Textos de autor

Libros que no iban a ser publicados

Ya sea a voluntad de su autor o más allá de sus intenciones, cuando un libro es publicado pertenece más al mundo que a quien lo escribió. Es más, hay quienes dicen que ni siquiera es menester la publicación, sino simplemente haber tenido el coraje de depositar signos en una hoja con cierto sentido y significado para correr el riesgo de superar sus expectativas e ir más allá de la intención con la que emprendió ese acto trivial, pero no menos místico, que es escribir.  

A lo largo de la historia, antes y después de Gutenberg, muchos hombres han puesto sus ideas, sentimientos u ocurrencias por escrito, ya sea con un interés o fin exclusivamente íntimo. O bien pensados para el alcance de determinado público o en últimas de todo el mundo.

A continuación, haré una breve reseña de libros que hoy tienen prestigio pero que originalmente ni siquiera habían sido pensados para que viesen la luz. Destinados a perecer en llamas o permanecer hasta su deterioro total en alguna biblioteca, cárcel o cuarto de hotel de mala muerte. En últimas, libros que nos hacen agradecer a las eventualidades del destino que permiten que legados como estos puedan llegar hasta nosotros, desafiando así el olvido y el anonimato a los que en algún momento estuvieron ceñidos.

De este tipo de textos podemos diferenciar dos grupos básicamente, los textos de carácter personal y que son tomados como material autobiográfico: epístolas, diarios y cuadernos de apuntes. Y los textos de carácter creativo o experimental. Ahora bien, no se puede negar que el carácter artístico de los segundos suele verse más marcado que en los primeros, sin embargo, cabe destacar que en cuanto su valor estético e informativo suelen ser tan relevantes los unos como los otros.

Se entiende que en cuanto a cartas, diarios y cuadernos estos aguardan un contenido que la mayoría de veces es de carácter sumamente íntimo y donde suelen abordarse problemas personales, perspectivas de la vida y dilemas  con el mundo y de paso con uno mismo. Entre tanto se sabe que todo escritor a quien la literatura lo desborde, escribirá siempre más de lo que quisiera, casi tanto como le sea posible, cual si fuese una condición para mantenerse vivo. Es por ende de esperarse, que de una prolífica escritura sobreviva un material considerable, que luego nos permitirá indagar un poco sobre la vida del individuo detrás de ella.

Tal es el caso de los epistolarios del poeta Reiner Maria Rilke, sin dada un conjunto de documentos que nos permiten tener una idea de sus relaciones con otros personajes insignes como: Paul Valery, Lou-Andrea Salome, el escultor Auguste Rodin, entre otros. En estas cartas se dejan en evidencia muchos aspectos de carácter personal, pero también otros que por su temática y la profundidad con la que es tratada, trascienden a su destinatario y parecen dirigirse a toda la humanidad.

Una muestra fidedigna de esto último, son las cartas que intercambia con el cadete Kappus; cuatro misivas de una solemnidad incomparable, donde con mucha humildad y belleza el poeta se dirige al joven y lo aconseja en temas tan significativos como la creación artística, la soledad, la muerte, el amor e incluso lo sobrenatural. Este documento es un testimonio de la grandeza espiritual de Rilke y un legado para todos aquellos que sientan el llamado de la poesía, el arte o la vida misma. Su publicación fue en 1929, tres años después de la muerte del poeta, y como el resto de su epistolario se publicó sin saber si tal era su deseo. Los expertos en su obra consideran que el cuidado de estos documentos hacen pensar que sí, aunque Rilke no se pronunciase al respecto en vida.

Otros epistolarios también celebres por su indiscutible valor literario e informativo y que además cumplen la condición de publicarse sin haber tenido en cuenta si esa era o no la disposición de su autor, son: las cartas de James Joyce a su esposa Nora o las de Louis Ferdinand Celine a la suya desde la cárcel en Dinamarca. En ocasiones estos epistolarios son un complemento sustanciosos para entender más la obra de algunos autores como es el caso de Kafka o Freud. Y también una ventana indiscreta a determinados periodos de su vida donde la correspondencia se convierten en el último refugio ante la pena, como pasa con De profundis de Wilde, Las cartas a Theo de Van Gogh que aunque no es escritor, no es arbitraria su mención.

Los albaceas literarios son quienes suelen encargarse de esta divulgación póstuma, por un deber moral e intelectual con la obra de sus maestros y el beneficio que implica para todos los interesados en la misma. Es así como Elizabeth Anscombe hace un aporte magnifico a la obra de Wittgestein cuando en 1953 publica las Investigaciones filosóficas dando a conocer al mundo una faceta nueva y controvertida de este pensador, que con este texto complementa y critica de forma decisiva las premisas que sostuvo en su ópera prima, el Tractatus lógico-philosophicus.

Finalmente han salido a la luz cartas, diarios y otros documentos del mismo autor con el paso de los años. Uno de los más interesantes son sus cartas a su hermana durante un periodo de crisis nerviosas y que dejan entrever el interés por Wittgestein en las cuestiones espirituales a las que denomina De orden superior; así mismo son sus notas sobre temas relacionados a la ética, la cultura, y el arte, una destacable miscelánea de ideas diversas que son reunidas bajo el título de Aforismos sobre cultura, arte y valor.

Ahora bien, la muerte de los autores, no es una condición para que textos que no estaban predestinados al público, lleguen hasta él. Algunos autores cuya naturaleza artística se podría catalogar como desbordante, tienen textos que por su naturaleza personal no eran para el público, pero al revisarlos tiempo después, notaron su valor estético o la particularidad de los mismos y terminaron dándolos a sus editores para ser publicados. Dos ejemplos esplendidos para ilustrar lo anterior, son un par de diarios que tienen de común a París como escenario y a sus dos autores pasando por una crisis vital.

El primero es el escritor sueco August Strindberg, cuya obra Inferno publicada en 1897, es en gran parte un intento de diario escrito en una crisis de nervios durante su estadía en París. En el quedan retratados anécdotas pintorescas de ese periodo de su vida donde exploró la alquimia, el ocultismo y la filosofía de Swedenborg; además de ser víctima de experiencias de marcado carácter psicótico.

A pesar de todo este trasfondo decadente y enfermizo es considerada una masterpiece de la literatura precisamente por su carácter exótico que no escapó a los elogios de Henry Miller en Trópico de Cáncer. El segundo ejemplo, es Opium del poeta Jean Cocteau, un diario donde tomó nota de su desintoxicación, empleando dibujos y varios estilos de escritura. Una miscelánea de textos que el autor una vez  revisó a conciencia, publicado en 1931; si bien continúo fumando opio, con este personalísimo libro dejó un registro estético inclasificable cuyo valor poético, historiográfico y crítico es inequívoco.

Siguiendo esta línea, no está de más citar lo ocurrido con Marginalia de Edgar A. Poe, una serie de comentarios y reseñas que el autor había ido acumulando a lo largo de los años en los márgenes de los libros que leía y que en uno de sus muchos apuros económicos decidió compilar en folios y entregarlos al editor para tener con que comprar medicinas para su esposa Virginia.

Finalmente otro ejemplo celebre, fue el de William Burroughs y su libro El almuerzo al desnudo, el cual antes de su presentación como texto íntegro, era una compilación de ocurrencias, anécdotas, experimentos literarios y escritos sueltos acumulados por el escritor a lo largo de los 15 años que estuvo sumergido en el mundo de la droga, como el mismo lo dice en el prólogo “son los apuntes y las notas de mis delirios de aquellos años”. No fue sino hasta que Allen Ginberg los descubrió que incentivo a Burroughs para su publicación.

Con estos ejemplos se puede concluir que la genialidad de un libro publicado no tiene como condición el deseo de divulgación previo o simultaneo a su escritura, sino que este último puede ser una consideración posterior a la gestación del mismo.

En el terreno de la poesía los testimonios no escatiman, uno de los casos más célebres es el de la poeta norteamericana Emily Dickinson, cuya obra en su mayoría fue revelada al mundo de forma póstuma. También es conocido el caso de Hölderlin que pudo publicar significativos textos en vida pero una vez fue presa de la locura, interrumpió esta labor, siendo que los poemas de esos treintaisiete años tormentosos tuvieron que esperar que muriera y la familia de los Zimmer dispusiera de los 49 poemas que pudieron salvarse de la prolífica producción que se supone de esa lúgubre época.

Aquí en Colombia, parecido fue el caso del poeta Raúl Gómez Jattin que si bien en los periodos en que padeció sus crisis esquizofrénicas se sabe que escribía, demostrando que su enfermedad no limitaba su creación. Su último libro emergió de uno de tales accesos, precisamente de aquellos que resultaron postrimeros para él. Este libro, con un título homónimo al póstumo libro de Hölderlin Poemas de la locura hace un retrato tan interesante como siniestro de la naturaleza delirante que minaba el alma de Gómez Jattin durante esos días finales.

No se podía terminar este escrito sin hacer mención del caso Franz Kafka,  a quien su mejor amigo y albacea literario se negó a coincidir con su última voluntad: quemar todos y cada uno de sus manuscritos, que eran la mayor parte de su obra sin publicar y que incluía tanto textos de carácter personal como artísticos; las epístolas a sus dos prometidas, amigos y familiares, diarios que datan de 1910 a 1923; tres novelas y una colección de cuentos bastante fructífera de la que antologías publicadas hasta entonces no eran ni la mitad.

Gómez Jattin, cortesía El Heraldo

Ahora bien, si vale la pena rescatar un texto de Kafka con la misma suerte de todos los reseñados hasta aquí; y que además resulta un poco extraño por su forma y contenido, esos son los Aforismos de Zürau, o también conocidos como Reflexiones sobre el pecado, el dolor, la esperanza y el verdadero camino. Kafka escribió esta breve y profunda colección de máximas durante su retiro en los balnearios de la pequeña provincia de Zürau en 1917 en donde se retiró un tiempo durante su primer ataque de tuberculosis por recomendación de su médico y su hermana.

Durante su estadía, se inició en la lectura de Kierkegaard, leyó la biblia y la biografía de Alejandro Magno. Sin duda influenciado por estas lecturas, sumado a su estado emocional previo a ellas y a todas las tribulaciones de siempre, este cautiverio reflexivo dio como resultado una veintena de páginas cuya lectura es como el mismo Kafka refería que debía ser un libro “como un hacha que rompe el mar congelado que habita nuestros corazones” y no fue sino hasta 1953 que pudimos tener esa joya irrepetible al alcance de nosotros.  Sin duda, la mayoría de la obra de este escritor pertenece a esa clase de libros de los que hablamos aquí: que no iban a ser y terminaron siendo.

Pienso, para concluir, que si hay algo que demuestran los libros de esta naturaleza, es que cuando un escritor está consagrado a su arte, la literatura se convierte en algo que brota de él con total espontaneidad y con un sentido estético que diera la impresión de tener cierta independencia de la voluntad de ellos, como si fuese una condición innata que va más allá de la conciencia de quien escribe. Por otro lado también nos hace pensar en todos los posibles libros que aún aguardan por ser descubiertos y publicados, así como también, los que sólo nos queda extrañar suponiendo que ya no verán la luz. Lo que sí es seguro, es que estos libros son una buena razón para agradecerle al destino, al azar o a la providencia, por no permitir que perecieran, por dejarlos ser como tantos otros textos: un lugar común para el alma de los hombres del que si se hubiesen visto vedados, sin duda no alcanzaría a imaginar lo mucho que pudieron haberse lamentado.

Fotografía: Biblioteca Nacional de Colombia