El cachirulo que vibra
Escrito por Eduardo Viladés
Un conglomerado empresarial con presencia en cuatro ciudades españolas, Zaragoza, Lérida, Logroño y Benidorm. La central, en la capital aragonesa, donde cuenta con tres tiendas especializadas en pornografía de última generación, sección de muñecas hinchables de tamaño medio, pequeño y para herederos directos de Tachenko, área de cafetería erótica, con expresos mezclados con láudano y absenta, cabinas insonorizadas con lo último de Raw Stars, Brazzers y Naughty America, despedidas de soltero, consoladores, cuero, arneses, bolas chinas, lubricantes. Un universo de libertad que dejaría boquiabierto a Hugh Hefner.
Pedro es catedrático en biología molecular por La Sorbona, máster en Filosofía Medieval por La Sapienza y licenciado en Ciencias de la Educación y Filología Hispánica. Desde pequeño su alma se movía entre las ciencias y las humanidades, disfrutaba diseccionando una hormiga que se encontraba en el jardín y divagando sobre lo que generaría el alma del insecto una vez se adentrase en el báratro al que su bisturí le había llevado. De ahí que habría apostado por una formación internacional que combinase lo tangible con lo inasible, la biología con la filosofía, la educación con la ciencia, lo elevado con lo mundano. Se definía como un hombre del Renacimiento, una versión moderna de Leonardo.
Llevaba en paro veinte años. Vivía en España, no lo olvidemos, cuna de parásitos retóricos que se nutren de envidia y mediocridad. Por eso, cuando vio el anuncio se emocionó. Se vislumbraba en una tienda erótica trabajando como dependiente. Además, el prestigio de la compañía que quedaba patente en Internet le daba mucha seguridad. Dejaría de tener vapores, esos vapores de melancolía tan dieciochescos que le acechaban desde que tenía uso de razón. Nadie le conocería, nadie le juzgaría a priori por sus conocimientos y rapidez mental; como mucho, se quedarían extrañados por la agilidad con la que explicaría los diámetros de la vagina de la muñeca hinchable inspirada en Linda Lovelace o el pene de 35 centímetros de John Holmes. Libertad, autonomía, anonimato, fin del barbecho vital.
Calle Barriocepo 15, bajo, Logroño, cuna del Rioja. No hay escaparate, simplemente un cristal opaco. Arriba, EuroSex, un poco más abajo, Regalos. La puerta está cerrada, vidrio oscuro que impide ver nada, una pegatina cochambrosa en el medio: lo que usted pueda ver dentro podría herir su sensibilidad. ¡Qué detalle que empleen el modo de cortesía, tan en desuso desde la normalización lingüística de los noventa! ¿Qué podría herir la sensibilidad de los clientes? ¿Tráfico de órganos? ¿Scat? Le sale el corazón de biólogo y se imagina vitrinas con clítoris y penes del tamaño de la verga de Rasputín insertados en botes de cristal llenos de formol. Los contempla un científico loco que orina en su interior para analizar el resultado en un microscopio que tiene en la rebotica. Su imaginación va a mil por hora. También es verdad que se encuentra en Logroño, no en Las Vegas; el 80% de la población de esta ciudad sigue excitándose con los programas de la Doctora Ochoa, ¿Hablemos de sexo se llamaba?, y sueña en la intimidad con bailar el can-can con las bragas de su asistenta. Ni qué decir tiene que todos los logroñeses son heterosexuales, Marlboro en mano, aguerridos, con ínfulas del Salvaje Oeste y John Wayne de referente, de brazos fuertes, carnosos, de Perurena levantando troncos en Fuenterrabía, pero hacen cola en las zonas de cruising del Ebro o poseen un par de perfiles en Grindr, sin foto y con la frase sexo discreto como reclamo. ¿Puede el sexo ser discreto? Para el cerebro de un filósofo como Pedro esta pregunta ha suscitado decenas de artículos y reseñas en revistas de medio mundo. Ingresos: 0. En el sentido más clásico de la palabra, la discreción es la sensatez para formar juicio y tacto para hablar u obrar. En esta acepción, la teología moral y espiritual une la discreción con la virtud de la prudencia, hasta el punto de identificarlas plenamente. En la filosofía griega, la discreción significa medida. Es inseparable de la virtud en todos los dominios del actuar humano, esto es, religioso, moral, filosófico, literario, médico, político y artístico. Pedro está seguro de que en la mente de aquellos que apelan a la discreción en estos modernos portales de contactos reside la conocida frase de Platón La medida y la proporción realizan siempre la belleza y la virtud. Este pensamiento le otorga aplomo a la hora de entrar en el establecimiento.
El salón de su casa es más grande e infinitamente más moderno, a pesar de que Pedro se considera a sí mismo un hombre clásico, nada de muebles blancos a lo Memorial Hospital, tan asépticos e impersonales, espacios minimalistas, fotografías recortadas de sus amigos haciendo el chorra o luces de colores de punta a punta de las estanterías, repletas de manuales de autoayuda o libros de Murakami para dar el pego. Sin embargo, su casa parece de revista de decoración al lado de ese antro de suelo económico de terrazo, baldas para el baño pegadas a la pared y olor a desinfectante.
—Soy Pedro, buenas tardes, hemos hablado hace un par de horas, vengo por el anuncio de dependiente de fines de semana en la tienda, te tuteo si me permites tal osadía.
—¿Qué?
Pedro le da la mano. El señor, por decir algo, dice llamarse Eduardo. Le muestra una mano negra como el tizón, está cambiando las pilas de un vibrador femenino cuyas características distan mucho del moderno Satysfier. Puede que se trate de una réplica del martillo de Granville, el primer consolador femenino portátil de la historia, inventado por Joseph Mortimer Granville durante la década de 1880 para aplacar la denominada histeria femenina, que no era más que el deseo sexual que cualquier persona experimenta. Pedro mira en derredor. Sonríe. Soy de Zaragoza, dice Eduardo. A Pedro eso le da igual. Si hubiese dicho que es de Salt Lake City, quizá hubiese suscitado algo en su interior, o de Villanueva de la Cañada, por lo que tiene de España vaciada y Labordeta en El país en la mochila, pero la Virgen del Pilar y los cachirulos no ocupan su imaginario cotidiano. Una vez rescató un barbo del Ebro a su paso por la capital maña, cierto, no lo recordaba.
Eduardo va a lavarse las manos, no tarda más de dos segundos; al volver de un reservado al que ha entrado atravesando una puerta de varillas metálicas rojas propias de burdel barato se la ofrece a Pedro. Están mojadas y con restos de jabón. En plena ola de calor en Logroño es un gesto a tener en cuenta que alguien te refresque.
—Tienes experiencia en el puesto, como puedo ver.
Ni siquiera le ha dado las gracias por venir, le tutea sin pedirle permiso, parece un arrabalero; es bajo, huele a tabaco y tiene aspecto sucio, como de deshollinador, con la cara apergaminada y dientes que masticaron mejores momentos. Le recuerda a Carlos II, el Hechizado, rostro de lelo, muy borbónico. Pedro se ríe para sus adentros. Si algo ha caracterizado a los Borbones a lo largo de la historia ha sido su desmesurada concupiscencia y apetito sexual. La palma se la llevan Isabel II, muy puta, y Fernando VII, cabrón aparte de déspota y ominoso. A Isabel, con un marido homosexual como Francisco de Asís, no le quedó más remedio que aparearse con media Guardia Real. Se dice, por otro lado, que el pene de Fernando VII, el peor rey de la historia de España, era descomunal y que los médicos de la corte le confeccionaron una almohadilla especial para colocarlo entre su miembro y la vagina de sus partenaires sexuales, pues sus amantes no podían soportar que se lo insertara entero. Abandona su paseo por la historia y Pedro vuelve a la realidad. Le sorprende el modo de vestir de Eduardo, con pantalón corto y esos calcetines negros desgastados que suelen llevar hoy en día los adolescentes cuando van al gimnasio. Lo combina con un flequillo también de prepúber que le tapa media frente. La combinación es apocalíptica.
—Sí, bastante, la verdad, llevo toda mi vida dedicándome al sector sexual, en especial a lo relacionado con la literatura erótica. Además, como puedes ver en mi currículum, he trabajado durante cinco años en una tienda erótica de Madrid llamada El Deseo.
El currículum que ha presentado Pedro es totalmente falso. Lo ha hecho en cinco minutos. Se ha venido arriba y da la sensación de que más que catedrático en Biología molecular por La Sorbona es catedrático en Sexo por la Mansión Playboy. Aunque en su juventud podía ser calificado como hombre de moral relajada, o simplemente una guarra, actualmente Pedro parece un claretiano. Una vez al año acude a casa de unos amigos en Sitges y aprovecha sus dotes idiomáticas para enseñar lenguas en Balmins. El resto del año, sequía absoluta. Es muy divina y no entiende que en las aplicaciones la gente quiere carnaza, no hablar de Schopenhauer. Además, vive en Logroño, insisto, no en Chicago. De 20 perfiles, se ha follado en el pasado a quince y los cinco restantes son abuelos de 90 años o tetrapléjicos…
Soy uno de los yoes de Pedro, el filósofo, y me doy cuenta de que estoy siendo políticamente incorrecto con alguna de mis afirmaciones en esta época de albedrío asistido en donde la libertad de lenguaje y la libertad de creación se ven censuradas por modernos de andar por casa. Tetrapléjicos, tetrapléjicos, a la de una, a la de dos, a la de tres. Para quien se ofenda, valium, las palabras sólo molestan en función de la relevancia que les demos, en la narrativa la libertad se impone a esa importancia, yo soy un tetrapléjico emocional desde hace años, ¿algún problema?
El caso es que los datos de Pedro son falsos, jamás ha trabajado de dependiente, ni en ninguna productora erótica, ni ha escrito literatura pornográfica ni ha currado como teleoperador de líneas calientes en Londres.
—¿Qué tal Max y la Tatuajes?
—Bien, están bien.
—Joder con el Max, el puto amo de los sex-shop de Madrid.
—Sí, Max es un icono.
—¿Hace mucho que no le ves?
Pedro no tiene ni idea de quién es Max. Ni mucho menos la Tatuajes, aunque por ese alias está seguro de que profesora de Secundaria no es. Por un momento, duda de que Eduardo esté empleando una estrategia de psicología bidireccional inventándose al azar los nombres de Max y la Tatuajes para ponerle una trampa y darse cuenta de que miente en su currículum. Descarta la idea a los cinco segundos. El del cachirulo no es tan listo.
—Es que, Eduardo, si te digo la verdad, nunca les conocí. La tienda cerró por el corona hace mucho tiempo y…
—¡Qué dices! Fue mucho antes.
—Bueno, no tanto, en 2017, tres años antes de la pandemia.
—Eso es verdad.
Pedro respira, se ha tirado a la piscina apostando por sus dotes adivinatorias, estilo Rappel. Una amiga suya, Elena, que vive en Madrid, le comentó que El Deseo de la calle Pez cerró hace unos años, de manera que era imposible que llamasen para pedir referencias. Elena, siempre tan solícita, ha autorizado a Pedro para que diga que ella fue su jefa durante esos cinco años. Mentira pura, obviamente. A Pedro eso le da igual, hace años que la moral se la pasa por el arco del triunfo, además va a vender condones, no viajes del Imserso. Lo que no sabe es que El Deseo tenía varias delegaciones en Madrid. Eso no se lo dijo Elena.
—Yo trabajaba los fines de semana.
—¿En el de la calle Pez? ¿El pequeñito?
—Sí, justo ese. Era como estar en el salón de casa, tan hogareño, en vez de ollas y perolos y cacerolas, condones, bolas chinas y arneses.
Eduardo no capta el humor de Pedro. Ni de coña ha intentado poner una trampa con lo de Max y la Tatuajes. Existen realmente. Se queda más tranquilo.
—Y Max y la Tatu, al ser los jefes, no solían acercarse a la tienda de la calle Pez, y menos en fin de semana. Estaban siempre muy ocupados con sus cosas y no mostraban interés en los actos lúbricos propios de la vesania corporal de la tienda de la calle Pez.
—¿Qué?
Eduardo cambia de tema. Lógicamente no se pone a hablar de las reliquias de La Seo o el cosmos, sino de sexo. Asegura que en 20 años ha creado un imperio en Zaragoza, Logroño, Lérida y Benidorm. Pedro le mira de hito en hito. Con la mirada, huronea entre las estanterías. Todo es muy viejo. La sección de DVDs está llena de polvo. Hoy en día, los jóvenes de menos de 30 años ni siquiera saben lo que es un reproductor de DVD. Hetero, gay, lesbianas. Enfermeras, camioneros, sado. Las pegatinas que indican las temáticas de las películas están raídas por el calor, amarillentas, y el rotulador, negro en sus albores, parece de un azul celeste deslucido. Le llama la atención la estantería de las muñecas hinchables. Al ser un empresario con presencia en media España ha optado por las sinergias y la regionalización de las muñecas, asegura Eduardo, ufano. Se emociona al mostrarle la muñeca catalana, con una butifarra en el coño y cara de agarrada, la aragonesa, con el rostro de la Virgen del Pilar en la areola de los pezones, la riojana, borracha, y la de Benidorm, con granos de arroz en una mano y cocaína en otra. En ese momento sale un viejo de la puerta con varillas rojas por donde entró el del cachirulo a lavarse las manos. Tiene la cabeza gacha, es muy mayor, alza la vista, mirada admonitoria, quiere pasar desapercibido, le encantaría evaporarse, pero tiene que atravesar la tienda, Eduardo le dice adiós. Dice a Pedro que le acompañe. Atraviesa las varillas rojas. Eduardo coge una fregona, negra como el betún, recuerda a sus dientes, la mete en un cubo lleno de agua negra, y la restriega por la cabina número uno. Acto seguido, se hace con un pedazo de rollo de cocina y lo pasa por la banqueta del interior de la cabina. Ni siquiera echa KH7. A pelo.
—También tendrás que limpiar cuando la gente salga de las cabinas. Hay cinco. Cuatro individuales a un euro por 20 minutos de película, y una para parejas, pueden ver pelis o follar, de vez en cuando te dirán que les acompañes, generalmente para que te la chupen, depende de ti, pero no les cobres, paso de malos rollos. Si quieres participar, siempre en la cabina grande, no en las pequeñas, es un show después limpiar todo el berenjenal que se monta en un lugar tan pequeño.
—Tampoco es que hayas estado dos horas limpiando lo del señor mayor.
—¿Qué?
—De todos modos, descuida, no mezclo negocios con placer. ¿Recuerdas la frase de Melanie Griffith a Harrison Ford en Armas de mujer? Me encanta esa película.
—¿Qué?
—Olvídalo.
—¿Cuántos años tienes?— Pedro, indignado, le observa con mirada aviesa y no responde. Y es que el biólogo molecular recuerda a Jordi Hurtado, Betty Missiego o Ana Blanco, se mantiene igual desde que se licenció en La Sorbona. Si tuviese perfil en Wikipedia la referencia a su edad sería la misma que consta en muchos portales de Internet dedicados a Dolly Parton: undefined.
Se despiden. La mano ya se ha secado. Pedro observa de nuevo el antro. Hoy en día, proliferan en las grandes ciudades los sex-shop modernos, cuquis, con las puertas abiertas, escaparates diáfanos y decorados con gusto, algunos tienen hasta cafetería, un modo de normalizar el sexo. Pero claro, estamos en Logroño, no en Ámsterdam. EuroSex recuerda a las tiendas eróticas de finales de los setenta, clandestinas, turbias. ¿Cómo es posible que ese negocio sea rentable? Eduardo le ha dicho que entran una media de dos clientes diarios a la tienda y unos cinco viejos a las cabinas. Los clientes, ora no comprarán nada y simplemente querrán ver el material por morbo, ora se agenciarán de una caja de preservativos. 8 euros máximo. Por mucho que los viejos que se la machacan con películas antiguas de Cicciolina vean un par de horas de metraje no se dejarán más de 5 euros. Esto se suma a que la tienda no cierra nunca. Desde hace dos décadas, cuando se inauguró, abre de lunes a domingo desde las once de la mañana hasta las diez de la noche, como si fuese un hospital o una farmacia. Y todo ello con un dependiente, el actual, que, según dice Eduardo, lleva 20 años sin librar ni un día a la semana, estilo explotación infantil de las tiendas de Zara en Bangladesh, de ahí que ahora, en un arrebato de bondad, quiera contratar a uno nuevo para el fin de semana con el objetivo de que Manolo descanse. Todo es muy absurdo y hasta turbio, siniestro, pero Pedro lleva sin trabajar desde la caída de las Torres Gemelas.
Ha mandado currícula falsos, incluso con nombre inventado, para fregar casas, hospitales, bares, de camarero de piso, verdulero, lavacoches, gigolo. Sus amigos, pocos pero bien avenidos, acceden a ponerse de referencia al final del currículum. Elena, su ex jefa en El Deseo. Isabel, su capataz en Lavacoches Miraflores. Laura, su superiora en Verduras Amparo. Andrés, máximo responsable en Conservas Cidacos. Nada. No se le caen los anillos por limpiar lefa de viejo. Además, pasados los 50, el chorro merma, los tiempos de géiser a lo Yellowstone son cosa del pasado, lo sabe por experiencia, ya no es ningún niño, ahora entiende que Eduardo limpiase tan rápidamente los restos del naufragio.
Esa noche no recibe ninguna llamada de Eduardo. Casi lo prefiere. Hay muchas cosas que no encajan, empieza a fabular en su cabeza. Heroína escondida en los tubos de lubricante, coca en las vaginas de las muñecas hinchables, trata de blancas, venta de armas a los países del Este. Lo demás sucede muy deprisa, a la mañana siguiente. Como es habitual, Pedro se levanta a las siete de la mañana, se toma sus 300 infusiones, riega sus plantas y analiza si hay vacantes de limpiador en Briones. Zum, zum, zum. Un whatsapp.
—Quiero que comiences hoy a las seis de la tarde, no hace falta que tengas el contrato, ya lo haremos, take it easy!
—Preferiría leer el contrato antes de empezar a trabajar.
—Estás empezando a tocarme los cojones. ¿No puedes trabajar sin leer el contrato?
—Así es.
A las dos de la tarde le manda el contrato.
—Eduardo, me parece bien, pero sigo sin saber cuánto voy a cobrar, me dijiste que unos 350 euros mensuales, pero no me confirmaste lo que se percibe por hora ni la cantidad exacta, todo eran elucubraciones. A las seis, por favor, ten esa información a mano en la tienda antes de firmar.
—No soy Google, imbécil, no tengo ni puta idea de cómo funcionan los convenios del sector comercial. Mira, hacemos una cosa, anulo toda esta mierda y tú te dedicas un par de meses a leer convenios y me llamas cuando lo tengas claro. Un saludo.
Pedro sonríe. Sus yoes internos también, en especial quien escribe este relato, el yo filósofo, consciente de que es posible que el final del texto no sea tan gracioso y cáustico como el desarrollo del mismo, quieras o no se dedica a la filosofía, no a la narrativa erótica como constaba en el falso currículum. Es un día triste y aciago, la sonrisa de Pedro está teñida de melancolía, le vuelven los vapores, le jode soberanamente que no le hayan dado el curro en ese cuchitril porque, de refilón, vio en la estantería polvorienta de los DVDs los grandes éxitos de Rocco Sifredi, imposibles de conseguir en streaming y descatalogados en la FNAC. Si es que es gafe hasta para una mierda de paja con Rocco…
One Comment
marta leonor puey
El autor podría haberse ahorrado el 80% de las citas, comparaciones etc, para llegar a la conclusion, acertada, de que, hoy,la Sorbona no garantiza nada