La mística detrás de fumarse un cigarrillo
Son varios años los que llevo poniéndole clavos a mi ataúd con la delicia de un masoquista indolente, ciertamente me reconozco como un hombre con propensión a los vicios, o un vicio con el gaje de ser hombre. Hace varios años que he dejado algunos, por lo menos los que me parecían más degradantes para mi cuerpo y espíritu. Hoy en día no uso drogas, y creo haber probado todas las que era posible conseguir en mi país, y vaya que son legión. Empero hay dos vicios que no he podido abandonar, uno porque francamente no me parece contraproducente aunque a veces me resulte algo ingrato, me refiero a la escritura. El otro es el que inspira este texto, y que con el paso del tiempo he ido ligando a mi hábito de pensar y contemplar, instancias imprescindibles para poder escribir: fumar, el cigarrillo, el tabaco.
Desde niño estuve rodeado de fumadores, mis abuelos lo fueron, la primera vez que probé un cigarrillo fue casi una aventura, recuerdo que fue haciendo un mandado a mi abuelo, comprando sus sagrados cigarrillos antes del almuerzo. Un día me atreví a encender uno y aspirar su contenido. Todo concluyó en tos y un par de chancletazos por la osadía de mi acto, pero más bien por dejarme delatar por el olor a tabaco. La reprimenda me quitó las ganas de fumar, al menos hasta que llegué a la pubertad y empecé a tener encuentros clandestinos con mis compañeros de bachillerato, donde bebíamos alcohol barato y fumábamos cigarrillos mentolados. En aquel entonces lo hacíamos como un acto de rebeldía, por desafiar la autoridad, pero también como emulación de la vida adulta, niños jugando a ser hombres. Era casi un ritual de grupo, a ninguno se le ocurría fumar por su cuenta, solo. Era impensable.
Con el tiempo y la costumbre algunos nos reafirmamos en el hábito, otros lo dejaron a un lado, fuimos contados los que quedamos con esa venenosa afición. Sin embargo la pulsión detrás de los motivos por los que cada uno lo hacía era distinta, por ejemplo: quienes lo hacían por ansiedad, quienes lo hacían porque les parecía que les daba estilo, los que estaban condicionados a hacerlo siempre que bebían, quienes lo hacían sin saber por qué. Y estaba yo que lo hacía porque según mi parecer, me ayudaba de alguna manera a concebir mis ideas y organizarlas mientras el pitillo se incineraba entre mis dedos.
A medida que afiancé en esta práctica, paralelo a ello, llevaba a cabo luchas, resistencias, experimentos, descubrimientos, victorias y fracasos, en torno a esa simple pero titánica carrera de conocerse y aprender del mundo. El cigarrillo siempre estuvo ahí. Era una suerte de vela que apagar como signo de otra etapa superada, como en los cumpleaños. Yo era el pastel. Siempre estuve solo en todas estas experiencias, no porque nadie me acompañara, sino porque me aislaba del mundo en mis adentros para valorar lo ocurrido, las circunstancias, mis sentimientos; el cigarrillo siempre aparecía, como un faro al que llegaban los barcos metafísicos cargados de ideas y ocurrencias, una que otra reflexión, mientras el mundo hacía de las suyas conmigo.
Todos y cada uno de los cigarrillos que auspiciaron esos y otros instantes, son el mismo cigarrillo, la misma brasa, la misma colilla, un eterno reencuentro, un eterno retorno. Cada vez que he tirado una ojilla en medio de la calle, el espíritu suyo emerge del pucho y reencarna en otra cajetilla en un cigarrillo cualquiera de la veintena o la docena que cómodos y aglomerados solo esperan a que llegue hasta ellos al azar, pero siguiendo una arista invisible y programada hace eones por una serie de efectos y causas en las que yo, solo soy otro efecto y otra causa, tal vez para darle sentido a la existencia de aquel cigarrillo que me espera, el único objeto que a lo mejor, de verdad existe.
Ese cigarrillo unigénito puede que sea una condensación de monadas carbonizadas por algún dios incorpóreo, que apagará el mundo cuando termine de fumarlo. Ese mismo cigarrillo es la historia del universo al que se ha venido fumando; nosotros solo seriamos, en el mejor de los casos, las diminutas moléculas de nicotina; la causa de su adicción, la razón por la cual no se ha decidido a ponerle fin a todo. Puede que ese dios fumador despierte todos los días con la intención de dejarnos, y lo postergue para el día siguiente “después de un cigarrillo más, el último y ya” y en esa procrastinación a voluntad se hace más dependiente de nosotros sin darse cuenta. Todo es un atributo divino, dice Spinoza, concuerda Leibniz y apoya Maimonides. Pascal, consideró que nada existe en vano, ni siquiera el mal. Swedenborg, Bruno y algunas doctrinas gnósticas pensaban que el hombre es solo un reflejo del universo, un mundo dentro de otro, productos de la emanación de un dios arcano. De ser así, el fumador sería las células cancerígenas de ese dios y su universo, una emanación defectuosa, pero existente, por ende necesaria.
Pienso que tal vez es el cigarrillo quien elige al fumador y, artimañas del ego nos hacen pensar que es lo contrario. Puede que todos los pitillos que fuma un hombre a lo largo de su existencia estén contados, y que deja de hacerlo cuando se fuma todos y llega hasta el último que estaba deparado para él, cuando culmina su cuenta, la porción de muerte que le había sido heredada desde antes de haber nacido. Nadie podría negar la posibilidad de que a lo mejor todos esos cigarrillos, forman uno solo, que se mide por metros o kilómetros y que la carrera de todo fumador es llegar al límite de ese medidor, a la velocidad que más le guste.
El fumador no necesita el aire, tiene su propio aire, lo enrarece exclusivamente para él. Se resiste al oxígeno y su pureza, en realidad solo respira cuando sus labios presionan el puchero, se asfixia en la oscilación entre un cigarro y otro. Sus pulmones son el refugio de la extinción que necesita, que lo expía y lo socorre de una vida sin la dosis de ansiedad necesaria para ponerse en marcha, el fumador es un barco a vapor cuyo único combustible fósil, son el tabaco y la nicotina; es todo lo que necesita para cruzar a buen ritmo la angustia y el tedio en que navega, siempre que haya que fumar, el clima será bueno para levar anclas e izar las velas, su puerto es uno solo, el mismo de quien fuma o no, la muerte. El fumador llega hasta ese muelle, indolente, resignado, con cierto estilo; mortífero y agotado, pero suyo a fin de cuentas.
El fumador se ha marcado con el gris cada vez más negro de sus encías y pulmones, para distinguirse con alquitrán y ceniza, como descendiente de otra raza de hombres, los hijos del humo y el tabaco. El resto de mortales de la otra especie, los que se hallan libre estos nocivos aditamentos, suelen mirar al fumador con recelo; por encima del hombro, a veces con desprecio manifiesto. Culpan al humo o a su olor particular, ese que con el tiempo incluso llega a avisar cuando su presencia es allende. Pero en realidad lo evitan a él, a este hombre de tez seca y amarillenta, de dedos inquietos y tos repentina, no por los gajes de su vicio, sino por su propio placer indolente y su indiferencia emocional, por su suicidio lento y paulatino, pero de aires cándidos y gozosos. No soportan ver que haya escogido la muerte con tanta parsimonia y gallardía, sin orgullo, pero sin vergüenza alguna. Se resisten a su presencia porque no se sienten reflejados en su valor sino más bien intimidados ante su despótica inclinación hacia la elegante decadencia. Muchos desearían recurrir con la misma paciencia y valor, a la cobardía de abrazar a la muerte con tanta asiduidad y sin recelo, primero por placer y luego por necesidad.
La lista de fumadores insignes es vasta, por poco inabarcable, poetas, científicos, políticos, escritores, músicos, pintores, pensadores y artistas de todo tipo, se dan cita en este hábito que no es de genios, ya que de sobra también hay muchos imbéciles fumando. Para diferenciarlo es preciso ver la disposición de cada uno, como producto de esa dialéctica entre el tabaco y su quehacer. Qué pasa por su cabeza y corazón, mientras la nicotina recorre su torrente sanguíneo, y el dióxido de carbono abraza sus bronquiolos. La reacción fisiológica puede ser la misma, bien, pero los movimientos del espíritu, deliberadamente subjetivos y, es a través de ellos donde el genio fumador se separa del fumador del montón, uno se inspira y el otro simplemente aspira. Uno fuma para pensar y reflexionar, y otro para evadir sus pensamientos. Ambos mueren a voluntad, pero uno hace de esa muerte algo más allá de sí, la convierte en una digna representación de sus adentros. Logra asir la nada a través del humo que se le escapa, lo transfigura en representaciones pictóricas, letras, notas musicales.
Quizás para esto fue concebido originalmente el habito de fumar que fundaron esas civilizaciones mesoamericanas, para crear, darle cierto aliño al alma mientras lleva a cabo la fundición de las ideas con la materia. Hacer de lo abstracto, práctico y de lo práctico un asidero de abstracciones. Como toda tradición sacra es normal que lleguen blasfemos a profanarla. A estos les espera el cáncer y la degeneración física, como a todo fumador. Pero a diferencia de quien hizo del cigarrillo un cómplice de su inspiración; estos se quejan y maldicen la hora en que empezaron con su vicio. Mientras que los otros, incluso asistidos con respiración artificial, con enemas pulmonares y esputos sanguinolentos, agradecen a cada cigarro que desapareció entre sus manos por todo lo que son y llegaron a ser. Mueren como mártires que a pesar de la ignominia del dolor no reniegan de su fe.
A lo mejor la humanidad no llegará a su final hasta que el último hombre se fume el último cigarrillo. Esto tal vez ocurra después de las bombas y los cataclismos, cuando algún omega man camine entre los escombros, buscando una colilla, un cigarro partido, algo de tabaco que enrollar, para darle una aspirada y con la bocanada de humo final, lanzar los versos del epitafio con que habrá de despedirse la humanidad de la faz de la tierra, algo así como “El tiempo se ha fumado el olvido de lo que fuimos, y de nosotros no quedaran ni las cenizas de nuestros recuerdos” Espero ser ese último hombre, pero no por el honor de sobrevivirle a todos, sino para no dejarle ese último bocado de humo a más nadie.
Imagen: Archivo.
One Comment
A. Lambert
El cigarro es ese compañero fúnebre al que creemos invitar a nuestra desolación y angustia, con el que compartimos el placer, pero es el el que nos lleva de la mano a la tumba, exhalando un poco a poco nuestra alma corrompida, es el quien realmente nos consume a nosotros