Opinión

Los hombrecitos de mi país, por Rodolfo Lara Mendoza

De toda la seguidilla de idioteces pronunciadas por Rodolfo Hernández en el marco de su candidatura presidencial, hay una en particular que me resulta inquietante. Antes que nada debo aclarar que el término “idioteces” no lo empleo como insulto sino en relación con la etimología de la palabra “idiota”, que en la Grecia clásica hacía referencia a quienes se ocupaban exclusivamente de los asuntos propios en vez de los asuntos públicos en un contexto que reclamaba la participación de todos los ciudadanos. El caso de Hernández reviste, en ese sentido, mayor gravedad, ya que aspira a participar de lo público, tomando como modelo para ello la forma en que maneja sus asuntos personales. Una forma que valga la pena decir es retrógrada, xenófoba, misógina, violenta y desvergonzada.

Uno de esos asuntos es el de las hipotecas. En su referencia a ese negocio no sólo saca a la luz el tema de la usura, que convierte al otro en instrumento dispuesto para unos fines egoístas, sino que además se da el lujo de considerar tal manipulación y atropello de la dignidad humana como “una delicia”. Pero eso no sorprende. No olvidemos que Hernández es un hombre de empresa, alguien que desarrolla sus negocios en un país en el que el gremio empresarial presiona cada año para que el salario mínimo se mantenga dentro de unos límites precarios, por no decir miserables. Lo que a mí en lo personal me preocupa es su falta de empatía, esa que está en la base de sus actuaciones y declaraciones, y que lo lleva a referirse a aquellos de quienes se sirve, y en virtud de su precariedad económica, con el apelativo de “hombrecitos”:

Rodolfo Hernández – Foto cortesía: AFP

“Yo cojo las hipotecas, que esa es la vaca ‘e leche. Imagine, quince años un hombrecito pagándome intereses, eso es una delicia”.

Mi familia, al igual que innumerables familias colombianas, pagó intereses durante años. Por varias décadas fuimos “hombrecitos” para algún dueño de banco. Vacas de leche para las mezquinas élites de nuestro país. Por lo mismo, no puedo permanecer ajeno a sus palabras. Máxime cuando se trata de alguien que aspira a la Presidencia de un país con veintiún millones de pobres. Los que en el decir de Hernández vendrían a ser veintiún millones de “hombrecitos”.

Y no digo que no se pueda tratar a un semejante de «hombrecito». Pero que lo haga alguien que quiere llevar las riendas de la Nación —y que lo haga además para referirse a ese semejante en términos instrumentales, reduciéndolo al papel de mula que trabaja para darle a él lo ganado en la forma de intereses mensuales derivados de una hipoteca— me parece de una bajeza sin igual y una completa canallada. Un presidente está para conducir su país de un modo que ayude a sus ciudadanos a realizar dignamente sus vidas, no para volverlos instrumentos de mezquinos intereses. Pero eso es lo que se ha elegido en Colombia en los últimos periodos y en vista de los recientes resultados lo que al parecer se seguirá eligiendo: gobernantes que cosifican al otro y lo ven apenas como un medio del que valerse, una cosa que se puede quitar de enfrente cuando se vuelve un obstáculo para sus fines personales.

En esto de la instrumentalización es clave lo que Kant expone en la segunda formulación del imperativo categórico, pues nos muestra en el deber de actuar de tal modo que usemos la humanidad, tanto en nosotros como en cualquier otro, “siempre como un fin en sí mismo y nunca solamente como un medio”. Es decir que nos pone en el deber de actuar con base en el respeto por la dignidad humana, en los términos de considerar al otro como un sujeto que anhela, sueña y goza de derechos y libertades semejantes a las nuestras, nunca como un objeto susceptible de manipulación o una cosa dispuesta sólo para satisfacer nuestros fines. Nunca como un “hombrecito”.

Y aun cuando el concepto de «hombrecito» en determinados contextos se constituya en elogio (por ejemplo, cuando se aplica al niño que por su talante manifiesto semeja a un adulto o parece adelantado a lo que cabe esperar para su edad), no es ése el modo en que lo utiliza Hernández al referirse a un par reducido económicamente. El suyo es un uso peyorativo, semejante al del nazismo que trataba de “piojos” y “sabandijas” a los judíos, un uso que resiente la humanidad en el otro y en su propia persona. Pero eso Hernández no lo sabe, ¿cómo puede saber que al rebajar al otro en su humanidad se rebaja a sí mismo?, ¿cómo puede saberlo en un contexto en el que hacer plata pasa incluso por encima del respeto propio? La suya es una pelota de goma que una vez lanzada pega y se devuelve contra él, revelándole su propia pequeñez. Pues de haber «hombrecitos» en mi país serían precisamente como lo es él, como lo son ellos, los que nos han gobernado en lo que va de este siglo y gran parte del siglo precedente: seres que «destacan», más que por cualquier carencia, por su enanismo moral, su falta de empatía y su sobrada mezquindad.

                   Fotografía principal: Pixabay - https://www.facebook.com/jayzza.gallegogarzon