La desafortunada celebración de la muerte, por Eduardo Viladés
Publicado por Eduardo Viladés
Hasta que se marchó, pensaba que nuestra vida era un plano secuencia con fundidos en negro cuando dormíamos. De repente, todo se volvió oscuro, aunque yo intentaba que el fulgor que desprendía no se apagase, intentaba seguir protagonizando esa película en la que él ocupaba un lugar estelar.
—Cariño, papá se ha muerto.
—Ya. ¿Y cuándo vuelve?
De repente, la llamada de todos los días desapareció. A las seis de la tarde aproximadamente, algunos días a las ocho si le pillaba echando una cabezada. Jamás por la mañana porque estaba ocupado estudiando, su gran pasión. Con los años se había vuelto un auténtico cascarrabias, aunque el carácter se le había dulcificado. Estaba continuamente enfadado pero porque le hacía gracia, no porque estuviera en guerra con el mundo, al contrario, se reía en su cara. Como él mismo decía, ya no era participante sino espectador y no le tenía miedo a nada. Eso sí, protestaba por lo bajini, sin que se notara, una de las constantes en su vida. Papá, el hecho de que pongas el silenciador no significa que dejes de refunfuñar, solía decirle cariñosamente. Estuve dos años esperándole, en especial en aquellas circunstancias en las que había mucho trajín de personas, en las que alguien salía de un sitio, del teatro, del cine, de la tienda de ultramarinos. Me quedaba parado en la puerta pensando que aparecería en cualquier momento con su metro noventa de estatura y sus andares de galán del Hollywood clásico. Saldría el último. Era muy parsimonioso y no le gustaba empujar a nadie para ocupar la primera plaza porque, aún llegando en el pelotón de cola, daba siempre la sensación de que ocupaba esa primera posición. Un día me di cuenta de que ya no volvería. Cuando todo el mundo había salido, la puerta se cerraba y no quedaba nadie, solo yo y mi imaginación. Al percatarme de que lo que me había dicho mi madre era verdad empezó a aterrarme la idea de olvidarle, tenía miedo de que la memoria me jugase una mala pasada y un día no recordara su cara más allá de los viejos álbumes de fotografías.
Álbumes de fotografías a modo de instantánteas de lugares extintos, frases de personajes célebres que han desaparecido, ciudades míticas que ocupan los libros de historia… De ese modo da la bienvenida al espectador la versión teatralizada del Réquiem de Mozart.
Señora tan blanca en el Romance del enamorado
Morada sin pesar en Jorge Manrique
La nave que nunca ha de tornar en Antonio Machado.
La Veterana Infalible en Nicomedes Santa Cruz
… O el padre que se desvanece en el texto del comienzo, extracto de una de mis obras literarias con la muerte como protagonista. Porque lo peor de la muerte no es que desaparezca esa persona, sino que desaparecen los recuerdos adyacentes a ella, justo lo que sucede al hijo que busca desesperadamente a su padre en los lugares a los que solía acudir. Porque, como aseguró Lope, al final todos perecemos y hasta los gusanos nos desprecian…
Sábado 2 de octubre de 2021, siete de la tarde, Palau de Les Arts Reina Sofía de Valencia. En compañía de Christopher, musicólogo francés y experto en arte centroeuropeo del siglo XVIII, acudo a la representación del Réquiem de Mozart. La Ópera de Valencia comienza la temporada lírica con el estreno en España de la versión teatralizada de la inacabada obra del compositor austriaco, realizada por Romeo Castellucci bajo la dirección musical de James Gaffigan. El elenco cuenta con las voces de Elena Tsallagova, Sara Mingardo, Sebastian Kohlhepp y Nahuel Di Pierro.
Castellucci, uno de los protagonistas del espacio teatral vanguardista en Europa, da un giro al concepto original de la misa de difuntos ideada por Mozart para plantearla como un canto a la vida. En la rueda de prensa previa al estreno, James Gaffigan remarcó el gran trabajo de Castellucci con su puesta en escena que, en su opinión, no distraía al espectador ni ensuciaba la música de Mozart. Tanto Christopher como yo discrepamos con el punto de vista del neoyorquino. Si Mozart levantase la cabeza, volvería a meterla corriendo bajo tierra. No existe coordinación entre la maestría del Coro de la Generalitat, excepcional en uno de sus trabajos más complejos y exigentes, y la Orquesta de la Comunidad Valenciana, sublime en el foso, con la puesta en escena, el vestuario y la coreografía. Asimismo, distraen al espectador y no aportan absolutamente nada una sucesión de rótulos blancos sobre fondo gris que intentan emocionar aleccionándonos sobre la fugacidad de la vida. En muchas ocasiones, no se leen con claridad. En otras, la información que dan es insustancial, como una retahíla de plantas que ya no existen o vocablos en lenguas muertas. Parece que el informático encargado de lanzar esos rótulos se haya metido en Wikipedia o en Google con el comando de búsqueda ‘objetos, personajes, edificios y culturas que han desaparecido’. Parece, en definitiva, que se pretenda educar al espectador con simbología de andar por casa.
La composición de la obra está rodeada de misterio. El Réquiem fue encargado a Mozart por un desconocido enviado por el conde Walsegg, un músico aficionado que deseaba que el compositor escribiese una misa de difuntos para el funeral de su mujer. El hecho de no presentarse él mismo y enviar en su lugar a un desconocido, que vestía completamente de negro para permanecer en el anonimato, responde a su verdadera intención, que no era otra que apropiarse de la composición y hacerla pasar como propia. Mozart se encontraba en un momento muy complicado. Su salud decaía y estaba muy abatido desde el adiós de su padre. Incluso se cree que estaba obsesionado con su propia muerte, de ahí que la leyenda apunte a que escribió el Réquiem para sí mismo. El conde no pudo finalmente cumplir su cometido porque Mozart murió antes de terminar la obra. Sólo llegó a componer los primeros compases del Lacrimosa y fue su discípulo Süssmayr, quien completó la instrumentación y las partes que faltaban. Sea como fuere, el Réquiem constituye el culmen de su talento artístico y el dominio de su oficio como compositor y lo erige como uno de los músicos más importantes de todos los tiempos. Algo que no vemos en este montaje y en lo que está plenamente de acuerdo Christopher tras años de análisis del panorama musical europeo y que ya experimentó en el estreno internacional del Réquiem en el Festival de Aix-en-Provence, en 2019. Hasta el vestuario no responde a ningún motivo particular. Trajes regionales conviven con pantalones vaqueros sin ton ni son, bailes que asemejan una sardana sin ningún tipo de coordinación, pierna hacia arriba, hacia abajo, vuelta atrás, todo ello aderezado con la infructuosa búsqueda de la emoción que intentan provocar los rótulos informándonos de que el Tiranosaurio Rex y los Jardines colgantes de Babilonia ya no están entre nosotros.
La idea inicial de Castellucci, que el Réquiem se oponga a lo que cabría esperar de una misa de difuntos, que no sea un espacio de lamentación sino de celebración de la vida, fracasa estrepitosamente. Dudo mucho de que Mozart buscase explorar el origen del fin, la esperanza de renacer, simplemente abordaba la muerte como el vacío más absoluto. Como espectador, incomoda muchísimo la descoordinación entre las voces del coro, excelsas y desgarradoras, con el forzado espectáculo del escenario, que busca la transgresión y el optimismo de portal sin lograrlo. El dolor por vivir aprisiona, se pega al cuello, al estómago, como una larva, te envenena lentamente. Cuando ciertas personas deciden irse, en realidad ya llevan muertas mucho tiempo, la muerte oficial es tan sólo una liberación, no una celebración llena de confeti y colores estridentes como este Réquiem intenta transmitir. Porque la muerte es una vida vivida y la vida es una muerte que viene. Siempre Borges.
Fotografías: Réquiem - ©Miguel Lorenzo y Mikel Ponce LesArts