
Vacaciones sin Roma
Escrito por Eduardo Viladés
Decía que el sexo era accesorio y que varios pretendientes la habían rechazado, precisamente, por su escaso interés en las artes amatorias. Afirmaba tener un cuerpecillo que no valía nada y se definía como una persona llena de miedos. Veía lo que sucedía a su alrededor, pero no lo vivía, simplemente era testigo de las vivencias de los demás, como si se tratara de un vago sueño del que despertaba sin haberse dormido.
Su mito comenzó a gestarse en Roma, donde una joven princesa cayó rendida a los encantos de un rudo periodista americano. Recorrió las calles de París e hizo sombra a la mismísima Torre Eiffel de la mano de Fred Astaire, aunque fue en Moscú donde conoció al amor de su vida. Encarnó como nadie a la ladronzuela londinense de finales del siglo XIX, si bien de camino nos sorprendió con su extravagante Holly Golightly en un Nueva York que se desperezaba con cruasanes y joyas.
La vida es dura. Después de todo, te mata. Una de sus frases. Paradójico que muriese al olvidarse una revisión médica por cuidar a los niños más necesitados. Vivir es como visitar un museo. Supongo que sólo al final te das cuenta de la belleza que has contemplado porque durante la visita no tienes tiempo para hacerlo. Cuesta desencadenarse de ese ritual de tiempo estático, paralizado, creer que hay un final positivo. No sé dónde leí que todos los incurables tienen remedio cinco minutos antes de la despedida.
Yo viví muchos años en Londres. Recuerdo que cuando paseaba por el centro de la ciudad me venían imágenes de la época victoriana, de esos mercados repletos de gente los domingos por la mañana, olor a flores, gente saliendo de la ópera, carruajes bajando de Picadilly Circus a Trafalgar Square, dejando a un lado San Pablo y Covent Garden. Nunca encontré a un Henry Higgings que me quitase el dolor del tiempo.
Se llama Elsa y yo soy uno de sus yoes. Le gustaría borrar con una esponja la memoria, convertirse en otra, puede que en Audrey, destruir lo que ha hecho y empezar desde cero. Cuando se siente sola, no llama a nadie, le gusta notar cómo una larva sanguinolenta le sube desde el estómago hasta la garganta y destroza su felicidad. Sufrir siempre tiene excusas. Es fácil. Ser feliz, no. Es mucho más complicado y requiere un valor que Elsa no tiene. Siente que va desvaneciéndose cada día, que se le escapa la vida, como si hubiese llegado por equivocación, como si no mereciera lo que se conoce como amor, lo que le confiere un perfil de mujer galdosiana, de bestia errabunda.
Somos un par de seres que no se pertenecen, un par de infelices sin nombre, porque soy como este gato, no pertenecemos a nadie. No me queda más remedio que soñar con Audrey en un Nueva York apocalíptico a la vera de Paul Varjak. Siempre he evitado poner nombre a mi gato porque tenía miedo de ponérmelo a mí misma y enjaularme. Mi madre, rezongando en voz baja, dice que la locura es el único refugio que tenemos quienes vivimos instalados en el sufrimiento para evitar que la razón acuda al encuentro con la muerte. Yo…
Elsa ha perdido la esperanza, vive por inercia, no confía en nadie. Le asalta cada mañana una sensación de temor recurrente, que nunca desaparece, como la palpitación de un diente cariado. Si mira hacia atrás no descubre los momentos de felicidad a los que tiene derecho toda vida. Por eso se limita a escuchar las voces de sus propios yoes y a dejarse llevar por su miedo e impotencia postrada en la mecedora de los sueños, en la que intenta imaginar un pedazo de la vida de Audrey, que nunca hará suya pero que le ayuda a subsistir.