Un pavo a la deriva, un cuento de Henry Ortiz Zabala
Un mes y dos semanas era lo que llevábamos según nuestras cuentas. Nuestra condición era más que deplorable: insolación, deshidratación, la locura tentando a la mente y la moral acariciando el suelo. Sobre todo después de la muerte del grumete: Dove. El chico tenía la misma edad que mi hijo. Junto a nosotros, luchaba por su vida contra el mar, la desesperanza y la muerte, hasta que finalmente pereció.
Turkey y yo nos entristecimos mucho con su muerte, en especial por esos instantes finales en que tratábamos de ayudarlo a partir de este mundo, sosteniendo sus manos y escuchando sus desvaríos. Sin embargo, su deseo postrero se escuchó lucido, más aún, hizo notar ese esfuerzo al tratar de vernos a los ojos y volver a la cordura una vez más en medio de su agonía, por última vez, por lo menos para decirnos aquello: ¡Lo innombrable! El joven Dove pedía que utilizáramos sus restos para sobrevivir. A pesar de ser apenas un adolescente, comprendía bien la situación en la que nos hallábamos y las posibilidades de vivir que nos daría a Turkey y a mí.
Finalmente murió. Frente aquello que nos ordenó hacer con él, ni Turkey, ni yo fuimos capaces de corresponderle. Apenas nos miramos, sentimos la desolación, la tristeza. Pero principalmente esa sensación siniestra e inquietante nos quedó a ambos después de que Dove dijese aquellas palabras decisivas, su última voluntad.
Turkey y yo sabíamos bien lo que significaba, cada uno habíamos estado en un naufragio. El mío había sido en mitad de una isla del pacifico. Quince hombres y yo. Sobrevivimos trece. Nos hallaron unos contrabandistas al año y medio de estar allí. A mi colega le había ido peor. Había sido a la deriva con otros seis de los que sólo quedaron tres, empero ninguno se había visto obligado a caer en ese tabú que implica la ley del océano y que con ánimos de sobrevivir y preservar nuestra humanidad, nos asemeja a las bestias, las peores de todas, las que se devoran entre sí.
Sabíamos varias historias trágicas donde aquella indecible disposición había sido la última opción para preservar la vida de algunos marinos. En Singapur conocí a un viejo lobo de mar que afirmaba haber tenido que recurrir a la antropofagia para soportar hasta ser rescatado junto a otro camarada, en el suplicio él y su compañero devoraron a dos de sus compañeros muertos por inanición. Finalmente cuando su amigo pereció, también se lo despachó a él. Algo que me pareció curioso en su relato era que cuando perpetraba su antinatural banquete junto a su compañero, ambos prescindían de cabeza, manos, pies y genitales. Pero el viejo de quien les hablo, cuando tuvo que carnear a su difunto colega, afirmó que no dejó que se perdiera nada. En fin, cierto o no esa historia, en el muelle de aquel lugar todos la creían y por eso nadie se le acercaba al viejo marino antropófago, le trataban como a un leproso.
En esos momentos a la deriva con Turkey, y con el cadáver de Dove sobre la balsa, se me venían a la memoria los deshumanizados ojos de aquel viejo de Singapur mientras me contaba su desaventura. Ocurría, porque precisamente eran los mismos ojos que veían en Turkey y que me preguntaba si acaso yo, también los tendría igual de insanos. Después de casi tres horas de silencio observando el petrificado cadáver del joven Dove, decidimos tirarlo al agua.
Ambos lo echamos al igual de temerosos e indecisos al mar, como si presintiéramos que más adelante nos arrepentiríamos de ello. Después de lanzarlo, tanto a Turkey como a mí, nos quedó una paz como de quienes cometen un error a voluntad.
Dos días después acabamos la última ración de galletas y estábamos tan deshidratados que ya no podíamos orinar para beberla como nos habíamos visto obligado hacer. La sed era tan desesperante que tanto él como yo teníamos leves episodios de confusión mental. Desvariábamos: veíamos barcos donde no estaban, escuchábamos voces donde no las había, veíamos islas en el horizonte que al rato desaparecían e incluso teníamos conversaciones con el difunto Dove, tal como si continuara con nosotros. Estábamos a punto de morir, sin duda. De la nada empecé a sentir un profundo terror de que al quedarme dormido o estar más débil, Turkey se atrevería a matarme para preservar su vida el tiempo que mis despojos se lo permitieran. Pero por su parte, Turkey, se veía tan moribundo como yo, y su rostro se veía tal como se veía el mío reflejado en el agua: preso de una locura cargada de unos sufrimientos viscerales; poseídos de delirios, temores y demonios tan antiguos como el hombre mismo.
Sin darme cuenta cuando y como me quedé dormido, no sé por cuanto tiempo pero cuando desperté, sentí que había sido por largas horas, por la neblina que nos rodeaba llegué a pensar incluso que al fin habíamos muerto y ya nos hallábamos en el estigia con Aqueronte, pero no, todavía padecíamos en medio de ningún lugar, aguardando la misericordiosa muerte a que por fin nos sacara de nuestra penalidad. Vi a Turkey y también parecía dormido, lo dejé… no tenía fuerzas ni para acercarme a él y comprobarlo… ni siquiera para pronunciar su nombre, no exagero. Tal vez estuviese muerto pero no iba a averiguarlo justo en ese instante. La fatiga volvió a ganarme y volví a perder el sentido.
Al recobrarlo nuevamente, era la mañana siguiente. El horizonte estaba claro, el cielo azul y el mar tranquilo. Miré hacia donde mi colega a quien ya imaginaba muerto… pero vaya sorpresa, en su lugar, un enorme pavo desplumado y crudo ¡Debía estar soñando o alucinando! Ya antes me había pasado, ya Dove en sus últimos días… y a lo mejor Turkey en secreto. Pero ahora a él, no lo veía por ningún lado. Grité su nombre varias veces, no respondía, no estaba… se había ido ¿A dónde? No sé, pero igual sólo había mar a nuestro alrededor… no podía estar en otro sitio si no se hallaba en la embarcación. Pero más misterioso que la desaparición de Turkey en medio del mar tan tranquilo, me resultaba la aparición de aquella suculenta ave, que de sólo admirarla me hacía temblar el estómago y gruñir como si intentara hablarme.
¿Habría sido un milagro divino? “¡Esto no puede ser real! Pensé. Ni siquiera me atrevía a tocarlo por miedo a que disipara de ser un espejismo, trataba de saciar mi hambre sólo con contemplarla, se veía muy pero muy real para ser producto de mi imaginación. Luego de un par de horas en esa tónica, al ver que persistía el pavo en el mismo lugar y que no se disipaba, ni se evaporaba, me acerque y lo manipulé ¡Era solido! ¡Carne! ¡Comida! ¡Si, era un pavo! ¡Uno de verdad verdad! y listo para preparar y hornear… pero en la situación en que me hallaba, lo comería así, tal cual, crudo y sin más.
Me contenté con pensar que a lo mejor Turkey se había tirado moribundo al mar por miedo a que profana su cadáver después. Y en cuanto al pavo, yo era creyente acérrimo de Dios, los santos y los milagros que ocurren a los hombres justo en momento de tribulaciones y precariedad, precisamente cuando se creían abandonados por Dios, es cuando demostraba su grandeza. Pensé, así como cayó mana en el desierto o le era entregada la comida a Elías o a San Antonio, o tal como Jesús multiplicaba panes y peces; también a mí, me había visto Dios con ojos de bondad y me proveyó del sustento. Tales razonamientos me animaron a probar el milagroso animal puesto allí por la mano divina para mi supervivencia. Nadie me creería, pero sin importarlo, daría testimonio del milagro que había experimentado y así como proveía a los pájaros con grano y a los lirios con su ropaje, me daba a mí, un gigantesco pavo en medio de la nada oceánica.
Finalmente lo devoré, lo primero que hice fue beberme la sangre que le quedaba… y fue mucha para ser un ave que ya estaba muerta y desplumada, pero así son los milagros, no se pueden explicar ni ellos, ni sus atributos. Con la sangre me hidraté… volví a sentirme vivo y con fuerzas, el pavo me duró tres días y sólo fue al cuarto día, después de la mañana de la prodigiosa aparición que yo mismo me di cuenta de lo que había ocurrido. Fueron los marineros del barco pesquero que me rescato, los que me hicieron notar lo que había ocurrido en realidad con Turkey cuando subieron a mi sangriento bote y vieron llenos de horror los restos del pavo con cuya provisión había logrado sobrevivir… Subieron lo que quedaba del animal junto conmigo, durante el viaje apenas y se me habló, casi todos me evitaban, me miraban cual monstruo, había curiosidad y terror en los ojos de la tripulación.
En cuanto atracamos a puerto, me sentía un poco más equilibrado física y mentalmente aunque todavía enrarecido, turbado y estropeado por esa experiencia que me marcó para siempre, en especial cuando ya en mis cinco sentidos y para mi pesar di cuenta de los restos del pavo que los marineros llevaron a las autoridades y que después de todo para mal o para bien, aún sostengo que Dios lo había dispuesto para mí, con el único fin de preservar por quien sabe cuántos años, mi vida, esta que ahora debo llevar con el estigma incluso de mi propia familia. Ellos hubiesen preferido que muriera antes de saberme sobreviviente en tan macabras circunstancias. Ellos que fueron, entre otras cosas, mi principal motivación para llegar a los últimos extremos, los límites de lo humano. Ahora no se atrevían, ni a cruzar miradas conmigo. Ellos jamás entenderían que cuando se ha padecida tanto… y se tiene tanta, pero tanta hambre, cualquier cosa parece razonable o comestible para la sinrazón, por ejemplo, en cuanto a mí, no tengo sentimientos de culpa, hice lo que tenía que hacer, después de todo lo único que hice fue comerme un pavo.
Fotografía: es.diario16.com