Cartagena,  Opinión

Nacidos para la nostalgia

Ya no tengo abuelos. Los que tuve, todos son material para el otro mundo. Tal vez de un mundo en el que ya no sufren ni se exponen. Sí, se murieron viejitos, como aquellos que el mundo ha visto marcharse por el Covid-19. Tan viejitos los míos y aun sus risas, sus chiflidos y silencios se sienten por el patio de la casita del pueblo. Ahí donde se criaron mis primos y ahí donde también crecí yo. Nacer en Colombia, o en cualquier parte del mundo, te hace merecedor de dos pares de abuelos, dos por el lado de mamá y dos por el lado de papá. Son un obsequio muy valioso, que muchos empezamos a valorar cuando lo perdemos.

Recordar es vivir, decía mi abuela. Yo creo que vivir es recordar la vida con ellos. Y es que, en estas épocas tan disparatadas, tan extrañas en sí mismas, en las que como humanos nos sentimos abrumados y amenazados por el exterior (y por la naturaleza misma), nos da vueltas la cabeza. Esta amenaza llamada coronavirus puede ser mortal para quienes no se protejan, especialmente para las personas mayores o de la tercera edad.

Justo ahí, cuando nos hablan de muerte y retaliación, recuerdo las palabras del abuelo “la naturaleza siente, resiente y tarde o temprano se defiende”.

Dicen que este virus puede silenciar a los abuelitos rápidamente. Matará a muchos, los mismos de la generación que trabajó para que nosotros tuviéramos un territorio útil. Por eso hoy, es inevitable pensar en Pablo, mi abuelo materno, el patriarca de la familia Pérez, un faro y un astro para todos en casa. Él enumeraba sus anécdotas y sus respectivas moralejas, era un contador de historias, la mayoría relatadas bajo la sombra de los árboles del patio de su casa en Arjona.

Sí, en aquella casita que casi ni visitábamos, pero que hoy, en plena cuarentena, está repleta de todos los que, al verse amenazados, han recurrido a ella como único salvamento. Sea por miedo o por remordimiento, hemos buscado aquel refugio que nos enseñaron los abuelos a amar y a cuidar, sin importar a donde fuéramos. Todos estamos confinados a la casa que compraron Pablo y Argenida en los años 70, para vivir con sus cuatro hijos, sus gallinas, sus patos, sus pájaros y sus cerditos. Allí llegaron, luego de cuidar durante años una finca en el municipio de Turbaco. Y aquí estamos nosotros, los nietos sin patria, que a juzgar por nuestras caras es la mejor patria que conocimos.

El abuelo era un amante de los libros sobre la pesca, sobre planetas, el Almanaque de Bristol. Era sobre todo un conocedor respetuoso de la naturaleza, la entendía en todo su esplendor. Pablo era de los que pescaba. Si el pez estaba chico lo devolvía porque el animalito tenía el derecho a crecer, recorrer el dique y a hacer familia. Con ese respeto por lo natural, crecimos jugueteando por el patio de la casa grande, un lugar de casi 12 metros, rodeado de helechos, mangos, tamarindos, guayabas, miamis, plátanos, sábila, nísperos, coralitos, bonches, cocos, papayos, chirimoyas, guanábanas, roble y matarratón (un árbol oloroso y hasta curativo).

Recorríamos el mundo descalzos, jugando con la tierra que pisábamos. Era imposible no olerla cuando llovía, ni cuando soleaba. Era el paraíso trepar ese árbol de roble para poder saltar al palo de mango y alcanzar uno que otro fruto encima del techo, sin que nos vieran y con las manos y la cara untadas de fruta. Qué vida aquella la que nos gastamos y ahora ansiamos.

Justo aquí, en el revoltijo que nos hemos vuelto, descubrimos que las jerarquías no se olvidan, porque los cuartos de adelante se respetan y porque, incluso empezando de cero en el mundo, tenemos la certeza de que, aunque crecidos, seguimos siendo los mismos niñitos que la abuela crió, mientras mamá y papá estaban en el trabajo.

Puede pasar el tiempo, hay lugares en los que las cosas nunca cambian. Y aunque a varios al marcharnos de la casita se nos olvidó que fuimos hijos (ya muchos somos padres y otros muy pronto seremos abuelos), nunca se nos borrará que seremos nietos toda la vida.

No hay nombre para los nietos que pierden a sus abuelos, siempre estará el vacío cada vez que llegue la nostalgia. Es como un espasmo, una sensación de no tener nada cuando los abuelos ya no están, sobre todo para los niños consentidos, a los que nos daban una ración extra de ciruelas o de mazamorra de maíz verde. A los que de premio nos daban un coco, a los que nos dejaban jugar más tiempo, y a los que nos dormían cargados a sabiendas de que ya estábamos grandes.

El olor a cigarrillo pielroja en la almohada de esa cama suave permanece intacto, el bastón de guayacán, la mecedora empajada, las camisas guayaberas, el retrato del Ánima sola. La falda de flores en el baúl, el perfume de gardenia, el peine y la manteca negrita. Nunca faltaron. Ahora, en este dormitorio empolvado, no se abren las cortinas azules, no se tiende la cama de blanco y la colcha de retazos ya se perdió. Vivimos en ese espejo de arabescos de la salita y en un patio que sólo está lleno de maleza y cañas que nadie quiso atender. Vaya trabajo el que nos espera en estos días de unidad familiar y una cuarentena en la que volvemos a ser niños.

Fotografía: Pixabay