Narrativa

Pedro, un cuento de Jorge Luis Quintana Montes

Pedro despertó esa mañana, como cualquiera otra de las mañanas de sus últimos tres años: con un frío insoportable, maldiciendo siempre antes de meterse en la regadera con agua que, pensaba él, parecía sacada del congelador de una nevera vieja. La que tenía en su querida y calurosa ciudad natal.

Aquí ya no tenía nevera. Comía en la calle cualquier cosa. Compraba comida miserable con el sueldo miserable que ganaba, en sitios húmedos, de escaza luz, en callejones malolientes inundados por agua de mierda. Estaba conforme con eso la mayoría de las veces. Sin embargo, el día antes del pago se arrepentía de su vida. Sentía una suerte de vacío en el pecho por la fugacidad e insignificancia de su existencia. Para dormir, cuando el insomnio lo atacaba en esas largas noches distendidas, se pajeaba un par de veces pensando en los firmes pechos de la cajera del banco en que era vigilante.

Pilar, la cajera, como era de esperarse no recordaba siquiera el nombre tan común y trillado del vigilante del turno matutino. La cara de Pedro era como la de cualquiera de los otros guachimanes del sector. Su “buenos días” a Pedro no pasaba de ser un hábito, un acto repetitivo impensado. Era tan natural como bostezar a las doce del día, cuando el hambre ataca aunque no sea la hora del almuerzo.

Ese día Pedro estaba enérgico. Aunque era el amanecer del día previo al pago, y como ya era parte de su rutina durante los dos años que llevaba en el banco, lo motivaba el tener que afinar la vista para mirar con detenimiento el pronunciado escote de Pilar, en el que se asomaban sus tetas, provocativamente, como dos grandes panes que no caben en una pequeña bolsa de papel. Con seguridad en la noche lo atacaría un aura de tragedia vital. Escuchaba siempre, antes de meterse a la cama, el 2 a. m. de Iron Maiden. Esa canción era la banda sonora de su frustrante e insignificante vida, pero el material recolectado día a día del cuerpo de la cajera lo ayudaba a meterse en el agua fría sin chistar quejido. No tenía calentador de agua. La paga no era buena y, para él, un calentador era un lujo innecesario. Los golpes de un papá ebrio y abusivo lo hicieron volverse un macho superviviente. Al menos eso pensaba él.

Decidido, como cada fin mes durante los últimos tres años, limpió delicadamente sus zapatos de charol al salir del baño. Relucientes e impecables. Acomodó con detalle el primer botón, que apretaba cada vez más su robusto cuello: “Un día de estos moriré asfixiado por esta maldita camisa”, pensó mientras amarraba los cordones y se disponía a salir del húmedo agujero, lleno de arañas, cucarachas y ratones que llamaba hogar. Ese día sentía que Pilar lo saludaría por su nombre y que, en un arranque de pasión, lo encerraría en el baño de trabajadores del banco, sacaría su verga y se la chuparía hasta vaciar la leche acumulada con el tiempo, porque no podía siquiera pagar una puta de centavo.

Abrió la puerta, descendió los tres pisos hasta la salida del edificio envejecido, tomó una bocanada de aire grande y bajó su pie izquierdo del andén para iniciar la caminata hasta el banco. Irse a pie y ahorrar un par de pesos no era una mala idea, más en una ciudad en la que la ropa no se te pega al cuerpo, porque a diferencia de donde nació, el instintivo acto respirar no pone en obra un sudor pegajoso como miel, que ensopa y pega la tela desagradablemente al cuerpo.

-Ésta será una gran mañana –se repetía a sí mismo. Con el pie izquierdo en el piso, el ruido afanado de los pitos de los carros lo hicieron girar la cabeza también hacia su izquierda. El semáforo había cambiado, a unos diez o quince metros de distancia de donde él estaba. En un leve y rápido salto, subió nuevamente al andén. En medio del escándalo de la congestionada avenida, escuchó a su derecha, a unos tres metros de distancia, a dos niñas que todas las mañanas, junto a su madre, pedían monedas a los conductores en cada cambio de verde a rojo. La mayor, de unos 7 años a lo sumo, bajó del andén a recoger una moneda que a su hermana menor se le escapó. No miró a la izquierda, como hizo Pedro, antes de poner sus pequeños pies en la vía.

Al guachimán del banco se le hizo espesa e intragable la saliva, la acumuló toda en la boca, así como tenía la leche amontonada en sus bolas. No podía respirar cómodamente, la camisa lo ahorcaba ahora más que antes de salir de casa. Empezó a correr ese desagradable sudor por la espalda, que le recordaba las mañanas amargamente calurosas de su tierra. Apretó su mano y, mentalmente, le gritó angustiado a la niña para que subiera a la acera. Ella, como era de esperarse, no escuchó el grito en la mente.

Pedro cerró los ojos y giró la cara, como cuando veía a un perro intentar cruzar la carretera agitada, pero sin atreverse a llamar al animal para salvar su vida. Eso siempre funcionó: cada vez que lo hacía el perro milagrosamente volvía a la banqueta… Pero la niña de la esquina que pedía monedas a los autos no era un perro, el muy idiota no pensó en ese ínfimo detalle, Al parecer, los perros sí tenían la extraña habilidad de escucharlo gritar mentalmente. Escuchó el chillido causado por el freno del auto. Escuchó el golpe seco. Escuchó gritos. No se atrevió a voltear la mirada. Tragó toda la saliva espesa que tenía aglutinada en su boca. Los latidos de su corazón sonaban tan fuerte, más fuerte que el regaño de su conciencia por ser un maldito inútil que no distingue un perro con poderes mentales de un niño, que fue por ese instante, sordo. Como siempre hizo en su vida, huyó del sitio, así como escapó en la adolescencia de su padre alcohólico y de la miseria de su tierra.

Se sentía más culpable que el conductor que se llevó por delante a la niña. Aprovechó que el tránsito se detuvo, aceleró su pasó y atravesó la carretera, reprimiendo lo más que pudo sus ganas de correr. Se detuvo, tranquilo, al otro lado de la colapsada avenida. Vio un cigarrillo en el suelo. Se agachó, arrancó el filtro –pues no sabía si había caído de la boca de alguien… Los gérmenes lo inquietaban de vez en cuando–. Pidió fuego a un intrigado fumador que, desde la distancia, miraba la tragedia que estaba al otro lado de la carretera. Se soltó el primer y ajustado botón de la camisa. No quería que el karma lo matara ahorcándolo con su uniforme. Dio una bocanada larga al cigarrillo mientras pensaba: “Esta será una mañana de mierda, pero podré ver las tetas de Pilar”.

 

  • Relato perteneciente al libro Cuentos Cortos para niños Polombianos. Cortesía del autor.

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