Narrativa

Reflejos en el agua, un cuento de Julio César Márquez

“Esa criatura es negra, negrísima como la noche. Su madre murió cuando lo parió. La tierra se asustó. El río que estaba cerca del lugar detuvo su camino por algunos días al saber que la mujer había muerto y al escuchar el llanto horroroso de la cosa. Pero eso creció, como crece la mala hierba. Y se llenó de vicios y se echó a la lujuria, a los pecados que el señor castiga”. De esa forma me lo contaba mi abuela, y me daba un pocillo de café con leche para que mojara el pan. “Gabarón tragatripas es feísimo”, continuaba, “no se sabe qué es, si un hombre o un animal, y le gusta comerse el ombligo de los niños mentirosos y llorones”. Y a mí se me iban aguando los mocos, pero no dejaba salir ni una sola lágrima porque no quería perder mi ombligo.

-¿Ya se murió abuela?, preguntaba yo todo inocente y ella se reía antes de lanzar su respuesta:

-Está esperando en algún monte para disfrutarse el ombligo de un niño desobediente, sobre todo a tu edad, porque estás en la edad del peligro.

Con ese frío que me iba subiendo me tomaba el café con leche de un solo trago y corría a prepararme para ir al colegio. En el salón, les contaba a mis amigos la misma historia y ellos no dejaban de reírse. ¿Cómo podía existir algo así? ¡Tú abuela debe estar loca! Y ¡zas!, que les mandaba el golpe y empezaba la pelea que terminaba en la oficina de la directora. Y ella, con sus ojos chiquitos y ese olor dulce, como a helado de fresa, nos ponía por castigo sacudirle la biblioteca. ¡Y que a mí no me toques, Cristian! ¡Y que te voy a partir la boca de un solo puño, Jaime!, les decía, para que supieran que no perdonaría su ofensa.

Uno de esos días, en la casa, me esperaba la abuela, que se había enterado de mis peleas en el colegio. Me dijo que entrara y en el cuarto me dio unos buenos cinturonazos.

-El castigo no ha terminado, dijo. ¿Cómo iba a saber que ella estaba cansada de mi comportamiento en la escuela y que estaba planeando lo peor?

Por la noche cuando fui a dormir sacó un suéter negro y yo obediente me lo puse. El suéter tenía un hueco justo a la altura del ombligo.

-Para facilitarle el trabajo a Gabarón, dijo. Arranqué en llanto y ella cerró la puerta. Nunca antes había amado tanto una parte de mi cuerpo.

Por la mañana desperté confundido, ¿Así es como se siente cuando uno se muere?, me preguntaba. Y me fui a tocar el ombligo y ahí estaba. Cuando salí a la sala todo estaba en silencio. Papá me vio y corrió a abrazarme. Lo que vino después fue muy confuso. Esa mañana no hubo café con leche. La abuela estaba quietecita en una caja de madera, ataúd, le decían algunos. Yo la veía ahí, como dormida, pero muy incómoda. Cuando todos se fueron a reunir al patio aproveché para acercarme a la abuela, ¿fue Gabarón, abuela? ¿Fue él? ¡Me salvaste! Y que me salen todas las lágrimas, nunca pensé que uno pudiese tener tanta agua por dentro. La abuela no me respondió, pero yo sé que fue él. Lloré todo el día y mi mamá me dio en un pocillo una de esas cosas que hace para que la gente se duerma.

Ahora que la abuela me había salvado de Gabarón “tragatripas” tenía pensado descubrir dónde se ocultaba el infeliz. Salí como si fuese al colegio, pero me desvíe hacía el monte a buscar alguna señal. Caminé por un largo rato, hasta que me dio hambre y preferí comer la merienda: Sánduche con jugo de guayaba. Estaba guardando el termo cuando a lo lejos lo vi, negrito como decía la abuela, más negrito que yo. Decidí seguirlo, fueron varios minutos y entonces llegamos a una laguna, el “tragatripas” se quitó la ropa, tenía el pelo todo revuelto y se metió encuero en el agua. Nada más de verlo, una corriente me empezó en el cuello. Ninguno de mis amigos, ni mi papá, tenía el cuerpo así: marcado, con esas formas que sobresalían, los brazos largos, con muchas venas, el pecho como la gente que sale en las revistas y hace mucho ejercicio, la espalda grande y unos círculos verdes en ella. Además, una cola de lagarto, brillante, salía de su espalda y bajaba por sus nalgas. ¡Qué no! ¡Qué Gabarón es feo!, me dije y volví corriendo a la casa y me encerré en el cuarto. ¿Por qué no me dijiste que Gabarón embrujaba a los que lo veían, abuela? No pude dejar de pensar en el cuerpo de Gabarón, en cómo se metía en el agua, con sus piernas flacas. Pero cómo no le iba a gustar el agua si había nacido cerca de un río. Soñé con él, en esa misma laguna, así desnudo y yo tocándole el cuerpo.

En mi sueño, donde lo tocaba le nacía una mata o salía una rama de árbol. Le toqué un brazo y apareció una rama de guayabo. Le toqué la barriga, salió una rama de guanábano. Cuando le toqué el codo, una flor roja de bonche, nació. Era una flor muy bella. Como las que crecen en el patio de mi casa y que mi abuela regaba todos los días. Su cola era larga, larguísima y de colores brillantes, parecía hecha de cristales.

Desperté asustado. Sabía que ese sería mi fin. Apenas iba a cumplir trece años y mi vida ya estaba rumbo a la muerte para acompañar a mi abuela.

Estuve distraído en clases, al salir me fui directo a la laguna. Llegué y estaba todo solo. Estuve sentado esperando, pero no pasó nada, el “tragatripas” nunca apareció. Me fui a casa, molesto, pero también triste. Mi abuela estaría muy decepcionada de mí. Cristian y Jaime habían hablado de jugar dominó por la tarde, así que adelanté las tareas y me fui a jugar con ellos.

Por la noche, el sueño volvió. Podía verme correr por entre los palos del patio, saltando las matas y en una esquina aparecía el cuerpo, ese monstruo estaba ahí, entre las sombras, una cresta de gallo le nacía en la cabeza, su mano y mi mano se tocaban un instante, y el cuerpo se le llenó de púas, como si fuese una mata de sábila.

Esa mañana decidí no ir a clases. La laguna estaba tranquila, silenciosa. Me dediqué a escribir el nombre de mi abuela en el cuaderno de matemáticas. Estaba en eso cuando escuché un sonido a lo lejos. Me escondí y ahí estaba, era Gabarón arrastrando la cola que se salía por un hueco que tenía en el pantalón. La luz del sol hacía que su piel brillara, me fijé bien, y noté que tenía algunas escamas en el pecho y en la cara, sus ojos era oscuros, los labios de un morado intenso. Se encueró nuevamente, la respiración se me agitaba, entró a la laguna, acariciando el agua con sus manos de dedos largos, con uñas como las de las gallinas. Lo vi hundirse, salir con el pelo hecho rizos húmedos, volver a hundirse y nadar por un largo rato. No pude hacer nada, solo estuve ahí, viéndolo, mientras una electricidad recorría todo mi cuerpo.

Esa noche no dormí, cada vez que cerraba los ojos soñaba con el monstruo, sus manos recorriéndome el cuerpo, deteniéndose en mi ombligo, sembrando flores de bonche en él. Rojas, amarillas, blancas. Flores naciendo en mi barriga. Abría los ojos asustado, pero también tenía ganas de volver a soñar. ¿Crees que estoy hechizado, abuela? ¿Qué es esto que siento entre las piernas? No dejé de repetir esas preguntas una y otra vez para no dormirme.

En el colegio, terminé la última clase, educación física, y salí sin despedirme de mis amigos, corrí hasta la laguna. Me senté a esperar, no sé cuánto tiempo pasó, me dio algo de sueño, cuando desperté, seguía solo, entonces decidí bañarme. Me quité el uniforme, los zapatos, y ya encuero empecé a entrar al agua. ¡Qué fría estaba!. Nadé un poco y empecé a pensar en otras cosas. El examen de naturales que tenía al día siguiente, la apuesta que había hecho con Jaime. Sentí de repente que alguien más entraba. Gabarón estaba ahí. Nadaba en la laguna. Cuando lo vi, tan cerca de mí, empecé a temblar.

Él me miró sereno, con esos ojos como dos frijoles, negrísimos. De cerca no era tan feo. Las escamas, con la luz del sol brillaban como un arcoíris. Noté que unas aletas muy pequeñas le crecían en los brazos. Pude ver el reflejo de su cuerpo moviéndose en el fondo, la cola era como un pez gigante.

-¿Eres Gabarón “tragatripas”, verdad?, alcancé a preguntarle. Y él seguía ahí, viéndome, con su pereza para hablar y una sonrisa empezó a dibujarse en su cara. Ese silencio me asustaba mucho, la electricidad estaba ocupando todo mi cuerpo. ¿Me iba a morir ahí?, era lo que pensaba. Mi ombligo estaba libre, no tenía fuerzas para protegerlo. Respiré profundo, sintiendo aquella sensación entre mis piernas. El sonido de los arboles era como voces que anunciaban algo. No pude más y estiré la mano, fui acercándola a él, a su cuerpo. Gabarón no se movía, nada parecía inquietarlo. Estiré lentamente la mano, escuchando cómo sonaba el agua con cada movimiento, viendo mi reflejo acercarse al suyo.

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