Narrativa

La daga, un cuento de Jaime Arturo Martínez Salgado

En compañía de su amigo, el médico Jules Lafont, Don José Arias autorizó al alarife de la capilla de Santa Clara, de Cartagena de Indias, para que abriera la sepultura de su hermana Doña Melchora Arias de Cardona con el propósito de repatriar sus restos a España.

A ello había venido, cumpliendo el compromiso hecho diez años atrás cuando ésta se lo solicitó, en caso de morir en tierra extranjera. Melchora se había casado en 1767, en Madrid, con el capitán Cipriano Carmona a quien trasladaron como oficial del Cuartel de El Fijo, en el puerto de Cartagena de Indias.

En la ciudad colonial habitaron una casa del barrio de Nuestra Señora de la Merced, en la calle de Las Angustias. Pronto se integraron con las otras familias del distinguido vecindario y vivieron sin apremios, a pesar de no tener hijos. Pero luego de seis años de habitar la amplia casona, una noche, en medio de un intenso aguacero, ella cayó del piso alto y la declararon muerta.

Ahora Don José –luego de cinco años de ese triste accidente– veía como destapaban el féretro y aparecía su osamenta cubierta por una descolorida mortaja.

El doctor Lafont se agachó, y empezó a limpiar los huesos y a depositarlos en una urna de madera. Había transcurrido una media hora cuando el médico se incorporó con la cara descompuesta. Tomó del brazo a su amigo y lo condujo hasta detenerse en la puerta del convento. Allí le entregó un objeto y le explicó que lo había encontrado enterrado en una de las vértebras torácicas y que ello había sido la causa real de su muerte y además, que entre los despojos halló un feto momificado.

Don José observó la punta de metal y con ella apretada en su mano derecha, se encaminó, por las estrechas calles de la ciudad hasta las instalaciones del cuartel El Fijo.

Los guardias al reconocerlo le abrieron paso y él siguió hasta la oficina de su cuñado.

Entró sin anunciarse y lanzó el pedazo de metal encima de la mesa. Detrás de ella, el oficial lo observó extrañado. Luego se levantó, tomó el objeto y palideció.

Don José desenfundó su espada al tiempo que su cuñado, con voz apagada le dijo que lo había hecho porque ella lo engañaba con un mulato y que éste la había preñado.

Él reflexionó unos instantes, devolvió la espada a su funda y le dijo:

-Señor, disculpe. Para desagraviar su honor me tocará reponer aquella daga que le obsequié el día de su matrimonio con la difunta.

Imagen: Archivo.