Narrativa

El viaje, un relato de Ernesto Taborda

Era una avioneta bimotor la que me transportaba a Fráncfort del Óder procedente del aeropuerto de Fráncfort del Main. Desde lo alto, el cauce del río Óder parecía una inmensa serpiente plana retorciéndose entre idílicos paisajes de prados, bosques y lagos del este de Brandenburgo, y la ribera oeste del lado polaco, buscando el Báltico.

Así fue que llegué a la ciudad bombardeada por la Fuerza Aérea Británica en el 44; y pisoteada por el Ejército Rojo ruso en febrero del 45 como antesala a la batalla de Berlín.

Siempre viajo solo. Por eso, horas más tarde, mezclado con un grupo de peregrinos baby boomer o pensionados como yo, recorrí el casco urbano, tomé fotos a las iglesias y una que otra selfi en varios de los parques de este pequeño Fráncfort , sin dejar de imaginar, por un momento, el ruido de las pisadas de las botas de británicos y rusos cuando entraron en ella. Miré al cielo azul y casi que veía las bombas saliendo de los bombarderos británicos caer sobre aquellas hermosas casas apacibles de la nueva ciudad. Entretanto, mientras una guía turística, de ojos grandes y azules, y pelo negro, prefería hablar de los vestigios del arte mudéjar en la iglesia de Santa María de la ciudad, yo seguía pensando en la guerra.

El próximo destino fue Berlín a 80 kilómetros del Óder. Y después, en un tren tras otro, el tour incluyó, no sé si involuntariamente, gran parte de las ciudades alemanas destruidas por la guerra: Dortmund, Dresden, Düsseldorf, Hamburgo, Hannover, Colonia.

Al pisar cada ciudad alemana, en este esperado viaje, un velo cubría mis ojos y se descolgaban ante mí las viejas imágenes de la guerra, en blanco y negro, como en los documentales de la BBC de Londres. Un turista chino, con el cual hice buena amistad, me hacía reverencias cada vez que le contaba alguna anécdota de los lugares visitados en aquella gira. El chino era quien me sacudía el brazo cada tanto para sacarme de mis introspecciones y poder seguir andando con el grupo.

—No pude traer a mi mujer— le dije al turista chino.

—¿Por qué?— me preguntó.

—No he podido, y ella entiende que viajo por conocimiento, no por simple esparcimiento— atiné a decir, con un sinsabor íntimo tras mi respuesta.

Fue entonces cuando alguien me habló al oído. Una voz suave, harto conocida. ¿Una voz conocida aquí? Si nadie me conoce y voy en un bote por el río Rin con rumbo al lado francés…

La voz suave me dijo:

—Despierta… ¿Qué hacías?— preguntó.

—Viajando— contesté.

—¿Sin mí, de nuevo? Esos libros— señaló el montón de libros a mi lado— y los documentales de la televisión sí que te ponen a soñar… pensé que te habías muerto, has estado profundo en esa mecedora toda la tarde. Pero, ¿adivina qué?

—¿Qué?

—Me llamaron de la agencia de viajes, nos aprobaron el crédito, y creo que esta vez sí podremos ir a tu Europa soñada, y me vas a tener que soportar, no podrás ir solo como en tus sueños. Lo necesitábamos porque ya estamos al filo de los 80 abriles…

—Mayo— le dije—, yo nací en mayo.

Me tomó de la mano, me levanté de la mecedora y fuimos juntos hasta la mesa de nuestra pequeña sala de comedor.

Foto cortesía: airlines. iata