Textos de autor

El cronopio Julio Cortázar

Porque la libertad, a veces, encarna en seres humanos y porque siempre se escandalizó de que se dudara de aquello que no se puede ver. A lo mejor ese es el punto de partida de su cantidad de cuentos que fueron alcanzados por la juventud, y no al contrario.

Cortázar tiene el espíritu y la fuerza del Mayo francés. Lo tiene en la irreverencia de su forma libre pero a la vez compleja de escribir, en la burla a toda clase de solemnidad.

En su Rayuela (peregrina, golosa, avioncito), novela publicada hace 55 años, se fragua la imagen del juego y el romanticismo de Oliveira y la Maga. Una obra literaria que se subdivide en esos cuadraditos, pintados en el suelo con tiza o crayones, que se saltan tras haber lanzado la piedrita que puede caer en cualquiera de los capítulos. Así de lúdica es su novela emblemática. La informalidad, el rechazo al decoro, invita a despojarse de toda pretensión y orden para entender una historia de amor que se eleva en los sueños y en las utopías de toda una generación, la del 68.

Progresista por soñador. Tradujo la prosa de Edgar Allan Poe, de quien se consideraba fanático por los terrores deliciosos que le producía el escritor estadounidense y que consumía desde su niñez. Esos miedos fantásticos se reinventan oscuramente en la frescura y vigencia de sus relatos como algo sublime.

Para muchos, abrió las puertas del mundo de la lúdica. Fue un alfil capaz de volver lo cotidiano completamente extraordinario, y a lo insólito un asunto corriente que se enriquece con el juego y el azar.

Estructura del juego

Igual de plagada de eventos extraordinarios fue la propia existencia del argentino, dado que se fue haciendo más joven y más alto conforme avanzaba el tiempo. Casi tanto como su obra. La magia no circunda solamente alrededor de sus personajes que escupen conejitos, por ejemplo, ni aparece únicamente en las casas en las los que murmullos inexplicables acorralan y ahuyentan a un par de hermanos, que asumen esa condición con naturalidad hasta ser expulsados por completo de su residencia.

Fue su madre la que lo inició en las novelas de viaje, sin sospechar, acaso, que empollaba a uno de los mejores exponentes de lo que hoy se conoce como el Boom Latinoamericano, fenómeno que lo inscribe para siempre y desde siempre en la literatura universal.

“Fui enfermizo y tímido, con una vocación para lo mágico y lo excepcional, que me convertía en la víctima natural de mis compañeros de escuela más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás”.

Jorge Luis Borges publicó en la revista Sur varios de los primeros cuentos de Cortázar, quien muy pronto se volvió colaborador habitual. Decía Julio de Borges que se encontraba atónito ante un hombre que en lugar de preocuparse por saber qué adjetivo poner, se preocupaba más por identificar qué adjetivo quitar. Borges por su parte adivinó el ingenio y singularidad de Cortázar y en su momento dijo que era una de las promesas de las letras argentinas.

Su amigo Mario Vargas Llosa, Nobel de Literatura de 2010, advierte con precisión que “en los libros de Cortázar juega el autor, juega el narrador, juegan los personajes, y juega el lector, obligado a ello por las endiabladas trampas que lo acechan a la vuelta de la página menos pensada”.

Julio forma parte del más preciado imaginario de América Latina. Un cosmopolita trashumante, Profundo conocedor de los idiomas y de las palabras que desglosaba de manera sistemática. Prueba de ello su Manual de Instrucciones, cuentos en los que ofrece a sus lectores las indicaciones maravillosas para llorar, cantar, subir una escalera o incluso para dar cuerda al reloj.

Porque se atrevió a pensar en algún lugar donde están amontonadas las explicaciones. “Una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural”.

El jazz también configura su mapamundi de preferencias. Admiraba la manera en que lo hacía sentirse libre. Esa informalidad, tan característica, se parece mucho a su propia obra, y, quizá, por eso mismo aprendió a tocar la trompeta, aunque se diga que nadie nunca lo escuchó tocarla.

Habría que preguntarle a sus gatos.

Aunque nació el 26 de agosto de 1914 en Bruselas (Bélgica), fue profundamente argentino, sobre todo cuando estuvo exiliado en París (Francia), ciudad desde la que tuvo una perspectiva mucho más amplia e inacabada de lo que era la Argentina, el lunfardo y los modismos culturales de los porteños. Dijo haberse marchado de la Argentina porque no podía vivir en un país en el que le eran interrumpidos sus discos de jazz con la atronadora propaganda política. Se larga de Buenos Aires por la repugnancia que le suscitaba el culto generalizado a Juan Domingo Perón y su fenómeno social de clases sindicales. La homogeneidad de pensamiento le parecía intolerable.

Cronopios y famas

Su universo tiene palíndromos. Julio se nutrió de todas las herramientas lingüísticas y literarias para describir a esos seres húmedos y verdes que son los cronopios, dueños de una ternura infinita que encuentra excepcional lo acostumbrado. Historias de Cronopios y de Famas es el libro de cuentos publicado en 1962 que revela a estos singulares personajes. Allí desencadena ese mundo que pueblan los cronopios sentimentales y los famas triunfadores. Ese micro o macro cosmo tiene también a las entrañables esperanzas, que están a medio camino entre unos y otros. Las esperanzas “se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas no se molestan”.

Nos enseñó que se podía y se debía jugar. Que podían existir hombres que venden gritos y palabras a dictadores abyectos. Seres que se desmarcan de las definiciones. De ahí que su literatura se conjugue como una buena improvisación de jazz.

Además siempre se resistió a ver el mundo como lo observan los famas, tan calculadores, ejecutivos y existencialistas. Su literatura abriga todo tipo de matices urbanos, góticos, cosmopolitas, productos de la misma ternura conmovedora que compone a los cronopios, “esos verdes, erizados, húmedos objetos”.

“Mi casa, vista desde la perspectiva de la infancia, era también gótica, no por su arquitectura sino por la acumulación de terrores que nacía de las cosas y de las creencias, de los pasillos mal iluminados y de las conversaciones de los grandes en la sobremesa. Gente simple, las lecturas y las supersticiones permeaban una realidad mal definida, y desde muy pequeño me enteré de que el lobizón salía en las noches de luna llena, que la mandrágora era un fruto de la horca, que en los cementerios ocurrían cosas horripilantes, que a los muertos les crecían interminablemente las uñas y el pelo, y que en nuestra casa había un sótano al que nadie se atrevería a bajar jamás. Curiosamente, esa familia dada a los peores recuentos del espanto tenía a la vez el culto del coraje viril, y desde chico se me exigieron expediciones nocturnas destinadas a templarme, mi dormitorio fue un altillo alumbrado por un cabo de vela al término de una escalera donde siempre me esperó el miedo vestido de vampiro o de fantasma”.

Es a través del arte donde muchos encuentran un sitio natural, quizá un camino fluido hacia lo que puede llegar a ser una verdadera vocación. El acto de no hacer algo completamente útil vindica la libertad.

Por eso este cronopio, incomprendido sobre todo por algunos famas, sentía, por ejemplo, un profundo desprecio por la hipocresía de los ritos mortuorios. Su irreverencia y las circularidades en sus relatos le daban hasta para burlarse del comportamiento en los velorios, y hay quienes sospechan que nada le ha debido parecer más ridículo que su propia muerte.

«Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores…»

Gabriel García Márquez
Imagen: Cortesía.