Cartagena

La noche más oscura de la Media Luna

Al final de uno de los extremos del Camellón de Los Mártires de la Ciudad Vieja de Cartagena, acompañada de varias mujeres con ropa ceñida, aguarda Paola Andrea. Espera a alguno de sus amigos. Es una mujer, una madre, una hija, y algunos la reconocen como puta.

Son las 6:13 de la tarde. Una brisa trae un olor fétido. Paola Andrea comenta cualquier cosa con otra chica morena de unos veinticinco años, aspecto atrevido, pero de gesto adusto, casi violento. No están contentas, pero sonríen.

Veamos el origen de la palabra puta. Significa lo mismo en español, gallego, catalán y portugués y se repite con ligeras variantes en otras lenguas nacionales latinas —putain en francés, puttana en italiano— para referirse a una persona que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero. El origen considerado más probable es el bajo latín italiano putto (muchacha o muchacho), proveniente del latín clásico putus (niña o niño). Algunos etimólogos apuntan al latín putida, femenino de putidus (hediondo).

A esta hora la Calle de La Media Luna, sobre la que están Paola Andrea y las otras mujeres, se tiñe de azul, como un sendero mineral por el que transitan todos los hombres del mundo. Pasan extranjeros níveos llevando de la mano a sus novias. Un enjambre de autos avanza lentamente, todos las miran.

Los cartageneros, en cambio, están acostumbrados a la prostitución de esta calle del barrio Getsemaní. Lo ven como parte del decorado de casas viejas, casas en remodelación, y de bares a dos manos con música en vivo y licores y luces y estridencia y sudor.

Pero no es tan noche. Aún no se enciende el neón de los avisos de los bares. El anochecer apenas asoma su nariz. Por eso, porque aún no empieza la jornada laboral de Paola Andrea, puedo acercarme, primero como cliente, aunque no estoy interesado en ella, luego me revelo como periodista y le advierto, de modo cortés, que no le pago a nadie por hablar.

Es una mujer de 41 años. Lleva una blusa roja —apretada— con escote generoso y sin mangas. Pantalón corto negro. Sandalias. Su vientre es amplio, no es gorda del todo, pero sí rolliza. Tiene el pelo negro —graso—, las cejas pobladas y tatuajes en su espalda y piernas, vaya usted a saber en dónde más. No está demasiado maquillada y tiene la apariencia de una mujer de pueblo que ha visto épocas mejores. Expide una fragancia barata y dulce, quizá sándalo o lavanda.

De todas las chicas que esperan de pie a sus clientes furtivos, me ha parecido la menos ofensiva en sus gestos. Tampoco es una santa, pero creo que oculta la mirada de alguien que en algún momento fue una chica mansa.

—¿Dónde estamos?—le pregunté.

—Esta esquina es la popular Media Luna—me dice, desconfiada—. Este pedazo es zona roja. Esta zona antes era de droga. Unos cinco años atrás, había mucho ‘ñero’, mucha riña, era una calle más agresiva.

—¿Hace cuánto llegaste aquí, de dónde eres, quién te trajo?

—Hace 14 años. Vine de Cisneros, Antioquia. Eso queda por la vía de Medellín a Puerto Berrío. La primera vez que vine me trajo una amiga cuando tenía 16 años.

Un ventarrón nos despeina a ambos. Estamos sentados en una de las bancas próximas al antiguo Teatro Colón. Mientras habla, Paola Andrea se acomoda, tirando hacia arriba con ambas manos, las copas de su sostén.

Me cuenta que trabaja cuando le da la gana, casi siempre de 5 de la tarde hasta la medianoche, y solamente unos tres o cuatro meses seguidos, luego regresa a su pueblo rupestre de 9.000 habitantes para estar con su madre y sus dos hijas de 13 y 14 años. Desconocen cómo se gana la vida.

—Explícame cómo es la prostitución del Centro Histórico—le digo.

—Pasa aquí, en esta zona en donde estamos. Hay otros lugares como el reloj (Torre del Reloj), toda la Media Luna, y hay otros lugares, pero en otros barrios.

—¿Cuánto cobras tú, cuánto puedes hacerte en tu mejor noche?

—Cobro 30 mil por el ratico. Hay veces que en un sólo ‘cuadre’ me hago 400 mil pesos, pero hay veces que poquito: unos $100 mil. La hora vale 150 mil.

—¿Qué es lo que te gusta de este sector?

—Me gusta que aunque la gente consume droga, no es criticona. Es decir, la mayoría de la gente consume droga, perico o marihuana, pero en este barrio la gente casi no se mete, no como en otras partes. Aquí es normal.

—¿Y consumes tú?

—No. No bebo, ni meto droga—dice, distraída.

—¿Cuál es la diferencia entre trabajar aquí en la Media Luna y trabajar en la Torre del Reloj?

—Del otro lado de las murallas ya no puedo ser prostituta. Pero es casi lo mismo, las de aquí se van pa’ allá. Ellas están entaconadas, pero no tienen plata. Las de aquí tenemos plata en cualquier momento, esta zona es más movida que allá.


***

En este oficio, erróneamente, llamado ‘de la vida fácil’ no existe la amistad. Todo es interés, sobrevivencia.

Paola Andrea se prostituye hace catorce años aquí en la Media Luna. No tiene amigos y mucho menos amigas. Dice que trata a todas sus compañeras de la calle, pero, secretamente, no se fía ni de su sombra. Es natural. Algunas de ellas —me cuenta— van armadas con navajas y siempre buscan pleito, sobre todo con jóvenes inexpertos o con hombres descuidados.

—Sólo confío en mi mamá y ella no sabe lo que hago—dice, casi lamentándose.

—¿Quiénes son tus clientes?

—A veces cartageneros, otras veces extranjeros, que son los que me han ayudado. Hay uno español y uno tolimense. Son dos señores viejitos de unos cincuenta y pico años que siempre vienen cada dos años. El bachillerato de mis hijas lo pagaron ellos.

—Es tu trabajo, ¿pero alguna vez disfrutas realmente?

—Para mí no es placentero. No le doy mente, rapidito y fuera. Además, no me doy con todo mundo.

—¿Y cómo haces para reconocer los buenos y los malos clientes?

—Tu puedes hablar con una persona, pero estás mirando sus gestos, la cara, sus palabras. Cuando la gente es coleta no me gusta, o sea, son consumidores de droga, son ‘ñeros’. Pero más que todo yo ya tengo mis ‘amigos’, ellos me llaman o yo vengo. Vivo a dos cuadras de aquí.

—¿Hasta cuándo piensas dedicarte a esto?

—Hasta que termine de completar lo que necesito. Ya mis hijas me terminan el bachillerato este año. Yo soy modista, tengo tres máquinas, me falta una fileteadora.

Reconoce que a algunas de sus colegas sí les gusta el meretricio, “porque meten droga y toman mucho”. Y aunque no me revela puntualmente una advertencia, sí me dice que tenga cuidado con “ese grupo de las negras”.

—Ellas son cartageneras. Trabajan unos días y se van. Forman pelea. Son bochincheras, se cortan entre ellas mismas.

—¿De qué cosa has sido testigo en tantas noches que has pasado aquí?

—Aquí pasan cosas todos los días. A ellas les roban, les pegan, las quieren ahorcar, porque ellas son ‘malamañosas’, y el hombre también las pilla robando, por eso yo me la paso solita.


***

Cuando me plantee una entrevista con una prostituta quise hablar con una mujer de edad, o al menos con la más antigua. Paola Andrea me dice que ella las conoció, pero que ya están en sus casas porque “están demasiado señoras; a algunas las han asesinado”.

—¿Qué es el éxito para ti?—pregunté, sin malicia.

—El éxito para mí es el éxito de mis hijas. Hasta donde las he logrado sacar.

Irá a verlas, “con el favor de Dios”, en septiembre, mes en el que —dice— abandonará la vida de prostituta.

Y usted, ¿todavía cree que es una vida fácil?

Imagen: Cortesía.