aquello que se encontraba por el camino. Al otro lado de la casa de Prudencia, Mustafá regenta un locutorio, aunque en realidad hace la competencia a la tienda de Reme porque vende un poco de todo y a precios mucho más económicos. Mustafá es de Irán y llegó a Valencia hace diez años en pleno boom inmobiliario. Pensaba, como muchos, que prosperaría y ganaría dinero para enviar a su familia en Teherán. Tras un tiempo en albergues municipales e incluso durmiendo en la playa empezó a trabajar de camarero en el restaurante de mis padres y consiguió ahorrar dinero para abrir el locutorio. Todos me cuidan mucho. A veces, mi madre me coloca justo al lado del ventanal que da a la calle y puedo observar cómo transcurre la vida en el barrio. Ver a esa gran familia fortalece mis huesos y músculos, favorece que duerma como un angelito y me sienta contenta. Cuando Prudencia se separó, las loros de la calle de la Reina, como conocemos a las marujas de la zona cara del barrio, empezaron a decir que su marido la había dejado porque ella no respondía en la cama y que, en consecuencia, no le había quedado más remedio que buscarse a otra. Cuentan que cuando Prudencia iba al mercado las loros la miraban con mala cara y que incluso una vez la escupieron. Algo parecido le sucede todos los días a Remedios. Se dice que emplea su tienda de ultramarinos como un burdel encubierto en el que recibe a sus clientes. Yo no me entero de casi nada. Sé cuáles son las habladurías del barrio porque dispongo de mucho tiempo libre y porque la gente, al verme desvalida, se sincera conmigo y me cuenta la morralla, aunque desconozco los pormenores. Me encantaría parecerme a Reme. Como he dicho antes, me gustaría andar medio desnuda por el paseo marítimo y acostarme con quien yo decidiera en la trastienda de la tienda de ultramarinos. No veo que tiene eso de malo. Lo único que percibo es mucha envidia y mucho machismo, una cultura judeocristiana basada en preceptos obsoletos que sigue destrozando a las mujeres. Ya les gustaría a las loros disfrutar con sus decrépitos y ajados maridos como disfruta Remedios con sus amantes. Desde que tengo uso de razón he estado muy agradecida a mis padres de la educación que me han dado. Antes del accidente iba al colegio de las Escuelas Pías, el del padre Simón, un hombre íntegro que compartía los valores que me inculcaban en casa. Creo que ya ha fallecido, pero guardo un recuerdo imborrable de ese sacerdote por su modo de ser. Por las tardes, al salir de clase, solía bajar al sótano, donde se encontraba la biblioteca. Gracias al padre Simón, encargado de la sala de lectura, empecé a amar la literatura y a discernir lo que se escondía dentro de las obras maestras de autores como Dickens, Cervantes, Dante, Bocaccio o Lope de Vega. Me animó a leer a los grandes clásicos de la literatura universal y a comentar con él mis impresiones. Parece mentira pero, al leer, viajas a mundos lejanos que sólo existen en tu imaginación. Ese ejercicio mental sacado de los clásicos ha sido mi salvoconducto para subsistir tras lo que sucedió… Mis padres siempre me han inculcado el respeto hacia los demás. Para ellos, todo es lícito si se hace con amor y con bondad. No importa la procedencia, tus creencias, tu condición sexual, tu raza o tu religión. Sólo importa la persona. De ahí que me hirviese la sangre cuando escuchaba los comentarios de las loros, unos comentarios que en algún momento incluso fueron dirigidos hacia mi hermano Israel, que es gay. Es un chaval adorable, muy guapo y con un don de gentes especial, una de esas personas que brilla al entrar en cualquier sitio y que consigue que todo el mundo se gire a mirarlo. No le gusta llamar la atención y es muy reservado, pero la luz que desprende genera un fogonazo tan potente que, aunque no quiera, deslumbra. Ha tenido decenas de novios. Una vez a la semana venía a casa a comer con uno diferente. Mi madre hasta le dijo una vez que dejase de traer ligues porque se encariñaba con todos y le duraban lo que dura un telediario. Algunos de mis vecinos le insultaban y, sin cortarse un pelo, decían a la cara a mi madre que su hijo era un libertino. Lo que más miedo me da es pensar en el día que mis padres se vayan. Se me pone mal cuerpo y me entran ganas de llorar. Sé que es ley de vida y que tendré que superarlo cuando llegue. Es posible que vería las cosas de un modo distinto si pudiese valerme por mí misma. Aunque él nunca se ha quejado, será mi hermano Israel quien tenga que hacerse cargo de mí y eso no me gusta porque no quiero hipotecar su vida.

Desde los 13 años soy paralítica. Una mañana crucé la calle para comprar una lata de atún en la tienda de Remedios y me atropelló un coche. Cuesta creer que la vida pueda cambiar por completo en una milésima de segundo. Pero cambia para bien, cada día lo tengo más claro, es posible que no se recupere lo de antes, pero qué más da, se gana algo nuevo, las cosas dependen de la perspectiva con que se contemplen.

Iba para jugadora de fútbol del equipo local. Desde pequeña me había entusiasmado el deporte y poseía un don especial, veía una pelota y mis piernas hacían malabarismos. Mis piernas, benditas piernas. Hay veces que Israel me lleva a la playa en la silla de ruedas y me echa agua encima porque le encanta que yo le chille y le diga que no le aguanto. Solemos quedarnos quietos mirando el mar hasta que perdemos de vista el horizonte, que se difumina como la carta de ajuste de los ochenta después del himno nacional. Entonces Israel me da un codazo, yo le insulto, me echa un poco de arena por los pies, yo le vuelvo a insultar… Aunque no puedo moverme creo que soy feliz y hago mucho ejercicio. Termino agotada cuando cae la noche, llena de endorfinas, con los pulmones rebosando aire puro y mi corazón bombeando poemas de libertad. Mis piernas residen ahora en mi cabeza, que no deja de dar balonazos a diestro y siniestro y marcar goles en estadios repletos de público.

Vivo instantes de felicidad que, mezclados en mi coctelera interior, dan como resultado un estado de serenidad que me convierten en la mejor jugadora del mundo en este partido de locos que llamamos vida.

Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 25 años de carrera, referente de la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Ha publicado dos novelas y prepara la tercera. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Elegido dramaturgo del año 2019 en República Dominicana y en 2020 en La Rioja a través del Instituto de Estudios Riojanos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Odisea cultural (Madrid), Canibaal (Valencia, España), Extrañas noches (Buenos Aires), Microscopías (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover), Primera página (México), Gibralfaro (Málaga), Windumanoth (Madrid), Amanece Metrópolis (Madrid) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. Hoy en día trabaja también para la revista Actuantes, la principal publicación española de teatro, lo que le permite combinar el periodismo con las artes escénicas. También es experto en periodismo cultural y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.

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