Poesía

El barro y la eternidad

Algunos ilustres revelan
que nada digno brota del barro.
Es sólo agua y tierra.
Es una desgracia
donde la vida no encuentra su equilibrio.
Se inundan los campos.
Se pierden los frutos,
y se ahogan los animales.

Por eso los ilustres nos enseñan
que las grandes gestas
y las epopeyas mitológicas
no surgen del barro, 
sino de sus sagradas vitrinas,
con vista a sus verdes jardines.
Se la debemos a ellos;
exclaman con furia y verborragia: 
¡Aléjense de allí! ¡Sean hombres de bien! 
Sígannos, nuestra moral es impoluta.

Pero los ilustres no logran ver
que algunas veces
el barro sirve para pintar
los más maravillosos cuadros.
Un Goya o un Picasso:
confusos, 
abstractos,
geniales,
humanos.

No logran ver que el pueblo es barro
y que éste modela el fuego de sus propios dioses.

No logran ver
que del barro más pordiosero y desdichado,
irónicamente,
puede brotar la dicha de un pueblo
que encontró a su dios de barro.

Un dios ungido
desde las entrañas del pueblo.
Que grita con ellos,
que sufre con ellos,
en una profunda simbiosis
donde el individuo desciende y el mito emerge. 

No logran ver que el pueblo elige
a quien lo ha hecho feliz.

No logran ver que cuando eso ocurre,
la eternidad ya no es más de ellos.
Les ha sido arrebatada,
desde Villa Fiorito,
por un muchacho de barro.

Abogado para vivir. Letras, música y cine para intentar encontrar sentido a aquello que no lo tiene.