Narrativa

Irene, un relato de Fernán Correale

Así fue como conocí a Irene, entró a la librería decidida, con su porte de diosa egipcia, trabajaba en uno de los locales de moda, y preguntó enseguida por libros de arte, pero en ningún momento estuvo nerviosa. Intenté hacer lo mejor posible, pero no teníamos ese tipo de libros. Ella mostró ejemplares que sacó de su cartera, busqué en el sistema y nada, miré en la sección de arte y nada, hubiera querido subir con ella para mostrarle los libros del sector y de paso mirarla de reojo a pesar de las cámaras.

Hace poco yo había ingresado a la librería del Shopping, conocía de libros, y siempre supe cómo vender, soy bueno con las palabras, soy bueno seduciendo, haciéndome conocer. Mi compañera que llevaba dieciséis años trabajando ahí dijo que pareciera que tuviera años de experiencia por cómo atendía a los clientes adinerados.

Vendí cientos de libros en esos meses que estuve, vendí libros de Piglia, de Arlt, de Cortázar, de Rolón, de Samantha Schweblin, de Agota Kristof, hasta del autor de Un mundo feliz, pasando por Pizarnik. Cuando vendía estos autores sentía que el trabajo tenía sentido, porque, salvo Rolón, no estaba vendiendo, lo que
estaba, precisamente, de moda.

Todos venían porque habían visto un libro en Tik Tok y buscaban autores y autoras que nunca había escuchado en mi vida. Mujeres o niñas adolescentes que pedían a sus padres que le compraran el libro, llamándolos por teléfono, ya que tenían la extensión de la tarjeta.

Vendí libros de Stephen King, de Elvira Sastre, otra que está a la moda, y lamenté cuando pedían libros de editoriales que no trabajábamos por ser independientes y quedar relegadas, porque eran libros que había leído con fervor y muchas veces estuve a punto de decirles “yo te los presto” pero sonaría rarísimo y
contenía mis palabras. También vendí libros de Zambra, de De Vigan, de César González, de Kawabata del exigente Juan Forn y hasta libros de Fontanarrosa y de César Aira, también de Selva Almada y libros que no tenía idea de que existieran, pero hubiera dado cualquier cosa por leerlos. Muchas veces los clientes
sorprenden.

Además de Irene, que era bellísima y siempre vestía de negro, recuerdo a una rusa, que hablaba un español excelente, pidió un libro de Lydia Davis y otro más que no recuerdo, pero ambos eran fabulosos. De los mejores que había leído en los talleres con Fabián Casas.

Libros para personas que quieren escribir, libros para personas que tienen alma de críticos literarios, libros para personas inteligentes, libros para personas que andan en un sendero no muy equidistante del mío.

Había clientes que aceptaban cualquier recomendación sin chistar y llevaban libros de Jon Fosse, de Borges, muchos interesados por Borges. Y otros, que la complicaban porque pedían libros de autores o autoras uruguayas para llevarse a México o a Chile.

Todos terminaban dándome la mano, porque veían mi esfuerzo por recomendar autores que sí había leído y que a mi parecer eran buenos. Recuerdo recomendar a Peri Rossi, a Fernanda Trías, a Felisberto Hernández, a Onetti, a Benedetti. Pero era complejo.

También le vendí a un yanqui Estrella distante, de Bolaño, y cuando vendí mi primer libro de Piglia y Saer, estar ahí en ese Shopping tan superficial, le dio un sentido exponencial.

Irene es bellísima como ya dije y sobre todo sofisticada y decidida. El compañero que venía del norte y estaba casado y tenía dos hijos estaba locamente enamorado de ella y de la empleada que trabajaba enfrente vendiendo productos varios en una reconocida casa de souvenirs.

Decía “tiene porte”, “tiene presencia” y reía, siempre reía, siempre rio y seguirá riendo. Trabajaba hace veinticuatro años en la empresa, solía enojarse y reírse con la misma facilidad. Fue de las personas más buenas que conocí. Todos mis compañeros y compañeras fueron excelentes.

Cuando vi a Irene, necesité escribirlo en el celular, recuerdo que abrí las notas y puse “buscar libros de arte para Irene”. No la volví a ver, ya no trabajo en la librería. Fueron sólo dos meses. Los dos meses más intensos y más gozados en cuanto a lo laboral. Estuve en diciembre, el mes de las fiestas, que dicen es el
mes más exigente del año y lo sorteé como un campeón.

Hablaba todo el tiempo de libros, recuerdo de decirle al gerente, el primer día que nos conocimos, estando afuera en el patio de comidas, sin fumar para no molestarlos, porque ninguno fumaba, sobre un libro de Luis Mey que se llama “Tiene que ver con la furia” y enseguida respondió que no le gustaba el autor.

Es curioso porque Mey tiene un libro que se llama “Diario de un librero” donde está burlándose todo el tiempo del cliente.

Atender en una librería es un estrés leve, ya que tenés que fumarte a los clientes que vienen con propuestas disparatadas y buscan libros que no se reeditan desde el siglo XIX. Pero ahí están, empecinados, con la captura de pantalla.

También hay niños odiosos y padres aún más odiosos porque no saben educarlos y estropean todos los libros infantiles. Hay otros, educados, que preguntan, si está cuál o tal libro y uno va al sector.

Están los señores que quieren comprarles libros a sus nietos y agarran cada libro que uno le recomienda medio a tientas porque no los han leído, pero a través de los títulos van descifrando si son buenos y por las portadas, algo que nunca yo haría si tuviera que comprar un libro para mí. Pero ellos van leyendo la sinopsis, hasta que dicen, llevo los tres y caso resuelto.

Hay otras mujeres que preguntan si hay sucursales en Tigre en Nordelta porque las sobrinas viven allá y es obvio, señora que no tenemos. Son rubias despampanantes.

Hay hermosas mujeres que entran a ver y a reírse de los títulos y reírse con uno porque no leyó los libros de autoayuda entonces uno cae en el chiste fácil, pero efectivo, de decir que los anteojos son de decoración, que uno no leyó nada.

Los compañeros ayudan, comprometidos con la tarea, en buscar un libro inhallable, todos ponemos manos a la obra porque figura en el sistema, pero quizás el sistema está equivocado o quizás alguien lo guardó por error. Como en el caso de la Odisea que la situaron alfabéticamente por el nombre del traductor del libro, no por el autor. Cosas así pasan todo el tiempo.

Los libreros que pude conocer son personas de amplio corazón, que joden, pero con cariño, con respeto, nunca se sobrepasan, no pasa como en otros trabajos, supongamos la gastronomía donde el chiste burdo abunda. En estos casos no hay tanta tensión y el ámbito es más amable.

Nunca tuve una riña, nunca tuve una palabra de más que soportar o bullying, sí algunas cargadas, como que yo había votado al presidente electo, diciéndome “tu presi” cosa que me dejaba desconcertado y sin decir mucho más, salvo sonreír. Diciéndole muy serio que no había ido a votar porque estaba a más de
doscientos kilómetros de distancia, porque no había cambiado la residencia.

Pero todos fueron muy amables. Y sólo de Irene estuve enamorado fugazmente.

No la volví a ver, salvo una vez que saqué unas cajas desarmadas de un pedido que había llegado y ya estaba controlado, las iba llevando para la puerta de servicio donde se dejan todos los cachivaches y ella iba al lado mío, de pronto miré y la saludé muy serio, sin decirle su nombre, esa fue la última vez que la vi, me pareció que iba con su abuela de la mano, pero eso obviamente, era una ilusión.

Desfiló hasta dos locales más adelante y se perdió para siempre.

Dejé la librería, rehíce mi vida en otro lugar.

A veces sueño con volver a trabajar en un ámbito tan amable.

Pero la hostilidad de la ciudad me ganó.

No es apta para almas con demasiada sensibilidad.

Ahora estoy muy bien, haciendo trabajos manuales. Espero algún día volver a recomendar libros y a sentirme parte de esa cultura, de ser un vendedor de vuelta y a sentir esa empatía del otro hacia mí y de mí hacia el otro, y que la vida sea un discurrir constante en donde se habla de libros y de qué estás escribiendo y leyendo y todo es distendido.

Después de la distensión viene la tensión y viceversa. La vida es larga, y es una fiesta. A veces más gris, otras veces más azulada.

La gente que pasa en nuestro camino nos reconforta o nos quita energía.

En este último trabajo llenaron mis baterías.

Nunca sentí hostilidades.

Estoy agradecido.