Narrativa

La carta, un cuento de Federico Serralta

“Quiero hablarte extraño y que abras los ojos…”, así comenzaba la carta que quería escribir la semana pasada. Quería volver a un arte perdido, al sangriento puño y letra, a ese arte que necesita tiempo, paciencia, crudeza, locura y un sinfín de vastos y escurridizos escalones mentales. Encerrado en una ilusión casi anárquica, busqué, en el nostálgico papel, algún escudo que me proteja de estos tiempos. Mi cabeza bailaba en un absoluto descontrol y soñaba constantemente con el misterio de por qué cuando queremos enfatizar algo triste o bello recurrimos al pasado, mareándonos en nuestra memoria para darle sentido a un futuro que no conocemos ni conoceremos, plagado de misterios, pero atado irremediablemente a nuestras frágiles e incontrolables decisiones hasta llegar al punto culmen de querer escudarnos en el pretexto de las improbabilidades y casualidades sólo para justificarlas.

Siempre quise escribirle a una persona al azar. Me fascinaba la idea de desconocer sus pasiones, sueños, deseos, aspiraciones, tristezas, fracasos. Todos esos profundos sentimientos que nos atormentan por las noches, pero los más afortunados se esconden durante el día, durmiendo apaciblemente en ese inconsciente tan necesario para sobrevivir, aunque sea un día más.

La idea surgió después de caminar incansablemente durante varias noches, viendo todas estas personas, hambrientas, deseosas, arrastrándose por penumbrosos callejones, buscando alguna conexión celestial con la fugaz dinámica que otorga el cielo estrellado, en los fríos techos alumbrados, estremeciéndose en el crepúsculo, sometiendo sus mentes al purgatorio, noche tras noche, en bailes interminables, abrigados, encendiendo cigarrillos y haciendo postales que sólo recuerdan en sus pesadillas, pesadillas que sólo sirven para despertar, escapando de su sombra, arañando el tiempo para que no se escurra, escarbando hasta la última gota de fugaz libertad, encontrando la paz en el ritmo, succionando la humedad de esas sucias paredes, parloteando, susurrando y vomitando memorias y hechos que no ocurrieron, convirtiéndose en falsos conversadores socráticos de una verdad que nunca llegaron a vivir, siendo apuestos científicos del medioevo, sueños, sueños, sueños, sólo para absorber esa sensación de escaparse rebeldemente de los infortunios de la monotonía, tan temida, tan odiada, tan amada, tan segura.

Los observaba, y percibía su falta de pasión por la vida, los veía atrapados, gritando en un intenso vacío, desnudos de toda convicción, enjaulados en viles estuches de cristal, viendo hacia fuera pero sin ningún tipo de poder para romperlo y podes ser libres, atados, gritando, aullando como feroces lobos, tan cerca pero a la vez tan lejos, pero su voz no se oía, gimiendo interminable e inútilmente, tratando de reír pero quebrándose en un fuerte llanto, dementes, dementes de tantas pesadillas, ebrios de la realidad que se acerca, en la eterna lucha frenética del tiempo entre la noche estrellada, y el amarillo pero oscuro amanecer, y lentamente se desvanecen caminando con sus zapatos llenos de sangre, creando suspensos suicidas, y al final sólo queda rendirse, esperando nuevamente su eterna y aburrida vida, en aquellas dolorosas y doradas madrugadas.

Los seguía mirando, y más ganas de escribir nacían, contemplaba su imitación, los lamentos de sus clones, la explosión de toda autenticidad lanzada a la dura autopista, exigiendo compasión, reclamando y cayendo de rodillas desesperadamente ante su creador, la omnipotente sociedad, rogando por la salvación de sus vacías almas, buscando, aullando nuevamente como lobos y luego gimiendo en silencio, pero no lo encuentran, sólo asienten, pasando los días como momias, escabulléndose, mudos, temblorosos, tan pesados como la luna, uniéndose en una prosa limpia y pura, donde en realidad ellos son, y se encuentran al borde del abismo, saltando frenéticamente, balanceándose en una felicidad efímera, espantados sin poder creerlo pero sintiendo el sabor de la fugaz libertad, del jazz más genuino libre de reglas, ausente de todo creador, parándose uno frente a otros, sin vergüenza, plácidamente drogados en una súbita inspiración donde se encuentran sin ataduras.

Comencé a escribir, todo era muy claro, era como si la trompeta de Miles Davis hubiera dominado mis manos, mi cuerpo no paraba de moverse en un sinfín de histéricas conexiones, encontré nuevamente en el jazz la improvisación necesaria para escribirles a estas pobres, harapientas, drogadas y dominadas almas, los bombos sonaban en mi mente y con ellos un vasto ejercito de palabras se plasmaban sin temor ni limites en las interminables hojas, temblaba y parloteaba todas las ideas que surgían, la primera idea era la mejor, buscaba una idea visionaria, una carta que arrasara con toda creencia, que reanime hasta el cuerpo más deteriorado, resucitados en un vasto universo plateado, donde su libertad sea lo más valioso y no sólo esos leves minutos, mis dedos flotaban y se sentaban infielmente en cada párrafo. Al pasar las horas, comencé a ver luces verdes entrando por la ventana de mi habitación, en ese momento dudaba hasta de mis propios sentidos, era una noche fría, la música sonaba cada vez más fuerte, desnudando mi cerebro alucinando borracheras sobre marrones descampados, cada vez más inspirado, mirando la ciudad y drogándome con esas falsas luces de neón que llegaban a mis retinas al ritmo de las oraciones, la demencia, y la histeria comenzaron a empoderarse de mí, perdí absoluto control de la prosa y la rima, quería salvar a esas almas a todas costa, aunque sea salvar a una de ellas, que pueda despertar, en ese momento una fuerte tormenta descontroló mis pensamientos pero encontré en la combinación salvaje de truenos, lluvia y los agudos frenéticos y altísimos de la trompeta el trance que necesitaba para poder terminar esta carta salvadora, mi misión estaba por terminarse, tenía los ojos rojos carmesí y la respiración agitada, floreando erotismo literario, gotas de transpiración caían por mi cuerpo, estaba copulando, excitado, salvaje, insaciable, la salvación estaba en mis manos, y continúe en la cama, en la cocina, en el baño, eyaculando hasta la última gota de inspiración, hasta que la trompeta alcanzó su agudo más alto, alzando sus brazos sin despegar los labios del instrumento levantándolo lo más alto posible, sólo veía rayos blanquecinos dentro de mis parpados, los músculos lentamente comenzaron a ablandarse, mi cuerpo de sostuvo, se sostuvo… llegó el silencio, la soledad.

La niebla de un nuevo anochecer comenzó a entrar fríamente por las ventanas, no podía recordar nada de la noche anterior, mi cabeza relampagueada furiosamente con un dolor incontrolable, lentamente me levanté y sentí como las botellas iban cayendo, algunas se rompían, desparramándose en plena libertad por todo el apartamento. De a poco, las garras tenebrosas del tiempo fueron aniquilando la luz del sol, resucitando las numerosas sombras en su danza nocturna por aquellas olvidadas calles, ese no era mi caso, sentía que había vivido mil vidas, solamente deseaba encontrar el eje de mi débil, marchito y anestesiado cuerpo, necesitaba reunir fuerzas y recuperar mi golpeada memoria lastimada por los estimulantes injeridos hacia pocas horas. De pronto algo llamó mi atención, debajo de la puerta de entrada había un sobre. Mi visión estaba borrosa y con gran cautela, comencé a acercarme para recogerlo. En un esfuerzo muy grande lo alcé, contemplé, y leí el nombre del destinatario, en ese momento, virtuosas imágenes ingresaron en mi mente con una violencia digna de una epifanía, recuerdos, olores, y sentimientos de horas pasadas volvieron a nacer en mí, una fuerza incontrolable se apoderó de mi voluntad y vorazmente abrí con temor la carta, bastándome sólo con leer las primeras líneas para saber qué era… “Quiero hablarte extraño y que abras los ojos…” así comenzaba la carta.

Imagen: Archivo.

Abogado para vivir. Letras, música y cine para intentar encontrar sentido a aquello que no lo tiene.

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