Textos de autor

Demasiado humano: Fiódor Dostoyevski

Es muy difícil decir algo acerca del insigne Fiódor Dostoyevski que no se haya dicho antes en sus biografías oficiales, apócrifas y en el centenar de estudios e investigaciones que han versado sobre su vida y obra. En éstos han quedado al descubierto los elementos biográficos, estéticos, filosóficos e incluso espirituales acerca de todo lo que atañe a su influencia en su época y en las que le sucedieron.

A propósito de los 200 años de su natalicio y de su influencia innegable en la cultura.

No pretendo ahondar en ninguno de estos aspectos. Lo que ofrezco es mi experiencia a través del sublime laberinto de humanidad que es el compendio de la obra de este ruso, quien se sentía el más ruso de los rusos. Su modestia no lo dejaba entrever que era quizás un hombre universal. Uno que se enternecía y lloraba con el dolor de otro al que descubría como un igual.

Por tomar una expresión de quien más adelante sería uno de sus más acérrimos admiradores, cuando hablamos de Dostoyevski, estamos hablando sin duda, de “Un humano, demasiado humano” uno de esos hombres que en el complejo caleidoscopio de su alma pareciera albergar la imagen de todos los hombres que existieron y existirán. Y por ende resultan tan profunda y al mismo tiempo familiar todas sus reflexiones sobre la naturaleza humana.

En ocasiones suelo creer que nadie ha estado más cerca de describir lo que significa el encuentro con Dostoievski por primera vez, que Borges. En su prólogo a la célebre novela Los endemoniados donde profiere la siguiente sentencia casi poética “Como el descubrimiento del amor, como el descubrimiento del mar, el descubrimiento de Dostoievski marca una fecha memorable de nuestra vida”. Concuerdo con esta aseveración, porque tal fue la impresión que dejo este escritor en mi vida. Lo mismo manifestó Albert Camus, quien lo leyó en el liceo, y luego, después en los largos periodos que estuvo en sanatorios a causa de su tuberculosis, de ello hace mención en una carta a un amigo cercano.

“Los endemoniados es una de las cuatro o cinco obras que yo pongo por encima de todas las demás. En más de un aspecto, puedo decir que me alimenté de ella y que con ella me he formado… Las criaturas de Dostoyevski, lo sabemos bien ahora, no son ni extrañas ni absurdas. Se parecen a nosotros, tenemos el mismo corazón”.

Ese humanismo dostoyevskiano, ese desvivirse por causas de elevadas cimas morales, ese interesarse por el desprotegido y el marginado, y sobre todo el constante cuestionamiento del sentido de la vida, se entrevé en la obra del Premio Nobel. En especial la anterior novela citada, que tomara como referente filosófico en su Mito de Sísifo, al abordar el suicidio de Kirilov y que más adelante adaptara al teatro. Como él, su contemporáneo el filósofo J.P. Sartre, encontró en la obra de Dostoyevski, precedentes de los cuales se podía aprovechar el creciente movimiento existencialista, tal y como lo deja al descubierto en su texto El Existencialismo es un humanismo para sentar sus derroteros teóricos.

Precisamente fue a través de estos autores que di con la obra de Dostoievski, me aproximaron a su maestro en común y yo ni siquiera imaginaba el coloso literario al que estaba a punto de enfrentarme. Por aquel entonces tenía unos 16 años y estaba inmerso en la lectura de novelistas franceses y los llamados escritores de la generación perdida norteamericana. Ciertamente tuve una adolescencia algo solitaria y problemática, en ese entonces estas lecturas eran un refugio de todas las vicisitudes que atravesaba: la muerte de mi padre, el luto por esa infancia que se me iba de las manos, abrir los ojos a una sociedad ambivalente y contradictoria, ese impulso juvenil hacia experiencias al límite donde pudiese probar mi ser y descubrir mis propios alcances. A todo esto es preciso sumarle, el simultaneo descubrimiento de la obra de Sigmund Freud, quien más adelante descubrí que también había sido gran admirador suyo, como lo testifica en su ensayo psicoanalítico Dostoyevski y el parricidio donde lo consagra como una de las cumbres de la literatura universal, más allá de analizar sus presuntos rasgos psicopatológicos.

Esa primera ventana a través de la cual me asomé a su obra y posteriormente a la literatura rusa sobre todo de la época de oro, fue la que es quizás, su obra más divulgada y reconocida Crimen y Castigo. Me atrevo a decir que antes que Nietzsche, fue la primera vez que un hombre me hizo cuestionar las razones de mis actos, la voluntad y el poder que yo tenía sobre la ética que los justificaba y el papel que podían tener los mismos para la vida de otras personas cercanas y no cercanas a mí; en otras palabras fue la primera vez que sopesé aquello que el ya citado Nietzsche llamó en su lengua: Umwertung der Werte y que se traduce como “transvaloración de los valores” que en últimas, desembocó en un hacerse más consciente de los motivos que movilizaban mis actos y más responsable con las consecuencias que acarreaban.

Lo que sucedió después fue un interés febríl por todo lo que concernía a él. Expediciones urbanas hasta lo más recóndito del centro de mi ciudad para encontrar sus libros de segunda mano y lo más económicos posibles. Largas temporadas en las bibliotecas municipales, a donde iba a buscar los títulos que no podía hallar entre los fatigados libreros del centro. Mi abuelo, con quien además del nombre y apellido compartía la pasión por la lectura, apenas había leído Crimen y Castigo y precisamente fue su ejemplar, ese primer libro, del que ya hice referencia.

Sin embargo, en mi afición por el gran Fedor, lo arrastré conmigo y cuando quisimos darnos cuenta, ambos nos hallábamos inmersos en esas tramas llenas de alcohólicos sentimentales, asesinos en busca de expiación, prostitutas con almas de santa, artistas bucólicos, burócratas filántropos y abyectos, patrones desalmados, familias disfuncionales; en fin, habíamos caído en el sórdido encanto de las pobres gentes, el de los humillados y ofendidos.

Mi abuelo, un hombre con entrañas sentimentales bajo una apariencia hosca que en individuos como él, resulta una coraza para poner sus emociones a salvo del mundo. No podía mantener su entereza estoica cuando interactuaba con nuestro difunto amigo, a quien más que un amigo, considerábamos una especie de antepasado espiritual. Esa frialdad superficial que le caracterizaba se desvanecía en esos lapsos en que tenía noticia de la desdichada Nelly y su orfandad producto de la perfidia, o de la desaventura de Dimitri Karamazov que pagando por un crimen que no cometió intentaba expiar todos los que había cometido la humanidad, la inocencia ética del príncipe Mishkin o la correspondencia entre Varvara y el viejo Makar que junto con la que se da entre el narrador y Nastenka en Noches Blancas eran los textos que más apelaban a esa ternura que se esconde en el fondo de todo hombre como aguardando para no encontrar tan frívola e insulsa a la muerte.

Sólo le vi llorar dos veces a él, mi abuelo, cuando murió mi padre y el día en que fui a visitarlo, acompañado por casualidad de un ejemplar de Noches Blancas, releímos la última carta “mañana” y en la última escena en que la protagonista se disculpa con el narrador diciéndole que no puede amarlo como él desearía y ofreciéndole como consolación una amistad que es aceptada con resignación. Cuando llegué a esta parte y alcé la mirada, me sorprendí de ver sus ojos húmedos y algo de su roció corriendo por sus mejillas. Cuando se dio cuenta que lo noté, se disculpó diciendo “Mijito, es que si algo le recuerda a uno que está vivo y que es humano son las lágrimas, llorar. Sobre todo cuando es por el dolor de un prójimo que nos recuerda o nos hace temer experimentar un dolor igual”. Jamás olvidaré esas palabras, ya que por un instante, tal vez aún influido por la reciente lectura, me pareció sentir que mi abuelo era el mismísimo Dostoievski o que en su defecto el alma de este último hablaba a través de él.

Años más tarde, preparando una modesta conferencia sobre el escritor ruso, revisaba un texto de Stephan Zweig en que destaca de Dostoievski, algo que según él compartía espiritualmente con otros gigantes de la novela como Balzac y Dickens. Aquello es precisamente tener el poder de apelar al sentimiento de fraternidad que hace sentir a cada hombre como todos los hombres, y nos despierta el interés por la vida de todas esas criaturas que nos rodean y que se hayan lanzados al mundo en busca de un sentido al igual que nosotros. Supongo que las palabras y las lágrimas que profirió mi abuelo aquella tarde, eran una materialización de ese “algo” casi místico a lo que hace referencia Zweig.

A 200 años de su nacimiento, me atrevo a decir que hoy por hoy la obra de Dostoievski es más vigente y necesaria que nunca. Pienso que las últimas circunstancias que hemos vivido como especie nos dan muestra de lo mucho que hace falta apelar a esa sensibilidad filantrópica que se haya latente en todo ser humano para contrarrestar un poco el egoísmo y el narcisismo que basta con entrar a los medios para dar cuenta que es el pan del día. Y es que en una sociedad que invita a la indiferencia, que aplaude la inmoralidad ridiculizando a los sabios y ovacionando a los imbéciles, vistiendo al vicio de virtud y a la ética en debilidad. Reivindicar a los hombres que  han retratado los más altos y bajos ideales humanos, nos sirve para dar cuenta del mal que somos capaces y de la bondad que también nos conforma. Además de invitarnos a encontrarnos y desencontrarnos en una gama de personajes no menos reales que nosotros por ser producto de la ficción. Después de todo en el caso de Dostoievski, secundo a Freud, Nietzsche, Joyce, Mann, Tolstoi, Hamsun, Hemingway, Kafka, Cortazar, Miller y  los ya citados y los que no cité, en la premisa de considerar a este autor, no sólo un escritor, sino un psicólogo, un profeta del que nuestra época y sobre todo occidente, es uno de los más notables deudores.  

Sin duda todos estamos en deuda con el destino, desde ese día en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, en que un 22 de diciembre le fue conmutada la pena de muerte a Dostoievski, en especial porque de acuerdo con los críticos sus obras más celebres vinieron después de la condena que recibió en Siberia en reemplazo de su pena capital. Como dijo un paisano suyo no tan simpatizante de su obra, Nabokov “No se puede saber si la literatura sería mejor o peor sin Dostoyevski, pero ciertamente no sería la misma, y cabría preguntarse cómo se habría llenado el basto espacio que ocupan todos los demás literatos seguidores de su obra de no haber existido esta última”, en lo personal concuerdo con que es menester esta suposición para dimensionar el impacto del homenajeado en la cultura y principalmente en la literatura… en lo personal pienso que puede que lo extrañáramos aún sin haber existido, o que puede que como piensan los gnósticos o los cabalistas, era de una de aquellas almas cuya presencia sobre la tierra resultaba imprescindible. Por lo menos para la vida de quien escribe lo ha sido y lo sigue siendo.

Imágenes: Cortesía.