Narrativa

Jacinta y la niebla, un cuento de Marta Leonor Puey

Mi padre, mi hermano y yo, habíamos viajado en un desvencijado colectivo hasta llegar a un pueblo de casas bajas. Caminamos unas cuadras y nos detuvimos frente a una puerta de madera de dos hojas; a la derecha tenía un llamador con forma de mano; con él mi padre dio tres golpes. Así nos anunciamos en la casa de unos tíos que sólo conocía por comentarios de mi madre. Se entreabrió una de las hojas. Asomó una mujer, y mi padre preguntó:

—¿Se encuentran los patrones?

La mujer nos recorrió con la mirada y contestó con otra pregunta:

—¿De parte de quién?

—Dígale a la señora que soy el padre de la Jacinta.

La mujer cerró la puerta. Pasó poco tiempo antes de volver a abrirse; apareció otra mujer, robusta, que nos miró a los tres y deteniéndose en mi padre le preguntó:

—¿Qué te trae por aquí?

—Te traigo a la Jacinta, ya tiene trece años, y… vos sabés, una mujer siempre es complicada; con el chico me quedo yo, ya es grande y me puede ayudar.

—Está bien, déjala.

Mi padre le entregó un pequeño bolso, apoyó su mano en mi espalda y me impulsó; entré por el zaguán que daba a un patio cerrado. Cuando me di vuelta ya no estaban. Escuché como la puerta se cerraba con el ruido de su peso. No los volví a ver nunca más.

Así empezó mi vida en esa casa que resultó ser de una hermana de mi madre. Ella, el marido y sus hijos, esa noche se sentaron a la mesa que me dejaron compartir. Mis primos eran un varón y una mujer. Mi tía, las pocas veces que se refería a mi madre, lo hacía culpándola de una muerte que se la había llevado temprano, abandonándome a la suerte de ser aceptada en su casa. El marido de mi tía una noche entró a mi pieza, me apretó, me tapó la boca, me empujó. Cuando mi cuerpo quedó flojo y marchito sobre la cama escuché cómo salió del cuarto arrimando la puerta silenciosamente; no fue la única vez. Otro día se murió.

Al poco tiempo la economía de la familia se fue reduciendo. Un casamiento de conveniencia hizo que mi prima se fuera a vivir a otra provincia; mi primo emigró a la Capital y yo ocupé el lugar de la mujer que nos abrió la puerta el día que mi padre dio tres golpes con el llamador.

En la casa quedamos mi tía y yo consumiendo los días, los meses y los años; ella gozando de la comida que engrosó su figura hasta impedirle caminar, yo, con la rutina de los quehaceres domésticos y al cuidado de ella postrada en la cama.

***

Una bisagra desprendida de la madera del postigo dibuja la hendija por la que se cuela un rayo de luz; hace foco en medio de mi cara y me despierta sobre el colchón flaco. Duermo en el cuarto de al lado de la cocina; en invierno frío y húmedo, en verano caluroso y mal ventilado. Me siento en el borde del camastro, me froto la cara con las manos, busco las alpargatas, las sacudo, vaya que algún bicho haya hecho nido en ellas por la noche, las calzo. Me miro en el pedazo de espejo colgado en la pared; está sostenido por un alambre que lo enrosca; como los brazos de mi primo cuando me abrazó para despedirse. Me muevo para acá y para allá y alcanzo a verme toda la cara y hasta el pelo desde la frente hasta los hombros. Recuerdo el sueño que se repite por las noches, cada vez más seguido… el bote avanza lentamente en medio de la niebla que, pegajosa, lo envuelve. El chasquido de los remos es el único sonido. Un último chasquido, los remos caen, la niebla comienza a borrarse alrededor del bote, dejando ver cómo flotan en el agua dos manos atrapadas a ellos, huesudas, lastimadas, que ya no tienen cuerpo. El celaje se va corriendo hasta descubrir por completo la gruesa figura sentada en medio de la barca. No hay lugar para nadie más. La figura va creciendo, se escucha el crujido de las maderas que se abren hasta saltar en pedazos astillados, quedan flotando; envuelta en la niebla se alza sobre el agua y sigue avanzando. Río abajo la corriente arrastra los remos con las manos aún prendidas a ellos…

Tomo la ropa del respaldo de la silla que hace las veces de mesa de luz, me visto, salgo, me lavo la cara en la pileta del patio; el agua fresca me despabila y vuelvo a entrar, me peino y veo algunas hebras blancas que asoman; peino tirante, bien tirante el pelo y hago un rodete en la nuca. Voy a la cocina, abro las ventanas de par en par. De la jarra de leche vuelco en un jarro la cantidad necesaria para calentar junto al café. El silencio se rompe con el llamado de todas las mañanas:

—¡Jacinta!

—Ya va— respondo.

En la bandeja acomodo el pocillo, la azucarera, las rodajas de pan negro y el vaso de agua. Las pastillas las tiene ella en el cajón de su mesita de luz. Mitad café, mitad leche. Tomo la bandeja con las dos manos. Voy al dormitorio, golpeo la puerta entreabierta, empujo con la rodilla y entro. El vaho es espeso, acre; los hedores se acumulan, noche a noche, esperando a que se abra la puerta para huir. Corro las pesadas cortinas y sé que los postigos apenas deben ser entreabiertos. Acostada en la cama con baldaquín, ordena:

—Alcánzame los almohadones, ayudame—le ofrezco el brazo. Se toma de él, hago fuerza, se incorpora y se los pongo detrás de la espalda; la cama cruje, despliego las patas de la bandeja y la apoyo en un regazo ganado por el vientre. El cuerpo fofo queda hundido en almohadones y dos colchones que desbordan la pesada cama:

—Andate— me ordena. Salgo y cierro la puerta detrás de mí.

Hace años que cuatro veces por día ella come, sólo come. Más de cuatro veces al día reclama, con voz ronca:

—¡Jacinta!

Es medianoche, ya estoy acostada; por la hendija del postigo, ahora se cuela el resplandor de la luna que crece a punto de hacerse llena; con su fuerza disipará la niebla. Un chasquido rompe el silencio de la casa; me levanto. Sin llamar entro al cuarto de ella; la cama ha cedido, las maderas resecas y astilladas rodean los colchones que la soportan. Tiene los ojos cerrados.

  Fotografía: Pixabay