Narrativa

El perfume, un cuento de Amelia Beatríz Bartozzi

Me enamoré muchas veces en mi vida, pero nunca como aquella vez. Me enamoré de un olor, de una fragancia, de un aroma, de un perfume. No sé qué era en realidad. Lo olía en todas partes. Pero sólo yo lo sentía. Era un olor fuerte y penetrante. A rosas, a jazmines, a azahares, a pachulí y a frutas. Cuando viajaba en tren o en colectivo, una ráfaga fuerte entraba por la ventanilla; cuando caminaba por las calles, incluso por basureros y lugares que apestaban de olores fétidos, sentía ese perfume.

Si había gente alrededor, me acercaba, disimuladamente, para saber si provenía de ellos. Pero no. Cuando llegaba a casa y abría la puerta, me sorprendía el mismo perfume. Al llegar a mi trabajo, al entrar al salón para dar la clase; siempre envuelta en ese olor. Les preguntaba a mis alumnos, a mis compañeros de trabajo, a mi familia si sentían ese olor tan penetrante. Nadie lo sentía. Sólo yo. Más de uno habrá pensado que estaba loca. En ocasiones, yo también lo pensaba.

Mi vida era un suplicio. Llegué a consultar a varios médicos; primero clínicos, luego psicólogos, y hasta psiquiatras. Todos coincidían en que era un invento de mi imaginación. Llegaron a recetarme una medicación. Supongo que ya estaría diagnosticada con algún tipo de enfermedad mental.

El olor quedaba en mis labios, en mi pelo, en mi ropa, entre mis papeles y mis libros, en todo mi cuerpo. Era inútil que me bañara —a veces dos o tres veces al día—, que me pusiera un perfume, cualquier perfume; el olor no se iba nunca.

Tenía un novio que me amaba, y al que creía amar. Comencé a dudar de mi amor. La sensación de culpa me carcomía por dentro. Ya no podía estar con él sin sentirme embriagada por ese perfume, que sabía que no era el suyo. Llegó hasta repugnarme su presencia y su olor.

Él era muy bueno; estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio por mí y por nuestra relación, pero también me pedía que pusiera más voluntad de mi parte para salvar nuestro cariño.

El día de mi cumpleaños llegó a casa con bombones, me abrazó, y mientras me besaba, pude oler el olor en él, ese olor que me tenía enloquecida, de amor, quizás. Ya era para mí algo natural; es más, no podía vivir sin ese olor.

Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Separé mi cuerpo de él y, temblando como una hoja, le pregunté:

 —¿Te pusiste otro perfume? ¿De dónde lo sacaste?

 —Es mío. Lo tengo hace mucho tiempo, pero no lo usaba. Hoy lo encontré y me lo puse.

Completamente turbada y confundida, seguí preguntando.

—Estás seguro que nunca antes lo usaste?

—Sí. En realidad no era mío.

—¿De quién era?

—De mi hermano. Pero ya murió. Hace dos años.

—¿Cómo murió?

—En un accidente. Estábamos juntos. Volvíamos de una fiesta; él manejaba. Íbamos discutiendo; me recriminaba que yo había bailado toda la noche con la chica que le gustaba a él.

—¿Lo querías mucho?

—Sí. Pero estaba celoso y quise molestarlo. Siempre fue el preferido de mis padres; todos querían estar a su lado, los amigos, las chicas. Tenía buen humor y era divertido, muy fachero, un seductor con las mujeres.

—¡Qué raro que nunca me contaste nada!

—Es que es algo que trato de olvidar. Me siento culpable por su muerte. Fue mi culpa.

—¿Qué pasó?

—Le dije que lo había hecho a propósito; él se enfureció y perdió el control del auto. No puedo quitarme de la cabeza sus últimas palabras: “Esto no va a quedar así. Me voy a vengar”.

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