Mi libro, un cuento de Sebastián Grasso
La lluvia golpeaba fuerte contra los cristales de los altos ventanales de mi piso. Había estado así durante toda la noche. En esta maldita ciudad cada noche ocurría lo mismo.
Mientras, me encontraba yo sentado en uno de los sillones de estar, contemplando la tormenta a través de las ventanas. Apenas le prestaba atención, y para ser honesto, he de decir que mi mente más bien se hallaba en algún otro lugar, o acaso lo correcto sea decir en algún otro tiempo. Ocurre que cuando uno atraviesa aquellos momentos de torturante vacío no deja de preguntarse, e incluso tal vez de reclamarse, qué fue lo que uno hizo mal. Qué pudo ocasionar semejante tragedia espiritual. Lamentablemente, en mi particular caso, la respuesta jamás llegaba.
El vidrio me devolvía el sombrío reflejo de mi rostro. Aquella fantasmal revelación ocasionó un escalofrío que me heló la sangre. Costaba aceptar que aquel fuese yo, aquel que hasta hace nada se sintiese orgulloso y seguro de sí mismo. Resultaba curioso, créanme que lo es, contemplar la sucesión de hechos en mi vida como si de un bizarro y sinsentido film de drama se tratara. Tal vez, se me ocurrió, la clave de toda mi angustia era precisamente aquello, el sinsentido, pues entendía ahora, con pesar y un poco de horror, la carencia de rumbo en mi ya avanzada vida.
Creyéndome tenerlo todo, había dejado de lado aquellas inquietudes de la juventud, preguntas complejas, preguntas que de hecho, tal vez conocían de antemano la imposibilidad de una respuesta. Sucede que el Poder, aquello que los hombres confunden con dinero, mujeres y sometimiento, no es otra cosa que la voluntad de preguntar. Y yo, en mi soberbia y éxito banal, lo había perdido todo. Ahora en cambio, estaba exhausto, roto, marchito. Mi tiempo había pasado, y en mi estúpida vanidad, creí haberlo aprovechado.
Sin embargo, y pese a aquel patético lamento, esa noche había tomado una determinación: terminar mi último trabajo. Éste aguardaba pacientemente en mi escritorio, a la espera de su tan ansiada conclusión. Sacudiéndome aquel entumecimiento, me senté frente al libro y tomé la pluma. Abriendo el pesado volumen en sus páginas finales, me dispuse a escribir. Entonces caí en la cuenta de que no tenía la menor idea de cómo seguir. Luego de permanecer algunos minutos en completo silencio, y como tantas otras veces antes, el abatimiento se abalanzó nuevamente sobre mí. Me resultaba imposible imaginar aquel final.
Sintiéndome vencido, tomé el abrigo, y decidí salir a aquella fría noche invernal. Con aquel diluvio, temía arruinar el sobre que siempre me acompañaba cuando salía, sin embargo, la expectativa de cargar con un paraguas no me interesó, y me dije a mi mismo que poco ya importaba.
Normalmente, durante mis largas caminatas de madrugada, recorría aquellos oscuros y pretendidamente olvidados barrios de la ciudad. Barrios a donde las personas de bien acuden en manada a cometer actos que se supone deberían ser cometidos por personas de mal. Pese a esto, siempre he pensado que dichos tugurios son en realidad los confesionarios de nuestro tiempo. Sí, aquellos oscuros recintos donde los hombres se despojan de todas sus ataduras morales, abandonándose a la miseria que realmente son. Eso sí, lejos de la inquisidora mirada de la sociedad. En efecto, era en esos lugares en donde mayor consciencia de mí tomaba. Aquella experiencia se convertía en un espejo existencial en donde algún resquicio de paz y tranquilidad por fin era encontrada.
Sin embargo, aquella noche no. Necesitaba otra cosa. Silencio, soledad, también un poco de frío. Decidí entonces caminar por la orilla del río, pues seguramente con aquel tiempo, el camino estaría desolado. Desconozco el tiempo que deambulé por la ribera, lo cierto es que aquella solitaria travesía contribuyó a aclararme las ideas. Si el final del libro aún se me antojaba incierto, he de decir que al menos en aquel momento tenía yo ya cierto acercamiento.
Pensaba entusiasmado en este simple hecho, caminando de regreso, cuando entonces la vi. Solitaria como yo, mirándome fijamente, parada en medio del camino. Tanto tiempo sin verla, se me antojaba más imponente.
—Se me hacía extraña ya tu prolongada ausencia— le dije.
Sonriendo levemente, me respondió:
—Lo siento, pero necesitabas tu tiempo y creí prudente esta distancia.
—Lo se, lamento no haber sido capaz de verte aún. He sido, hasta el momento, incapaz de terminarlo.
Me miraba, con aquella tenue sonrisa aun. Todas sus facciones transmitían paz y serenidad.
—Entiendo, no debe ser fácil, presionado como has estado. Sabes, creo que ha sido una buena decisión.
Viendo mi desconcierto ante aquella aseveración, se apuró en continuar.
—Alejarme un tiempo, digo. Pareces algo más tranquilo.
—No ha sido hasta hace un momento. Ahora que lo pienso, creo que estuve al borde de abandonarlo.
Sus claros ojos, ahora algo alarmados, no paraban de estudiarme.
—No deberías, es una buena historia, y dejarla inconclusa a esta altura, sería decepcionante de tu parte.
Pensé un momento, antes de responder. La cortina de agua cedía.
—Tal vez. A esta altura, ni siquiera estoy seguro ya de ello. Pero debo terminar, como sea. Lo he prometido, y me queda al menos mi palabra.
—Temí al principio que olvidaras tu compromiso.
Desvié mi mirada hacia la otra orilla, al tiempo que respondía:
—Reconozco que me vi tentado a ello, no obstante, tarde o temprano sabía que llamarías.
La tormenta había menguado bastante, pero el gélido frío comenzaba a volverse insoportable. Como si de alguna manera adivinara mis pensamientos, ella dijo:
—Deberíamos caminar y mientras lo hacemos hablar sobre el final de tu libro.
Nos pusimos en marcha entonces rumbo al viejo puente de la ciudad, camino a mi hogar. La caminata era lenta, pero constante. Algo dentro de mí, me impedía ir más rápido. Ella parecía no tener apuro alguno.
—No soy capaz de comprender ahora si el final que imagino es el que soñaba. Tampoco si es el que merece, pero al menos, creo, es honesto. Eso me tranquiliza.
Ella continuaba sonriendo, pero ahora además, parecía reflexionar.
—Tal vez ningún final sea el que soñamos. Sin embargo, no necesariamente deba serlo. A fin de cuentas, sólo se trata de eso, de una conclusión acerca de algo.
—Puede que así sea. Pero tengo la necesidad de ser dueño total de él. Temo que si lo dejo en manos de otros, cuando ya no sea capaz de mí mismo, éste sea un vacío absoluto.
Silencio. Me quedé pensando. Y completé:
—Un sinsentido. Siento ese momento acechando.
Sobre la boca del puente, volteó a mirarme. Sentí desnuda mi alma. Me detuve.
—Sabes que eso lo decides tú. Ese es el trato.
—Sigo sin entender por qué.
Ella reanudó la marcha rumbo al puente. Estaba oscuro y no cruzaba nadie por él. Caían aun del cielo algunas gotas sobre la superficie empedrada. Sólo cuando llegó al primer arco de aquella antigua estructura respondió:
—Las personas se jactan a menudo de luchar por la Libertad. Enarbolan esa bandera cual dogma sagrado. No obstante, rehuyen toda su vida de la única decisión que deberían tomar con pleno ejercicio. En cambio tú, aquella noche, me prometiste lo contrario.
Un estremecimiento recorrió mi cuerpo, al tiempo que yo palpaba, casi como reflejo, el sobre en mi abrigo. Ella pareció percibirlo. Repuso:
—Lo llevas hace tiempo. Supongo que allí lo has escrito.
Dudé. Tras largos segundos, segundos eternos, respondí.
—Algo así. He pensado en cambiarlo, en desecharlo, hasta en olvidarlo. Pero siempre termino en él.
Una nueva sonrisa, aún mas compasiva. Ella parecía comprender precisamente lo que sentía en aquel momento, mientras nos acercábamos al arco central del puente. Resultaba desconcertante aquel ser desconocido, y a la vez tan familiar. A medida que avanzábamos, cada vez más lento, como quién está a punto de detenerse para despedirse de su compañero, fui resignándome ante la inminencia de la verdad. Tal como le había dicho, el final siempre había estado ahí, dentro del sobre en mi bolsillo.
Me detuve.
—Ahora que lo pienso, creo que algo dentro mío ha resistido todo este tiempo. Sobre el final del libro. Quizás nada que pudiese haber hecho distinto lo cambiaría, ¿no es así?
—Temo que la respuesta la tienes solo tú. Es tu libro. Es tu final.
Es mi final, asentí. De modo que, tomando el sobre del bolsillo interno del abrigo, lo acerqué a modo de ofrenda a mi compañera. Me miró en cambio, sin hacer amago de tomarlo. Su rostro denotaba una mezcla de diversión y sorpresa.
—No es necesario. Tu debes escribirlo.
Asentí una vez más mientras me quitaba el abrigo. El frío calaba hasta los huesos, pero ahí, de pie en aquel centenario y silencioso puente, comprendía que por fin, y tras un largo recorrido, estaba más cerca de concluir mi obra de lo que nunca lo había estado. Había dejado de llover. Así, dejando el abrigo con cuidado en el antepecho del puente, me volví a mirarla. Sonreí.
—Ya es hora, le dije.
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y me sonrió. Aquel frío descorazonador desapareció. De pronto todo desaparecía. Y lo más sorprendente de todo, nada importaba ya.
Salté.