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La champeta, de la cocina al baile (1)

Escrito por Rubén Darío Álvarez P.

En la época de La Colonia (siglo XVI al siglo XVIII) la ciudad de Cartagena de Indias (departamento de Bolívar, Caribe colombiano) se posicionó como uno de los principales puertos de comercio negrero del virreinato de la Nueva Granada. Era en esta localidad donde se concentraba el mayor arribo de barcos que traían mercancías y africanos esclavizados hasta lo que hoy conocemos como América Latina.

Además, Cartagena de Indias era algo así como el paso obligado de la mayoría de embarcaciones procedentes de Europa con destino al interior de lo que hoy llamamos Colombia. Posteriormente, los ingenieros españoles, con ayuda de la mano de obra indígena y africana, abrieron el Canal del Dique, que comunica a la bahía de Cartagena con el gran río Magdalena.

Las embarcaciones que surcaban el Canal del Dique no sólo llevaban mercancías en sus bodegas. También transportaban artistas de todas las áreas, quienes venían de Europa a exponer sus habilidades en Santa Fe de Bogotá o en cualquiera de las ciudades de los Andes, donde residían los empresarios que los contrataban. Pero antes permanecían unos días en Cartagena mostrando sus artes a los pobladores.

Así las cosas, y abordando un poco el gusto por las manifestaciones culturales, los habitantes de aquella Cartagena colonial se acostumbraron a presenciar todo tipo de espectáculos artísticos, como obras de teatro, óperas, recitales de poesía, cantantes, exposiciones de pintura, zarzuelas y otras expresiones que actualmente algunos investigadores socioculturales señalan como la causa de que la ciudad no se case con ningún ritmo u otra exposición de la variedad del arte.

Dicho de otro modo: ciudades como Barranquilla, Cali y Buenaventura, por ejemplo, hicieron de la llamada música salsa toda una cultura en medio de la cual sus habitantes se mueven, piensan, bailan, crean y resisten hasta el punto de que, en determinados momentos, podría verse la música afrocubana como una de las manifestaciones raizales de esas urbes, cuando en realidad fue acogida del movimiento cultural latino engendrado en la Nueva York de los años 50 y 60.

Nunca ha sucedido eso con Cartagena. Por sus medios de comunicación y espacios populares se han paseado ritmos y propuestas como el porro, la cumbia, el merecumbé, la gaita sanjacintera y sucreña, el bullerengue, el merengue dominicano, el son cubano, el bolero, la ranchera, el tango, la bomba y la plena puertorriqueñas, el bambuco, el pasillo, el joropo llanero, el compas haitiano, el reggae jamaiquino, la gaita venezolana, el pop y rock norteamericanos, el soukus africano y la música de acordeón colombiana con sus variantes, entre otros, pero ninguno se ha quedado como audio símbolo definitivo de la ciudad.

Hubo una época, a finales de los años 30 y durante la década de los 40 del siglo XX, cuando Cartagena de Indias se cubanizó, en el sentido de que sus habitantes no sólo aceptaron la música de la isla de Cuba, sino también sus vestimentas desde los emblemáticos sombreros, pasando por los trajes enteros y el calzado. Era la época en que la música cubana se propagaba a través de sus emisoras, cuyas señales se escuchaban en Cartagena con la misma claridad de las estaciones radiales locales.

A finales del siglo XX y a comienzos del siglo XXI la llamada música champeta, junto con la denominada música urbana, tomaron un auge inusitado, pero con visos de cumplir el destino de los ya mencionados ritmos: pasar de moda y, si acaso, renovarse en determinados capítulos de la vida cultural de la ciudad.

Sin embargo, no debe olvidarse que lo que sí ha estado presente siempre, de una u otra forma, es la herencia musical africana, no sólo en Cartagena sino también en gran parte del departamento de Bolívar y de la Región Caribe en general. Y esa presencia afro, hablando de música, se manifiesta, más que en cualquier otra cosa, en la ejecución del tambor, lo que tal vez ha hecho creer que quien trajo ese instrumento a América fue el hombre africano, cuando en realidad, según lo afirma el investigador Tomás Darío Gutiérrez Hinojosa, en el llamado nuevo mundo ya existían los tambores indígenas, sólo que eran ejecutados con las baquetas que se usan actualmente en los conjuntos que cultivan la música de gaitas. “Lo nuevo que trajo el hombre africano —explica Gutiérrez Hinojosa— fue el toque a mano limpia, lo que indudablemente aportó una nueva sonoridad al instrumento y a la música raizal, que después se volvió sincrética”.

El festival de música del Caribe.

Hablando del departamento de Bolívar, debe decirse que ese toque a mano limpia ha sido fundamental para la permanencia y desarrollo de la música que se cultiva en el corregimiento San Basilio, jurisdicción del municipio de Mahates, norte de Bolívar. Es, además, el único palenque que sobrevive de los más de ochenta que fundaron los africanos rebeldes en la geografía bolivarense durante el período colonial. Allí, la música percutiva era lo que venía predominando desde la época de La Colonia, incluyendo sus propios ritmos. A mediados del siglo XX los palenqueros adoptaron la rítmica cubana expresada en los llamados sextetos, que se componen de llamador, maracas, claves, marímbulas, bongoes y voces.

A finales del siglo XX, los jóvenes palenqueros decidieron incluirles a sus grupos musicales instrumentos melódicos como las guitarras eléctricas, el piano y hasta los sintetizadores, para interpretar la champeta y los aires llamados “urbanos”, tal como se estaba haciendo en las principales ciudades de Colombia, asimilando las nuevas prácticas musicales que se promocionaban en todo el mundo.

Pero también debe anotarse que, en San Basilio, el tambor no sólo era el instrumento central de los divertimentos sociales. También fungía como elemento comunicativo, función que era asumida por tamboreros llamados “chakeros”, quienes utilizaban un tambor denominado “pechiche”. Cada modalidad de toque comunicaba acontecimientos diferentes: había toques particulares para anunciar un deceso, un matrimonio, una fiesta, la fuga de una doncella con su novio, una convocatoria comunitaria, un lumbalú, etc.

Llegado el siglo XX, el acogimiento de las agrupaciones musicales para amenizar veladas familiares y públicas empezó a correr paralelo con la aparición de los aparatos de sonido representados por los radio transistores, los gramófonos, las radiolas y, por último, el picó. En un principio, y en el medio caribe, esta palabra se escribía y se pronunciaba de acuerdo con su origen anglo: pick up (lector de sonido). Pero, con el uso y el paso del tiempo, cayó, al igual que otros términos extranjeros, en la españolización. Ahora se escribe y se pronuncia “picó”.

Tal cual como el origen de la música champeta, la aparición del picó y su apuntalamiento en el ambiente cultural de la Región Caribe constituye una larga discusión entre comunicadores y gestores culturales de Cartagena y Barranquilla, por definir cuál de esas dos ciudades podría considerarse la cuna de ambas expresiones populares, pero hasta el momento ninguna teoría se ha aceptado como definitiva.

En lo que concierne a Cartagena de Indias, el locutor Manuel Vargas Caballero (Mañe Vargas) y el gestor social Bernardo Romero Parra coinciden en afirmar que, entre los años cincuenta y sesenta, el picó no sólo era el amenizador de celebraciones familiares y comunitarias. También hacía parte de la agenda recreativa de los barrios populares, pero como aglutinador vecinal. “En esas épocas —sostiene Romero Parra— la oferta recreativa cartagenera era muy pequeña. Los fines de semana, las familias sólo podían organizar un paseo a la playa, una entrada al cine; o, en última instancia, reunirse en la terraza del vecino que tenía un picó, para escuchar (y hasta bailar) unas cuantas horas de música”.

Cabe advertir que, para las fechas que menciona Romero Parra, el aparato llamado picó no tenía la mega estructura de los del siglo XXI. Se trataba de unos cajones que podían medir, aproximadamente, entre 1,30 metros de alto y 1,60 de ancho, donde cabían unos cuatro parlantes de 12 pulgadas de diámetro, accionados por un amplificador de tubos de cristal, cuyo número variaba dependiendo de los gustos del propietario. A ambas estructuras se les adicionaba un tornamesa donde giraban discos de acetato de diferentes revoluciones.

Algunos bailadores de aquellas décadas especulan que, tal vez, ese modelo de picó era fabricado tratando de imitar los muebles de madera donde venían empotrados los televisores, que, a mediados de los años cincuenta, ya habían hecho su aparición, pero necesitaron de unos veinte años más para masificarse, porque no todas las familias de la ciudad contaban con el dinero para adquirirlos, además de que la radio seguía siendo la reina de los medios masivos de comunicación en la capital bolivarense. De hecho, uno de los picós más populares de ese período se llamaba “La TV del Mata”, de un trabajador portuario y habitante del barrio La Esperanza, llamado José Mata.

Durante el período en que se desarrollaron los primeros picós, no había una línea definida en cuanto a la música que se programaba, pues quienes los administraban (“picoteros”, que no disc jockeys) se orientaban con los listados de las emisoras, que, a su vez, ponían de moda los discos de diferentes géneros que les enviaban las casas disqueras o que recibían directamente de las manos de los intérpretes. Es decir, la programación era de música crossover, término que se acuñó a finales del siglo XX para designar un repertorio de música variada.

Debe hacerse la salvedad de que, durante esa etapa, en Cartagena se usaba el rótulo “música antillana” para designar los aires provenientes de Cuba, Puerto Rico y República Dominicana. Fue posteriormente, a finales de la década de los sesenta, cuando se acogió el vocablo “salsa”, promocionada, según la leyenda, desde Nueva York y Venezuela; y solidificada por la empresa disquera Fania, a través de la película Nuestra cosa latina.

De acuerdo con Mañe Vargas, cuando, a mediados de los años sesenta, en Cartagena estalló el movimiento salsa, estimulado por la revolución cultural de los latinos en Nueva York, también empezaron a aparecer los primeros picós especializados en un solo tipo de música. En este caso, la salsa; y en virtud de esa tendencia se organizaban fiestas en los distintos clubes de bailadores que se habían fundado, desde los años cincuenta, en los barrios de los extramuros.

Debe mencionarse que Mañe Vargas fue el pionero de los programas radiales especializados únicamente en salsa. En su programa “El clan de la salsa”, programaba los discos de, por lo menos, los picós más prestigiosos de la época, y anunciaba los bailes que se organizaban los fines de semana y sus respectivos clubes.

Con la llegada de la década de los setenta, los picós cambiaron de apariencia: pasaron de imitar los muebles de los televisores a copiar las figuras de los escaparates o guardarropas que antecedieron a los closets empotrados en las paredes de las viviendas. El motivo de esa transformación tenía que ver con la cantidad y el tamaño de los parlantes, que ya no eran de 12 pulgadas de diámetro únicamente, sino también de 15 y de 18. En consecuencia, los amplificadores seguían siendo de tubos, pero con más potencia y cantidad. Asimismo, las tornamesas pasaron de tener un solo plato a dos, pues la idea era que el picotero, o administrador, no dejara baches entre una y otra pieza musical.

En la década de los años cincuenta algunos picós tenían nombre, pero la costumbre de bautizarlos se exacerbó en la década de los 70. Y no sólo eso: también surgió la tendencia a adornar sus telas con enormes dibujos, casi siempre, relacionados con la palabra que los distinguía. Fue así como se hicieron populares los picós El ciclón, El conde, La radiola popular de El perro, El guajiro, El diamante, El platino, La TV del Mata, El químico, El huracán, La chicharra, El cacique Amaya y El gran Tony, entre otros, que tenían sus sitios de concierto en los clubes que funcionaban los fines de semana en barrios como Olaya Herrera, Bruselas, Daniel Lemaitre, Blas de Lezo, Nariño, La Esperanza, La Quinta, Líbano, El Bosque, España, La María y Getsemaní, entre otros, donde atesoraban grupos de fanáticos que los acompañaban donde tuvieran una presentación.

Para entonces, y de acuerdo con su programación musical, los picós se dividían entre los especializados en salsa y los de música variada, lo cual no impedía que los propietarios de los clubes organizaran competencias picoteras entre dos o tres picós, que debían lucirse con su sonido, su potencia y su repertorio discográfico.

De esta dinámica competitiva surgió un fenómeno que tiene mucho que ver con la aparición de la champeta en Cartagena, y fue “el disco exclusivo”.

“Esta tendencia —recuerda Mañe Vargas— nació cuando algunos propietarios de picós se idearon la manera de desafiar a sus contrincantes con un disco que nadie más tuviera. De esa forma, los picoteros viajaban a Barranquilla, Bogotá o Medellín buscando piezas raras, que podían ser una balada en español o en inglés, un rock, un tema brasilero o venezolano, etc. Por eso, muchas canciones que se incluyen en los discos de antologías picoteras nada tienen que ver con la salsa o con la música tropical colombiana, pero se incorporan porque fueron muy populares en el ambiente picotero de los años 70”.

Por su parte, el coleccionista y administrador de picós, William Hincapié Taborda, solía decir lo siguiente:

“En realidad, el disco exclusivo que ostentaban los picoteros de los años 70 nunca existió, sencillamente porque una casa disquera jamás se iba a dedicar a fabricar un solo disco para que únicamente lo tuviera X o Y picó. Lo que pasaba era que los propietarios de picós establecían buenas relaciones con los navegantes que atracaban en los puertos de Cartagena y les compraban todos los discos que trajeran. Sumado a eso, raspaban los sellos y se aprendían los nombres de cada surco. De esa manera se daban el gusto de decir que eran ellos los únicos en tener ese disco”.

Según Mañe Vargas, durante esas pesquisas por hallar el pretendido exclusivo algunos propietarios de picós se encontraron con piezas discográficas provenientes de las islas del Caribe anglófono y francófono, y de ese modo los baúles de los picoteros comenzaron a llenarse de la discografía haitiana y jamaiquina, lo que rápidamente conquistó el gusto de los bailadores.

A estas alturas, algunos dueños de picós ya no únicamente esperaban a los navegantes que traían discos a los puertos de Cartagena. También viajaban a Estados Unidos, específicamente a Nueva York y Miami, donde localizaban almacenes especializados en la música afrocaribeña. Pero ocurrió que en esos establecimientos discográficos tropezaron con la música africana, de manera puntual con el soukus, aire que fue fundamental para que surgiera, años después, el movimiento de la llamada “champeta criolla”.

El picó en la década de los setenta.

Tal como sucedió con el afloramiento de la música salsa a mediados de los años sesenta, la aparición de la música africana provocó una revolución en la programación de los nuevos picós que saltaban a la palestra, pero también en los gustos de los bailadores y en los listados de las emisoras.

En consecuencia, los bailes salseros se fueron reduciendo, al igual que los programas de salsa de las diferentes estaciones radiales. Algunos de los locutores que conducían esas emisiones optaron por abandonar la música afrocubana, para acogerse a la nueva moda sonora, mientras que tradicionalistas como Mañe Vargas y Teofilo Ortega Ramos seguían defendiendo la música salsa y protestando contra las trifulcas que se formaban en los bailes de música africana.

“A propósito de eso —rememora Mañe Vargas—, creo que fue en El clan de la salsa donde se oyó por primera vez la palabra ‘champetúo’, porque los picoteros salseros iban a mi programa a anunciar alguno de sus bailes y siempre remataban con esta frase: ‘ojo: este baile es para gente decente. Ahí no queremos champetúos’”.

No debe olvidarse que casi al mismo tiempo que se fue introduciendo la música africana en Cartagena, también lo hizo la música campesina de Puerto Rico, la llamada “música jíbara”, mediante la cual se conocieron canciones e intérpretes, de quienes muy pocos cartageneros sospechaban que existían. Por tal razón, las casetas y clubes de los barrios marginales se veían inundadas, los fines de semana, por un repertorio de música africana y puertorriqueña, que también se escuchaba en las emisoras, donde algunos de esos temas se convirtieron en clásicos de la rumba popular cartagenera.

Mañe Vargas suele recordar que antes de que la música africana fuera denominada como “champeta”, los locutores que habían iniciado sus labores en programas de salsa optaron por llamar al soukus “salsa africana”, mientras que a la música proveniente del Caribe anglófono y francófono le denominaban “haitiano”, independientemente de su procedencia.

El investigador Nicolás Contreras Hernández asegura que la palabra “champeta” es de origen africano y perteneciente al complejo lingüístico bantú, de donde se define como “cuchillo de hoja curva o filo curvo”, semántica que también es utilizada en varios países de Centroamérica y en Venezuela. En algunas de esas poblaciones de esos mismos territorios también se pronuncia como “chambeta”.

En cuanto al Caribe colombiano, hay zonas de los departamentos de Bolívar y Sucre donde a esa misma herramienta se le designa como “champa” o “chambelona”.

En todo caso, en la Región Caribe colombiana la champeta siempre ha sido el cuchillo que utilizan las amas de casa en la cocina, para seccionar las carnes, las verduras y el resto de comestibles que se consumen diariamente en familia. Se diferencia del machete por ser más pequeño, pero un poco más grande y ancho que el cuchillo que hace parte de los cubiertos que se colocan en la mesa a la hora de comer.

Algunas veces los cuchillos que usan los carniceros para sacrificar el ganado y porcionar las carnes, también son llamados champetas. Al respecto, el locutor Armando Morelos narra que, en los años setenta, los principales admiradores de las músicas africana y jíbara eran los comerciantes y rebuscadores del Mercado Público del barrio Getsemaní, quienes en las tardes sabatinas y dominicales envolvían sus cuchillos en periódicos, se los guardaban en la pretina del pantalón y se iban a bailar a las casetas de los barrios marginales.

Justo Valdez, músico del Caribe colombiano.

“Cuando esos carniceros —agrega Morelos— apretaban a la pareja y se inclinaban un poco sobre ella, se les veían las empuñaduras de las champetas sobresaliendo de la parte trasera del pantalón. Por eso, la gente comenzó a calificarlos como ‘champetúos”; y a la música africana, le decían ‘champeta’”.

Como se ve, el término “champetúo” empezó siendo despectivo, pues se usaba para ofender a los habitantes de los barrios marginales, puesto que se creía que a todos les gustaba la música africana, que supuestamente era la causante de las trifulcas y los consiguientes heridos y muertos. Pero, al mismo tiempo, el término “champetúo” se usaba como sinónimo de ordinariez, mal gusto, grosería y pésimos modales.

Tal como sucedió en Cartagena con la salsa en los años sesenta, que fue estigmatizada como “música para marihuaneros”, a la música africana también se le acuñó la marca de que supuestamente era la música de los maleantes, los drogadictos y las prostitutas, pero de los barrios pobres. Evidentemente, esa estigmatización llevaba sobre sí una carga discriminatoria y racista, puesto que la mayoría de los habitantes de las zonas pobres de Cartagena eran negros y, por lo tanto, se generalizaba sin ningún miramiento en cuanto a las supuestas negatividades de la música africana.

(Continúa aquí)

Escritor y periodista colombiano. Autor de dos antologías de crónicas: Noticias de un poco de gente que nadie conoce, (Ed. Pluma de Mompox, 2007) y Crónicas de la región más invisible (Universidad de Cartagena 2010). Es uno de los conductores del programa radial Música del Patio, que se emite por la emisora UDC Radio, de la Universidad de Cartagena.

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