Narrativa

Pathé, un cuento de Jaime Arturo Martínez Salgado

May fue quien convenció a Julius para que se mudara de la casa de sus padres al centro de la ciudad. Él había aprendido de su padre el oficio de proyeccionista en el cine del barrio. Desde muy pequeño lo acompañaba hasta la media noche dentro de la caseta de proyección. Eran los tiempos en que las películas venían en varios rollos de celuloide, empacados en recipientes de lata. Esta actividad condujo a que Julius se entregara por completo al mundo del cine, al punto de que los miembros del más importante cineclub del país lo reconocían como un erudito en la materia.

May le hizo caer en cuenta que, luego de salir en la madrugada del trabajo debía tomar el metro y viajar durante cincuenta minutos hasta el barrio Las Brisas, donde había vivido toda la vida en la casa de sus padres; pero le dio también un argumento poderoso, podrían verse en la intimidad de su habitación, en las horas de la tarde, cuando ella saliera del colegio donde enseñaba literatura. Ya ella había hecho las diligencias. Había contratado un cuarto en un edificio que se encontraba a sólo tres cuadras de la sala de cine donde él trabajaba. Ella misma concertó con el dueño el canon de arrendamiento y había cancelado el primer mes.

El edificio era de tres plantas, en la primera funcionaba una droguería, en la segunda habían dos filas de cinco apartamentos cada una, el que se encontraba desocupado era el último a la izquierda y el tercer piso lo habitaba el dueño. Éste era un haitiano que había trabajado varios años en la embajada de su país y que terminó quedándose a vivir aquí. La habitación era de tres por cuatro metros y tenía un baño, además una ventana que permitía asomarse a un pequeño patio donde crecía un árbol de roble, cuyas ramas podían tocarse con sólo alargar la mano.

Julius se mudó un lunes, que era su día libre y ya instalado esperó a May que llegó a eso de las cinco y media. No perdieron tiempo en conversaciones inútiles, se desnudaron y se lanzaron a ese mar de sábanas limpias, de donde emergieron dos horas más tarde. Luego, prepararon pasta y la sazonaron con una lata de salsa napolitana, que May había traído y cenaron con voracidad y plenamente felices. Julius la llevó entonces a la estación del metro. Se dieron un largo beso de despedida mientras el gozo les explotaba en el pecho. Él durmió hasta el amanecer, cuando el canto de un gallo lo despertó.

Julius trabajó el martes hasta la una de la madrugada y salió sin prisa. Caminó por el bulevar de la avenida y pensó que podía celebrar esa independencia inesperada con una cerveza Premium en el Bar de Salva. Su alivio era pleno, como si un gran fardo hubiera descendido de sus hombros al no tener que viajar por largo rato hasta su casa. Bebió su cerveza en pequeños sorbos y luego salió a la noche directo a su habitación.

Apenas había dormido una hora cuando el canto de un gallo lo despertó. De ahí en adelante su sueño fue intermitente, dormía unos minutos y el gallo lo despertaba con el taladro de su canto. A las ocho de la mañana tocó la puerta del tercer piso donde vivía el haitiano, dueño del edificio, luego de un rato una voz del otro lado le preguntó qué quería. Él le dijo que venía a quejarse porque un gallo, que estaba en su propiedad no lo dejaba dormir. La voz le respondió:

— ¡La merde, entonces múdese!

Esa tarde le contó a May su problema y ésta lo tranquilizó diciéndole que, sencillamente extrañaba su casa y su cama, que no exagerara tanto y que se tomara un somnífero. Julius se resignó ante lo que le dijo May y guardó silencio.

A las dos y treinta de esa noche, se reinició el suplicio. Sintió mucho más cerca el canto del animal y más penetrante que nunca. Por la pastilla para dormir que había ingerido, se sentía extraño, como en una duermevela.

Un rato más tarde se levantó y fue hasta la ventana. Las luminarias de la calle arrojaban luz sobre los techos de los edificios y por esto pudo ver la silueta del gallo reflejada en la pared, frente a donde se encontraba. Al verla, la  relacionó con el gallo de la firma cinematográfica francesa Pathé, que tantas veces había visto en sus noches como proyeccionista. La imagen agigantada, mostraba al gallo pavoneándose, orondo y desafiante en el techo del edificio y notó que su canto era cada vez más poderoso.

Era un poco después del medio día cuando despertó. Sólo concilió el sueño al amanecer, cuando el ave había dejado de cantar. Antes de dormirse había organizado un plan para acabar con el problema sin tener que mudarse. Descubrió unas escalas de hierro empotradas en la pared, a manera de escalera de incendio que estaban alineadas desde el primero, hasta el tercer piso. Estas pasaban cerca de la ventana y era posible alcanzarlas. De modo que podía subir y lanzar a la azotea granos de maíz envenenados y así, acabar con su enemigo.

May le colaboró y lo acompañó esa tarde a proveerse de lo necesario. Esa noche esperaba ansioso la hora de salir y fue tanta la tensión que no le prestó atención a la película que proyectaba: Los Amantes, de Louis Mallé.

Al llegar al cuarto preparó todo en el tarro vacío de la salsa napolitana que May había comprado. Se despojó del pantalón y la camisa y subió por las escalas hasta alcanzar el borde de la azotea. Todo estaba en silencio y ello le dio tranquilidad, pero al asomarse se encontró cara a cara con el gallo, que huyó esponjando sus plumas. Julius, entonces arrojó los granos en el piso de la azotea y bajó rápidamente hasta su habitación.

Ya dentro, esperó anhelante, sin embargo la quietud continuó, de modo que ya más sosegado se quitó las medias y los interiores y se acostó. Poco a poco fue cerrando los ojos y una sonrisa se dibujó en sus labios.

Cuando ya cruzaba el umbral del sueño, un estropicio lo despertó, algo había entrado por la ventana como una tromba ominosa. En la penumbra buscó la causa, vio todo normal, pero al levantar la vista hacia arriba, distinguió al gallo, parado en la cabecera de su cama, que lo miraba intensamente. En ese momento el pánico lo paralizó y sólo tuvo ojos para los ojos del gallo. Éste emitió una especie de cloqueo y levantó la cabeza que luego lanzó como una saeta hacia su ojo derecho. Con el izquierdo alcanzó a ver el borbotón de sangre que explotó frente a su cara, mientras experimentaba el dolor más enloquecedor de su vida.

Trató de reaccionar, sin embargo  su cuerpo no respondía a las órdenes de su cerebro y vio de nuevo como el pico volvía taladrar su cuello, su pecho, sus entrañas, sus genitales hasta perder la conciencia. Sus alaridos despertaron a sus vecinos que intentaron derribar la puerta y al no lograrlo, llamaron a la policía.

Ésta tardó un cuarto de hora en llegar y lograron penetrar en la habitación. Al encender la luz, la carnicería que observaron los estremeció. La inspectora Gabriela Paolucci  fue la primera en determinar si el cuerpo ensangrentado aún vivía y al cerciorarse de que sí respiraba se aventuró a preguntarle que quién lo había apuñalado. Julius sólo dijo:

— Pathé!

Tres años después, la inspectora Paolucci luego de indagar por todas las comisarías de la ciudad, aún guarda la esperanza de encontrar a ese homicida que se esconde tras el alias de Pathé.

Imagen: Archivo.