Juana, una buena mujer; un relato de Marta Leonor Puey
Son las tres de la tarde. Escuché que me llevan a las cinco. Hace mucho calor y ahora me van a tapar, yo estoy tieso y frío. Dos moscas revolotean alrededor de la boca entreabierta queriendo alterar mi calma. Juana está sentada al lado y las ahuyenta con la mano, ella siempre me tranquiliza. Veinte años juntos. Silvita se acerca y la abraza. Al que no veo es a Huguito. Siempre supo que si por mí hubiera sido no habría venido al mundo. Juana se había puesto esquiva, al acostarse apagaba la luz y se desvestía con la pieza a oscuras, lo pudo ocultar hasta el quinto mes; cuando me di cuenta me puse furioso, ciego, hasta me propasé; Juana nunca se quejó, cubierta con mangas largas lo disimuló como si no hubiera pasado nada, las llevó hasta que los moretones se le borraron. Nació y le puso mi nombre, debió ser para convencerme de que lo quisiera. Ni lo quise ni lo dejé de querer. Cuando lloraba de noche, Juana se levantaba lo llevaba a la cocina hasta que se volvía a dormir, sería para que no le tomara más idea. Hoy a la mañana Erica con el marido fueron los primeros en llegar, Juana recibió su saludo indiferente. Erica es polaca, viven enfrente y Él madrugaba para tomar el tren de las seis. Los encuentros furtivos eran temprano antes de abrir el almacén. Abrazada me decía: vos ayudas a mí a sacar soledad acumulada. Son las cuatro, el de la funeraria se acerca y le habla al oído a Juana que ahora está con Elena. Elena se vino a vivir con nosotros cuando murió mi suegra; me daba una mano en el almacén, había nacido Silvita y Juana estaba en otra cosa. Desmedida mi cuñada; al poco tiempo conoció un viajante y se marchó con él, fue un alivio. El de la funeraria retira la bandera que está cruzada sobre mi cuerpo y se la da a Juana que se la entrega al presidente del club que está con su mujer… una escultura. Una noche se reunía la comisión del club, la reunión terminó antes, yo saltando una ventana y perdiéndome en la oscuridad.
Juana siempre me acompañó, sumisa, callada, una buena mujer, me aguantó el mal carácter, sabía calmarme. Su costumbre era compartir una infusión antes de que empezaban a llegar los clientes. La última, trajo dos jarros de té, uno para ella y otro para mí: Juana, que gusto fuerte tiene este té, dije. Revolviendo el suyo con la cucharita, contestó: es de los saborizados, esos nuevos que llegaron la semana pasada.