
Los lunares de Solomía Maievska
Escrito por Fernán Correale González
“For an artist, to be normal is a disaster”.
Jonas Mekas
La vida y su discurrir entre mujeres que están lejos, entre mujeres que quizá nunca vuelvas a ver, como esa que está en París o Londres, tal vez en Milán. Quedó el recuerdo de su perfume a flores de El Bolsón, aroma a lúpulo, a calle sin salida. Vienen imágenes antes del sueño, antes de que rechinaran los dientes, antes de la última exhalación. Exhorto por ciertas imágenes, como esa vez que narraste el poema de Rimbaud, con perfecto francés, en la plaza de los tulipanes amarillos, sobre el banco de madera gastada y llena de grafitis, escritos virginales, libidinosos, espurios. Dijiste que cerrara los ojos, que mirase hacia otro lado. Estoy tomando tal y tal, y tanto y tanto, dijiste con tus inexpugnables ojos verdes en medio de Plaza Italia, mientras mirábamos las ofertas de libros que estaban fuera de nuestro alcance. Caminamos hasta el café, hablaste de tu madre, de cigarrillos, de la enseñanza pública, de familiares que ya no están. Quise caer otra vez en el abismo, afiné la garganta, miré tus tetas, mientras comprabas en el almacén una cerveza rubia. Íbamos a lo de tu amigo, a la terraza-balcón en Las cañitas, pleno Palermo, con los dos gatos siameses de los vecinos, gatos solitarios, buscando cariño, encerrados tras un vidrio esmerilado, pasaban sus manitas para que los acariciemos, querías buscarlos, tenerlos cual bebés.
La realidad se aleja, esquiva, como un maremágnum de niebla, silbando van los fantasmas del recuerdo, mientras alguien toca un piano, quizás mi padre, que improvisa, escalas mayores y menores, escapando de la Colimba, de la peste de Brasil, de los castillos desiertos. Viene a mí como una premonición ese sonoro chisporroteo de la cascada que acontece en medio de una frase de Victor Hugo, mientras Jean Valjean escapa de la prisión dentro del ataúd, ayudado por el cura. Caminamos por el hielo, los milenarios árboles, coihues inmensos crepitando, bamboleándose entre la nieve. Sujetas mi brazo, con un gesto poético, para no caer. El hielo urgente, las manos frías, las conversaciones brotaron. Ofreciste té. Dije que no. Prendí un cigarro, disimulé los nervios, dibujé versos invisibles sobre la arena con la zapatilla, mientras, sentados sobre un tronco, hablábamos del ayer, del pasado que vuelve como una melodía. Soplaba el viento, preguntabas qué había más allá del lago, en la orilla de enfrente, en los cerros, en los caminos donde los colectivos recorren repetitivas distancias del tedio.
A veces sólo un gesto basta, delicado y perfecto, para descubrir que la otra persona, que una mujer vendrá a instalarse con su calor, con su premura, su ternura sin aspavientos, y formará parte de nuestra cotidianidad. Nos fundimos hablando de cine, de música, de literatura. De cómo escribías en la infancia diarios íntimos, de cómo te hacían transcribir libros enteros, de cómo aprendías inglés mirando MTV. Sabés escuchar, sabés guardar las formas, sabés reír, eso calma. Retrotrae al presente, despachando la zozobra, anexándonos.
Pedimos pizzas, fumamos porros, seguiste con la cerveza, hablando sin parar, mareándote hasta caer dormida, dándonos la espalda, sobre la cama de dos plazas. Sacamos la basura. Tu amigo me ofreció trabajar con él en un emprendimiento gastronómico independiente. De buena gana, sonriendo, un alma noble. De camino hacia la parada del 15 tu silueta de jean beige amordazada en mi mente; no había empezado el miedo en esa época, la desconexión, el caminar paranoico entre rascacielos. Siempre has sido un espíritu viajero, un pájaro sin jaula, un tren que sale arrollando el manto blanco, iluminando la medianoche. Hay un sólo pasajero entre los vagones, el espectro de tu padre, que vuelve en bucle, Kaonashi errante, devorando mundos.
Olvidé decirlo. La sensibilidad, la inteligencia, son patente en estas mujeres que hacen trabajos de redacción, que traducen, que leen sin parar, que marcan el pulso de los días con pasos decididos, que prestas se lanzan a la aventura, sin mirar atrás, sin muestras de sentimiento alguno, salvo en los actos, en los gestos, más no en las palabras. Así definen el cariño, de manera distante, explayándose en cuadernos que nadie leerá. No comparten su vida con cualquiera, tampoco esperan mucho. La autosuficiencia es su bandera y ahí se quedan meditativas, entre caminatas, entre nados en piletas desiertas, entre velódromos, entre ruinas medievales, escuchando a sus ancestros.
Hay muchas formas de enamorarse, una es el silencio. Otra son los lunares de Solomía Maievska. Uno recorre ese tipo de mapas, de puntos perfectos, sobre cuerpos hermosos, descifrando su aura.
Ahora escucho el canto de los pájaros, recito poemas en voz alta, abrazo lo que resta, hasta que llegue la hora de acariciar a un gato y volver, lentamente, a leer los poemas en prosa de Baudelaire. Enamorarse –dicen– implica saber distanciarse, desarropar esa cercanía pegajosa, cuidando las palabras, los gestos, enamorarse es, sobre todo – dicen– dejar que el pasado caiga en una caja y allí morir par que forme nuevas raíces.