El aceite de Marilyn, un relato de Eduardo Viladés
Texto de narrativa del escritor y dramaturgo Eduardo Viladés, segundo clasificado en la edición 2023 del Certamen Internacional de Literatura Severa Galán de Extremadura, España.
Escrito por Eduardo Viladés
La llamada a Jaén a despertar de su modorra que hacía Miguel Hernández en 1936 se repetía en las decenas de marquesinas que engalanaban el pueblo. Justo ese día Antonio Muñoz Molina recibía el Premio Príncipe de Asturias y varios pueblos de la comarca de Sierra Mágina le rendían homenaje, entre ellos Pegalajar. La zona había sido la protagonista de novelas como El jinete polaco o Beltenebros. Desde mi habitación observaba el trajín de los viandantes. Me daba pena observar cómo habían cambiado los tiempos, cómo la azada se había reemplazado por unos aparatos herméticos que vibraban y emitían sonidos estridentes, cómo los niños ya no jugaban a la comba o al escondite, cómo la ciudad se había quedado sin vida. No se me permitía dar consejos ni interactuar con mis congéneres, pero era consciente de que esta sociedad nacida de la ignorancia y la inmediatez de pensamiento cada vez tenía menos tolerancia a cualquier tipo de sufrimiento y malestar. La necesidad de la gente de ser feliz provocaba que no soportase convivir con la tristeza. A mí me había sucedido justo lo contrario. Hay vidas que no tienen suerte y comienzan a morir desde el momento en que nacen…
Mi padre era el dueño de una empresa que distribuía aceite de oliva de Sierra Mágina por toda España y mi madre, un ama de casa que faltó cuando yo era una niña. Se cayó por un barranco. Algunos dicen que una piedra colocada a traición en el camino le jugó una mala pasada. Otros aseguran que se suicidó. Yo creo que ella misma se tiró, había sido víctima de una existencia descuidada y eso acaba pasando factura. De mi padre saqué el carácter aventurero y de mi madre, la pena. De mi padre heredé las ganas de soñar y reinventarme cada minuto y de mi madre, la angustia. Quizá por eso fallecí un 4 de agosto de 1962, como Marilyn. Al igual que ella, siempre fui una mujer rebelde, llena de vida pero, al mismo tiempo, tocada por la muerte. Tenía los ojos gastados de observar la realidad que me circundaba y supongo que, como mi madre, nunca encontré mi lugar en el mundo. Por eso el día que desaparecí fue también el que comencé a respirar. De repente, los vacíos de mi puzle interior se llenaron. Las piezas encajaban. Esto me llevó a pensar que era la propia vida la que no me dejaba vivir. La muerte no supone ningún riesgo si hemos creado las condiciones inevitables para su llegada. Sin darme cuenta, empecé a pasear por las calles de Pegalajar y a visitar sus monumentos, a lanzarme por los riscos de la Peña de Jaén, hablar con la gente de la cesta de la compra cuando salía del mercado de abastos e indignarme por los exorbitantes precios de la luz. Mi rostro, antaño exánime, se llenó de luz…
En realidad, no hablo con mis vecinos, soy un fantasma, sería imposible, pero me meto en sus mentes y sé lo que están pensando, un modo poco ortodoxo de interactuar con ellos pero el único que me queda. Hago todo esto sentada en una habitación que huele a moho. Me recuerda al aroma que desprendían las aceitunas inservibles molidas en la vieja almazara de mi padre. También me recuerda a mi infancia, una época en la que olía a pis, a roña y a sudor. Si mi pubescencia fuera una habitación sería una destilería en la que ha muerto un camello y está pudriéndose. Mi madre sería la dueña del establecimiento. Con ella nunca hablaba de cosas reales, de la verdad, como si el silencio sobre lo que ocurría en nuestras vidas nos defendiera de la crueldad implacable de la realidad, que siempre termina llegando. Si no hiciese estas cosas mi día a día sería muy aburrido y aún no estoy preparada para entrar en el limbo. Del cielo no hablo porque sería como preguntarle a un becario qué opina sobre ser consejero delegado de la multinacional en la que friega suelos. Me han ofrecido varias veces pasar al limbo, aquello que te despiertas una mañana con las legañas pegadas y te encuentras un bureau fax de un enviado de San Gabriel en el que te prometen, qué raro, la vida eterna, pero intentan engañarte con la letra pequeña. De momento me hago la despistada y surte efecto. Como imité a mi madre tirándome por un barranco y soy íntima de Marilyn, se creen que estoy loca y que no rijo.
En estos 51 años he ayudado a los herederos de la empresa de mi padre a que el negocio vaya progresando. Telepáticamente, como hago con los vecinos de mi bloque de pisos, me he introducido en sus mentes, aprovechando que leo el futuro, para darles consejos sabios y certeros. Mucha gente cree que los fantasmas no existen. No se lo echo en cara, es como pensar que Dios es una entelequia o que el hombre nunca llegó a la Luna. Hay que vivirlo. Si yo hablara y dijese todo lo que he aprendido desde que estoy muerta temblarían los cimientos de la civilización, pero me controlo por el bien común. Mi padre dedicó su vida a establecer una cooperativa que vendía aceite de Sierra Mágina por toda España, en especial en Valladolid y Cataluña. En aquellos tiempos no se prestaba tanta atención al envasado, el marketing y la imagen como se hace hoy en día. Ni siquiera existía una denominación de origen que ayudara a los fabricantes de aceite a actuar en comandita. En ciertos aspectos, era el sálvese quien pueda. La variedad predominante del aceite que vendía mi padre era la Picual, aunque también distribuía la aceituna manzanillo de Jaén. Se llamaba Manolo y tenía buena genética. Sus brazos eran conocidos en toda la comarca. Verle moler las olivas en la almazara era un espectáculo que congregaba a decenas de personas, quienes peregrinaban desde remotas latitudes sólo para disfrutar de la sexualidad que emanaba. Le llamaban cariñosamente el Sansón del aceite de oliva y no había moza que alguna vez no se hubiese visto tentada por sus encantos. Mozas y mozos, le gustaba el rape y el solomillo, no etiquetaba a la gente en función de su sexo sino de su inteligencia y desparpajo. Para un neurótico como él no había nada que le provocase más repulsión que la monogamia. Sólo se acostaba con alguien si esa persona también quería hacerlo con otras. Murió en 1978, por lo que no tuvo la fortuna de disfrutar del cambio de rumbo de este país. Con él no coincido en el más allá, le enviaron directamente al cielo. Sólo espero que sepa que sus ideales de libertad empezaron a cumplirse justo cuando él se fue. Me gusta pensar que su impronta sigue presente en el mundo de los vivos. Este tipo de pensamientos positivos (amor, deseo de libertad, ternura, vida familiar) me benefician a la hora de ganar puntos en el inframundo, al menos eso me dicen los querubines. En el fondo, sé que son un montón de mierda, pero hay que venderse, en el hades con mayor motivo porque hay mucha competencia.
El aceite que producía mi padre conservaba el olor, el aroma y las propiedades nutricionales de la aceituna. El ácido oleico, las vitaminas y los polifenoles ejercían un poder antioxidante a nivel celular que prevenía el envejecimiento, de ahí que a mi padre le echasen 30 años cuando tenía 50. Se parecía a Stewart Granger en Las minas de rey Salomón. Siempre me ha fascinado el ideal de belleza masculino del Hollywood clásico. Hombres rudos, de rostro rubicundo, pelo en pecho, piernas y brazos potentes, voz ronca, como si acabasen de tomarse dos litros de cazalla, nada de esa moda metrosexual que comenzó a finales de los noventa, muchachos que se depilan hasta el pelo de los nudillos pero que después llevan barba de tres días. En ese aspecto Marilyn coincide totalmente conmigo y se recrea en sus juergas con tipos como George Sanders, Tony Curtis o Clark Gable, algunos de sus compañeros de reparto. Bien es cierto que yo, al estar muerta, no soy el principal ejemplo para decir que el aceite de oliva es uno de los pilares de la dieta mediterránea. También hay que tener en cuenta que yo seguí los pasos de mi madre y me despeñé por el barranco de los Mil Días, pero ahora no quiero entrar en ello. De todos modos, mi piel y mi metabolismo son de lo mejor que se encuentra en el Tártaro… Solía emplear el aceite con innumerables fines. De hecho, era uno de los secretos de mi belleza y lo que explica que media comarca enloqueciese al verme. Hoy en día si alguien tiene menos de 70.000 seguidores en las redes sociales le lanzan al foso de los leones. Es un apestado social. Por aquel entonces yo casi superaba esa cifra gracias al boca a boca de granero en granero. Pienso que la obsesión de la juventud en engañarse a sí misma con amigos ficticios pasará factura a las generaciones futuras. ¡Jesucristo sólo tuvo 12 seguidores y construyó un imperio! A los adolescentes que comparten el inframundo conmigo se lo comento. La gran mayoría ha muerto tras un desafortunado autorretrato digital, selfie como dicen ellos, al borde de un acantilado o en la vía del tren. Nada que ver con las sobredosis de LSD o absenta de mi época, infinitamente más románticas. Estamos criando a la generación más distraída e iletrada de la historia. Nuestros jóvenes no son ni los decadentes pesimistas de Nietzsche ni los oprimidos trabajadores de Marx, son simplemente petimetres obsesionados por la búsqueda del ego y del propio interés, el éxtasis de la liberación personal. Entre lo que somos y lo que queremos ser hay un abismo, un escalofrío interno. Se trata de calidad, no de cantidad. De realidad, no de espejismos… Mi belleza era real gracias al aceite. Mi carácter salaz también ayudaba. Las mañanas posteriores a un guateque, para evitar que mi padre me metiese en el corral con una azotaina al comprobar que estaba resacosa, me enjuagaba la garganta con aceite y miel. Cuando iba estreñida, el aceite contribuía a que mi silueta fuese propia de una sílfide y cagaba por España entera. La belleza me atrae, me gusta sentirme guapa. En eso me parezco a Marilyn. Cuando coincidimos en la cola del supermercado o a la entrada del cine causamos sensación por la calidad de nuestra piel. Bien es cierto que competir con Marilyn cuando se pone a enseñar pierna emulando su papel en La tentación vive arriba es misión casi imposible. Las malas lenguas dicen que Marilyn es como la reina madre, que a base de ginebra y barbitúricos mantiene la piel lustrosa. A mí eso me da igual. Yo hago que los hombres enloquezcan gracias al aceite que consumí cuando estaba viva y Marilyn por el abuso de tranquilizantes. ¿Qué más da?
Los perros no me han mordido nunca, sólo los seres humanos. No presumas de haber sido el primero en mi corazón si no fuiste lo suficientemente inteligente como para ser el último. Son dos frases que escuché a Marilyn el otro día. Le encanta que la citen, sabe que crea escuela. Aunque procura mantenerlo a raya, el ego propio de los actores le sale de vez en cuando. Irónico que fuese tratada como la típica rubia tonta. A mí también me trataban así. Esto hizo que siempre estuviese triste, me basaba demasiado en la opinión de los demás. Supongo que cuando el sufrimiento ha llegado demasiado pronto es fácil hacerse adicto a él. Lo curioso es que la gente pensaba que era feliz. Me veían dicharachera y saludable y con eso bastaba, como una manzana, lustrosa por fuera pero llena de gusanos. Síndrome de la depresión sonriente. No sé dónde lo leí, creo que en alguna revista de autoayuda de hoy en día, en mi época esas gilipolleces no existían. Una nacía jodida y moría más jodida aún. Pero llena de sabiduría.
Mi padre ya lo decía a finales de los cincuenta, cuando Sierra Mágina aún se recuperaba de los estragos causados por la Guerra Civil: “Hija mía, el aceite nos sacará del hoyo”. Una de las señas de identidad de Sierra Mágina son sus castillos. Podemos decir que es una comarca encastillada, como mi corazón, lleno de compartimentos estanco que con el paso de los años ni siquiera conozco. En la época de mis abuelos, Sierra Mágina era tierra de bandoleros, un entorno rural hostil y amenazante propio de Curro Jiménez que moldeó unos especímenes rudos y abigarrados como mi padre. Quizá no sabrían leer ni les interesaba quién era Galileo Galilei, pero sabían que el sol se ponía a las siete de la tarde, que el alba despuntaba a las seis de la mañana y que por determinado sendero jamás se llegaba a casa. Fue en uno de esos castillos, en particular el de Albanchez de Mágina, donde Manolo descubrió su vocación de maestro olivarero. Mi padre, gran hombre. Solía entornar los ojos al hablar, como si entrase en trance o estuviera perfilando una tesis sobre la eternidad, el origen del cosmos o el nacimiento del Nilo. Al volver al mundo real, te miraba fijamente y te decía: “Hoy está refrescando, no me apetece comer gazpacho”. En uno de esos momentos de éxtasis, tras visitar el castillo de Albanchez, se dijo a sí mismo con voz seca y perentoria: “Quiero vender aceite”. Y así fue como el oro líquido sería su vida y la de sus sucesores. Yo, al tirarme por el barranco de mi madre, me convertí en actriz secundaria, esas del guest starring de las series americanas de los ochenta. Les ayudaba en la sombra, que a veces es lo mejor que hay porque nunca me ha gustado llamar la atención y aun así, como Marilyn, nunca he conseguido pasar desapercibida, ni viva ni muerta.
El aceite de Manolo, Manolo’s oil, L’huile de Manolo y L’olio di Manolo. Son las cuatro marcas que distribuye la empresa de mi padre. El mercado nacional es el más importante, aunque también venden en Estados Unidos, Francia e Italia. En este último país es muy complicado hacerse un hueco. Ya se sabe cómo son los italianos. Marilyn me lo comenta cuando se acuerda de sus compañeros de rodaje transalpinos. “Imagínate dos coches aparcados uno enfrente del otro, un Volkswagen y un Fiat”, suele decir. “El primero es austero, rígido, de un solo color, con los asientos sobrios y el cuadro de mandos espartano”, prosigue atusándose los cabellos y fumando maría. “El coche italiano es muy colorido, con ventanitas digitales, estridentes sonidos que se escuchan al pulsar un botón fucsia, palancas automáticas y diez ordenadores, al estilo de la NASA. El vehículo alemán te conducirá al fin del mundo, el otro te dejará tirada en medio de los Apeninos”, asegura Marilyn. “Con los hombres pasa lo mismo. Un italiano sirve para una noche, a veces ni para media hora. El alemán no hará que te mueras de risa, igual que te digo una cosa te digo la otra, pero su motor te llevará al destino final y encima te pagará la cena porque tienen pasta”, concluye mi amiga. Pues con el aceite, igual. En el ejemplo de Marilyn habría que hablar de hombres españoles en vez de alemanes, pero no quiero tergiversar sus palabras que después me veo con una demanda judicial. Como SEAT es española pero depende económicamente de una empresa germana, digo yo que las comparaciones pueden servir. Lo que más me enerva de la competencia que nos hace el aceite italiano es el precio. El de la cooperativa de mi padre se sigue vendiendo un euro más barato que el italiano, lo que por un lado recuerda que el “made in Italy” está asociado al concepto de calidad aunque, por otro, le resta competitividad y nos beneficia a nosotros.
Meterme en la mente de los empleados de mi padre es un show. Hay veces que me canso y me produce tal hartazgo que no sigan mis indicaciones que no me queda más remedio que aparecerme. A uno le dio un infarto una vez y me quedé helada porque no era mi intención asustarle (se murió) pero es que algunos son muy duros de entendederas y me vuelven loca. Una de las características de los fantasmas (demonios, diablos, energías negativas, de apariencia humana, sólida o semihumana, translúcidos, ecos astrales, proyecciones) es que no poseemos un cuerpo físico. Por lo tanto, no tenemos género. Podemos elegir la apariencia que queramos. Generalmente, opto por la de viejecita adorable, con su bastón de madera, sus medias a lo Pipi Calzaslargas, el ovillo de lana, el jersey a medio hacer para la nieta y aspecto afable, con los mofletes regordetes y rosáceos y los ojos centelleantes. Suelo aparecerme con una bolsa del súper de la que sobresale una botella de aceite de oliva de Sierra Mágina para romper el hielo. A menudo los empleados pasan de la vieja y me veo forzada a escoger el atuendo de Freddie Krueger para que me hagan caso. Lo paso fatal porque soy muy presumida y no me gusta que me vean con la cara quemada. Al llevar muerta más de medio siglo, he aprendido mucho y me he especializado en marketing y últimas tecnologías, enseñanzas que transmito a los empleados de mi padre. Con Internet y la implantación de las redes sociales hemos triplicado las ventas de El aceite de Manolo. También utilizamos el marketing ecológico, con envases verdes que han obtenido diversos premios de sostenibilidad. Durante estos años he visto cómo el aceite de la almazara de mi padre ganaba en calidad. Contribuir a ello desde la distancia ha motivado que la ausencia de vida que experimenté cuando estaba viva haya desaparecido al estar muerta. Marilyn, que al ser de Los Ángeles no está muy familiarizada con la montaña, disfruta mucho con las excursiones que hacemos por el macizo de Sierra Mágina y su mar de olivos. Le gusta mucho que la lleve al techo de la provincia, el Pico Mágina, que se alza imponente con sus 2.167 metros. También le encanta empaparse de historia. Ella es americana y está acostumbrada a que el monumento más antiguo de su pueblo tenga 30 años, de manera que se le pone la carne de gallina al comprobar que la zona fue frontera natural entre los reinos árabes y cristianos durante los siglos XIII y XV. Ahora quiero fomentar el oleoturismo durante la campaña de la aceituna, entre noviembre y enero, para que los turistas sean partícipes de la recogida y la producción del aceite. Mi padre siempre decía que no hacer nada es un modo de hacer y es lo que quiero que se inculque a los visitantes. Descansar y desconectar. Que disfruten de paseos relajantes y de nuestra gastronomía, que durante un par de días rocen la felicidad, justo lo que en vida ni Marilyn ni yo conseguimos. Mi padre, cuando era niña, me animaba a tumbarme encima de la cama o en el sofá y perderme mirando al techo. Me concentraba tanto en un punto sobre mi cabeza que llegaba un momento que parecía estar flotando e incluso costaba enfocar la mirada. Yo me imaginaba que una mancha de aceite iba haciéndose más y más grande en el techo, como una gotera enorme, como si el vecino de arriba estuviese vertiendo toneladas de litros de aceite que caían al piso inferior. Era justo en ese momento cuando nacían las mejores ideas y la mente recargaba las pilas. Así pues, gracias al aceite aprendí a despreocuparme.
Ya es tarde, son casi las once de la noche y no hemos cenado. Encontrar un comercio abierto a estas horas en Pegalajar sería imposible. Puede que convenza a Marilyn para que entremos a hurtadillas en la cocina de uno de los empleados de mi padre. Su mujer ha preparado unas migas serranas y esconde en una tartera una morcilla de caldera que busca desesperadamente ser untada sobre unos bollos de pan duro. Como somos fantasmas, robaremos la morcilla y nos trasladaremos a comerla a los pies de un olivo. Compartir tiempo con Marilyn es muy especial, son unos instantes en los que están presentes incluso los ausentes, siento que formamos parte de algo. Cuando estábamos vivas, nos despertábamos por la mañana preparándonos para ir a ninguna parte, yo en el pueblo y ella en Hollywood, ahora nos reunimos con otros marginados para reírnos a la cara del mundo. Siempre al anochecer, con la Sierra Mágina a nuestros pies. Durante nuestra existencia terrenal no nos permitimos ser felices ni siquiera en un mundo imaginario. No entendíamos que no se podía alcanzar la paz evitando la vida, lo que hizo que nos quedásemos con muchos viajes pendientes, intentábamos comprar tiempo aun sabiendo que el nuestro se había agotado, teníamos los ojos abiertos pero éramos conscientes de que no veríamos muchos lugares…
Marilyn me observa, se le cae la morcilla por la comisura de los labios, se mezcla con el carmín, sonríe, se limpia, le doy un beso en los morros, sabe a campo. A lo lejos, Miguel se aproxima con sus andares de pastor. La vida, el amor y la muerte. Siempre escribe sobre esos temas, sus versos se dibujan a gritos, a Marilyn y a mí nos encanta su léxico agreste, su poesía visual. Le pedimos que entone algunos versos de su poema “Aceituneros”. A regañadientes, accede: Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma, ¿quién, quién levantó los olivos? No los levantó la nada, ni el dinero, ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor. Marilyn y yo nos miramos y con esta cantinela nos dormimos.
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