Constelaciones marinas, un relato de Nihm Smoboda
“El mundo ha cambiado porque tú estás hecho de marfil y de oro, la curva de tus labios rescribe el rumbo de la historia.”
Oscar Wilde
Wilson era un caballero de fortuna. Un gentilhombre dedicado al abordaje y a imponer la disciplina a bordo predicando el ascetismo. Creía ser hijo de la providencia, y por eso, reclamaba para sí mismo el dominio de las aguas porque éstas eran el único espacio del mundo donde no imperaban las leyes. La vida por lo demás, le parecía un sueño en vano, oscuro e indescifrable, pero merecedor de ser perseguido.
Como capitán, aspiró a una hidrarquía de hombres de armas y sin señor. Admiraba a Morgan el invencible, en su cuerpo sentía la locura del Olonés y al mismo tiempo poseía la cólera de Teach, pero hizo mayor fortuna que sus rivales execrables, porque de todos los hermanos del océano, Wilson fue el que pudo navegar más lustros estremeciendo al mundo. Se decía que cruzarse con su flota era contemplar fastuosos leones sobre el oleaje, pero tras aquella hermosa visión, comenzaba una auténtica carnicería. Todos temían divisar la insignia negra de los dos esqueletos boca abajo ondeando en el viento porque significaba la muerte en alta mar.
Wilson fue famoso por haber sido el único pirata que llegó a tener una audiencia con Jorge I de Inglaterra. Desembarcó en Newgate para comunicarle que no quería acogerse al perdón real y partió de nuevo para seguir desafiando a la armada más poderosa de occidente. Durante mucho tiempo, en Gin Lane se hablaba de que Wilson sólo quiso ir a Londres para pavonearse por ella como un Lord, conocer los burdeles y saludar el cuerpo todavía ahorcado del capitán Kidd. Para él era muy importante saber si éste, convertido ya en puro hueso y leyenda, todavía llevaba la famosa casaca carmesí y los guantes de cabritillo que le habían dado tanto renombre. Wilson pudo también oír a Senesino el castrado, cantando a pleno pulmón en el teatro de la nobleza y en su barca flotante en el Támesis. Influido por la imagen de aquel ser prodigioso, hizo coserse un uniforme de fantasía para así parecer sobrehumano ante sus futuros enemigos. Muchos lo conocieron precisamente vestido así, como un personaje de ópera con una mueca eterna, despreciando al mundo y burlándose de las leyes de los hombres.
El recuerdo de aquella mueca es lo que dejó cuando desapareció. Algunos aún piensan que en realidad fue asesinado. Otros opinan que terminó como un mendigo en las calles de Galway. La mayoría simplemente cree que se hundió en algún punto del océano.
La herencia se la dividieron entre los contramaestres. Todos optaron por pedir el perdón real e ingresar en la marina británica para poder seguir a bordo de algún buque, pero en el fondo seguían soñando con rencontrarse en algún rincón del mundo con el que había sido su antiguo capitán. Wilson les había enseñado que lo único que había de verdad estaba en los sueños y ellos habían aprendido a escucharlos. Él mismo había conseguido ir mucho más allá del sueño de Avery, el cual se apoderó de Madagascar, pero jamás llegó a rebasar la India. Él en cambio sí, y para celebrarlo, se tatuó su primer dragón. Lo hizo en uno de los pocos lugares de la piel donde no había recibido ninguna cuchillada: el brazo derecho.
En combate singular no fue derrotado ni una sola vez. Wilson utilizaba un alfanje con el cual decapitó a su torturador. De joven había caído prisionero en Estambul por culpa de una mujer con un lunar bajo el ojo derecho llamada Yamile. Cada vez que lo blandía, esbozaba en su rostro maquillado una mueca de fealdad aterradora. Wilson fue más hombre de espada que de palabra, pero si prometía venganza, la cólera del arcángel recaía sobre el infortunado. Regresó a Estambul. La cabeza del que había sido su torturador fue clavada en el palo mayor. Aquel día, pidió que le grabaran otro dragón en el cuerpo.
Luego llegaría su tercer tatuaje en América. Ahí su guardia personal estaba compuesta por negros reclutados de los palenques. Éstos habían jurado a sus dioses africanos morir por él porque les había otorgado el honor de masacrar a los que en su día se hicieron llamar amos. Wilson les prometió que regresarían a la tierra de sus ancestros, pero muchos prefirieron quedarse a su lado en alta mar.
El dragón de fuego se lo hizo marcar en los escollos de las costas africanas. Éste lo llevaba en la muñeca con la que hizo girar el timón para salvar la embarcación de un desastre seguro.
Wilson mostraba su mueca al crepúsculo antes de encerrarse a beber una botella de oporto en su camarote. Allí pasaba horas contemplando mapas y volcando el reloj de arena, porque sabía que el tiempo se le escurría entre las manos y que el orbe seguía siendo demasiado grande para poder recorrerlo en una sola vida. Él sólo quería poderlo contemplar con asco y decirle que su cuerpo cicatrizado había sido más fuerte que el destino. Había sobrevivido al escorbuto e incluso a un motín, pero la malaria lo estaba asesinando.
Dicen que desapareció durante una noche sin estrellas después de tatuarse su quinto dragón. Estas constelaciones momentáneamente extintas por falta de visibilidad eran las que lo habían guiado a través de rutas trazadas desde tiempos antiguos. Quiso aventurarse y saber qué había fuera de ellas, más allá de los bordes del camino, porque sabía que sólo le aguardaba la oscuridad futura y un olvido póstumo. Sabiendo que lo que pretendía era imposible, hizo igualmente aquella travesía prácticamente solo. Por esa razón lanzó sus cofres al océano, para poder navegar hacia el infinito a mayor velocidad.
Quienes miran bajo el mar buscando sus arcas volcadas, todavía pueden ver el reflejo de su mueca, terrible, sarcástica y heroica. Serpenteantes dragones de agua lo acogen y resplandecen junto a su oro bajo los mares del sur.