Narrativa

Telarania, un relato de Marta Leonor Puey

Se había detenido en el marco de la puerta. De espaldas a él sabía que me miraba buscando una respuesta a la pregunta que no había hecho y que yo intuía. Hizo ruido con el bastón para decir: “Aquí estoy””. Fue tal su muda insistencia que volteé, y sin hablar pregunté con la mirada. Con palabras que sonaban a tañidos dijo: “Es la hora de mi baño”. Con mis manos hinchadas por un brote artrítico, apoyadas en la mesada húmeda, respondí Bañate. Hamacó su cuerpo apoyando en el bastón el medio lado inutilizado por el ACV, lo reacomodó sostenido en el otro medio lado útil, giró y se encaminó hacia el baño. Sabía que solo no lo podía hacer. Siempre y desde los tiempos supe que solo no podía con nada, y secándome las manos con lentitud aguardé su segunda demanda, que ya flotaba en el aire y que no tardó en traducirse en palabras con sonido. Al principio nuestro mundo estuvo poblado de palabras con sonido, de frases que nos rozaban tibiamente; los años las convirtieron en reproches que rasguñaban, y fue cuando decidimos, de a poco y cada vez más, sacarles lo que se había convertido en ruido, para no lastimarnos más de lo que la vida se había propuesto inventamos diálogos mudos. Terminé de secarme las manos cuando el silencio de la casa se quebró con el reclamo ronco de un: “Ya estoy en el baño y me tengo que bañar”. Consiente de su inutilidad histórica, ahora, desvestida por la enfermedad justa para que la advirtiera sin negación alguna, esperó a que me acercara a él, con lentitud comencé a desvestirlo y cuando terminé de desvestirlo para que entrara a la ducha con palabras, con sonido, me dijo imperativo: “Sosteneme, no ves que me puedo resbalar”. Lo miré y con palabras, con ruido, le contesté es lo que quiero así te desnucás y le di la mano, abrí la ducha, lo enjaboné, viendo con qué miedo se aferraba a la agarradera del baño para no resbalar, le lavé la cabeza que agachó con la mansedumbre de la inutilidad, que yo refregué con la energía de la rebeldía, y lo sequé, lo vestí, lo acompañé hasta la cama, lo tapé; cuando apagué la luz le escuché decir: “Así no podemos, ya nos estamos odiando”.

En mis años jóvenes el entorno apremiaba, rápidamente iba de un trabajo a otro, rápidamente me levantaba a las seis de la mañana para no perder el presentismo, rápidamente dejaba las instrucciones antes de irme para que él pudiera aplicar su utilidad en el espacio casa-hogar. Y lo hacía. Cuando volvía la casa me esperaba en orden y con las fauces abiertas demandando las necesidades de otro y otros días que se fueron sumando, que se convirtieron en años, y que venían de los otros años, de los del inicio, de los que no sabía cómo iban a ser, pero que sí, mi vida siempre fue eso: ser niña mujer, adolescente mujer, mujer mujer. Y siempre lista para recibir el aplauso del entorno y creer que era amor. Y un día cuando la sangre se fue entibiando, los pasos se hicieron más lentos y sentí que no me alcanzaba la ropa para abrigarme, me di cuenta qué es el amor y qué es la necesidad de uno y la del otro, y que se confunden, y que los brazos de un niño enroscándome el cuello y pegando su carita a la mía, era amor, y que amor-necesidad, necesidad-amor, era vínculo que yo necesitaba para creer en el amor.

Salí a la galería, fumé un cigarrillo, miré el cielo estrellado, escuché los grillos, sentí la brisa suave de la noche sobre mi piel. Entré a la otra habitación donde estaba la cama para las visitas y me acosté. Los grillos seguían chillando, algunas ranas les contestaban, el aire se colaba por la celosía. Miré el reloj, dos de la mañana; en Madrid siete de la mañana, Claudia estaría preparando a los chicos para llevarlos a la escuela y seguir a su trabajo. Julito en San Pablo dormiría. Prometieron venir para fin de año. No conciliaba el sueño, me levanté caminé por el pasillo, me detuve bajo el marco de la puerta del dormitorio; en la penumbra vi como con el brazo útil corría la sábana y acomodaba mi almohada. Amanecimos juntos.