Textos de autor

La utilidad del deseo

Escrito por Fernán Correale

“Sólo hay una fuerza motriz: el deseo”.
Aristóteles

Saber qué se desea es el primer paso, una vez dado, no hay vuelta atrás, como sentenció Kafka: “A partir de cierto punto ya no hay vuelta atrás. Hay que llegar a ese punto”. Y eso sucede con la literatura, más precisamente con la lectura, sea de ficción, tanto narrativa como cuentística, pasando por el ensayo y, obviamente, la poesía. Escribió Voltaire: Sólo es inmensamente rico aquel que sabe limitar sus deseos. No pienso que haya que limitarse en la lectura, pero sí delimitar, quiero decir, crear un nicho, ser fervientes acólitos de una tradición, siguiendo a los epígonos, sin juzgar, pero eso no quiere decir perder el juicio. En otras palabras: no perder el ojo avizor, como los altos versos en caída libre de Altazor, que van marcando, en un gran puzle perfecto, los hitos de una caída, infinita, circular, de alta estética, rozando lo sublime.

En la literatura lo importante es no juzgar como se ha dicho arriba, pero sí discernir, con ojo crítico, el nervio óptico, está ahí siempre, concomitante. “Vivir sus deseos, agotarlos en la vida, es el destino de toda existencia” sostuvo Henry Miller. El antecesor de la Beat Generation. El que supo guiarlos en la tempestad, en esa realidad llena de claroscuros, como las pinturas del Romanticismo, sea Turner, sea Caspar David Friedrich y antes Goya o Rembrandt y, porqué no, el indómito Caravaggio. Hay que saber plantarse ante la realidad, para crear sentido, para desde ahí, dar batalla, ver más allá. Según Nietzsche, “quien con monstruos lucha cuide de convertirse en monstruo. Cuando miras largo tiempo al abismo, el abismo también te mira ti”. Por eso hay que aprehender de todos esos artistas desbocados, con una precisión de relojeros, milimétrica, como los que disparan y aciertan en el blanco, aunque alrededor, todo esté oscuro. Hay que destruir La torre oscura, por ende, hay que encontrar al pistolero. Siguiendo el libro de Stephen King.

“A un alma se la mide por la amplitud de sus deseos, del mismo modo que se juzga de antemano una catedral por la altura de sus torres”, acierta Flaubert. Y cada uno crea su propia catedral de escritores predilectos, hace listas, los interconecta, así hasta el paroxismo, de forma holística.

Al dolor se lo talla y se detalla, dice Gonzalo Millán, lo mismo sucede con el deseo, con su utilidad, y una de las formas de encausar ese deseo es a través de la escritura, donde la vida late, donde aunamos nuestras lecturas con nuestras experiencias o no, porque no todo es autobiográfico, aunque siempre se cuela algo de lo que guardamos, dentro de esos signos.

“El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona” pensba Hölderlin en Hiperión o el eremita en Grecia. «La naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como un extraño, y no la comprendo”.

Hay que saber hundir y hurgar en las entrañas del deseo, como si de una guerra se tratase, al deseo hay que salir a buscarlo, como a una mujer, hay que saber llegar y, eso, nadie te lo enseña, uno crea el mundo que necesita, a imagen y semejanza. Dice Macedonio: y yo creo que todo el arte es labor y muy ardua. En El Museo de la Novela de la Eterna. “Cada cual alcanza la verdad que es capaz de soportar”, dijo Nietzsche. Vamos tras ese deseo, con la precisión de un entomólogo, con la sapiencia de un neurocirujano. Equidistante el deseo al conocimiento y a la praxis del mismo. “Los deseos de nuestra vida forman una cadena, cuyos eslabones son las esperanzas”, pensó Séneca. Hay que aprender de los estoicos. Salir de la lágrima fácil, y emprender el viaje por esa senda oscura o clara, ese camino inhóspito que aparece en los primeros versos de La divina comedia. Hay que lanzarse, cual paracaidista, hay que sumergirse como un buzo en el ojo de dios, imaginaba Bolaño. Ahí estamos, en esas tormentas, en esas guerras náuticas pintadas por Turner, en esa niebla pintada por Friedrich, en esos retratos sanguinarios de Caravaggio, en esas mesas de disección de Rembrandt.

“Prohibir algo es despertar el deseo”, anotó en sus ensayos Michel de Montaigne. Pero varios siglos antes, ya había descubierto y reflexionado el poeta latino Ovidio que: No se desea lo que no se conoce.