Textos de autor

Desde arriba por lo bajo, un ensayo de Fernán Correale González

Escrito por Fernán Correale González

Empiezo mirando por la ventana cómo el otoño va transformándose en un cielo impoluto, sin nubes, está tan cerca del verano que sólo podemos tomar agua y escuchar desde un piso once cómo hablan las parejas en las terrazas de abajo, amparados por la sombra de un árbol gigante que da a la calle. Las risas de las mujeres suben como una letanía entre los cantos de los pájaros. Entro a IG, para distraerme, para no pensar en nada, para ver, sin mirar, la vida de los otros. Paso las historias y llego a una imagen en particular. Las piernas estiradas de Ariana Harwicz, depiladas —aunque no tiene importancia— al sol, relajadas. Los borceguíes negros contra el vidrio del auto, reflejando un atardecer en medio de la ruta, volviendo o yendo de París a los pueblos campesinos del sur. Con su esposo, seguramente, o su editor, o quién sea. Una escritora que destroza la prosa, surcando trazos asesinos, poéticamente criminales, personajes entrañables o repulsivos. Tuerce los límites morales. Juega con la sonrisa hipócrita del lector. Escuece la bilis hasta volverla un elixir indistinguible. Sus voces llenas de melancolía y locura imponiéndose en la trama. Es extraño ver la confianza que tiene hacia el conductor, o conductora, la entrega inocente o inconsciente. Total, haríamos lo mismo, en esa ruta que simula el desierto pampeano sin ningún árbol ni animal alrededor. Tal vez dormitará después, tal vez recordará un poema de Rimbaud y lo pronunciará con ese francés sudamericano distendido. Podemos imaginar como si fuera una cicatriz. Ese final a lo Cronenemberg de La débil mental, su ópera prima.

Inmiscuyéndonos en la vida ajena, por lo menos, hipotéticamente, podemos darle una vuelta de tuerca a la trama. Un granero gigante, como el de Riders of the justice. El campo francés, “la mansedumbre idiota de la llanura”. La “llanura” del primer mundo, rodeado de viñedos, importando los mejores vinos, consumiendo la mejor vendimia. “La vendimia de la calle, la delicia”. Viéndolas de un tirón, sin detenerse en los detalles, por ejemplo, no sabremos jamás si llevaba medias negras o de red debajo de los jeans. Salí de Instagram y fui directamente al ordenador, a la computadora, a escribir estas líneas. De súbito, recuerdo a las protagonistas, al final del relato, como ya dije antes. Tienen un accidente de tránsito la madre y la hija. Dos adictas al sexo, dos mujeres acostumbradas a la soledad, contumaces epígonos de la voz cascada por el whisky que cae como una catarata en un mar angosto. Tal vez, tendría, o debería, —esos dos verbos del infierno— volver a leer la novela, para que mi psiquis sienta de una manera más precisa, más certera, más fiel. Sólo recuerdo que la protagonista quería, entre muchas otras cosas, que un vaquero viril entrara, saltando el portón, poseyéndola violentamente, empotrándola contra algún ropero y terminar en Narnia. Esa necesidad por vivir experiencias límites donde la sangre bulle, que saquen del sopor cotidiano, esa pecera de amianto que no deja de asfixiar. Hoy es viernes, feriado. El viento entra por la ventana, entre los sonidos del único ascensor que funciona en el edificio. La prosa poética, es muy común en muchos escritores que saben manejarla, ya desde el siglo XX; sea Bolaño, Arlt, Fogwill, Piglia, Saer y un largo etcétera.

Ariana que lucha desde su prosa poética contra esa pureza para dejar a la vista los callos ríspidos de la experiencia. La intensidad viene ligada a un tono cinematográfico. Fue tanto el estupor que llegó a Hollywood. Veremos qué acontece. Está en buenas manos.

Del rigor de una vida de excesos. Excesos sin propaganda. Los verdaderos malditos son los que sufren en silencio, debajo de las sombras de los árboles, buscando detrás de las aristas del horizonte un afortunado extranjero, un malviviente perdido, que llegue a rescatar la mansa calma de los días que deambulan en derredor de unos ojos sin fe, aletargados, por la misma locura filial que ensordece el recuerdo, abruma, catatónicamente austera, exfoliando la nada, anexando cada momento en un ir y venir de acá para allá sin saber hacia dónde concluye. Deposita en un otro imaginario la salvación. Cierto es que nunca se logra. El otro expulsa, acompaña y reprime. Esa debilidad cansina lleva a la locura, al delirio y la muerte.

Podríamos pensar que Ariana escribe con las piernas, de ahí sale su impulso, sus cross a la mandíbula, sus ínfulas a lo Leopoldo María Panero. Como una niña maldita que te mira a los ojos mientras te apuñala con el rímel corrido y una sonrisa inocente en los labios pintados de un intenso carmesí. Podemos pensar que Ariana escribe mirándose fijamente a los ojos intentando descifrar “el cadáver dentro de la laguna”. Podemos pensar que Ariana escribe sobre la ruptura inicial y total, traumática y febril, de los vínculos. Podemos pensar que Ariana escribe para desafiar la ley de lo racional. Podemos pensar que Ariana traza un mapa para entender la locura. Podemos pensar en las sensuales piernas de Ariana, pero no demasiado, como un sueño ligero y en tránsito, que no llegamos a recordar del todo, como un amuleto, un dracma, que sirvió en un momento de crisis, de brote, de ataque de pánico con rédito, después de dar vueltas por Barrio Norte y enfrentarnos a una cafetería comercial y anónima donde nos llevamos un vaso que luego tiramos al desovillar nuestros miedos y dejar de lado esos pecados que nunca cumpliremos. Es cierto que no hay que pasar el límite de la fantasía porque, si lo hiciéramos, sería como la utopía que plantea Galeano y entonces quedaríamos invalidados sin poder dar el siguiente paso, sin poder dar, una vez más, ese salto al vacío, al abismo, con los ojos bien abiertos, sabiendo que en el trayecto una palabra resonará en el lado derecho de nuestro cerebro, ese hemisferio atroz, cancerígeno, que te da un bombazo mientras menos lo esperas, si no, pensemos en Casciari, ¿no? adiós.

               Imagen/Cuadro: The Man - Alfred Kubin (1902).