Narrativa

La manicurista, un cuento de Jaime Arturo Martínez

Un corazón es tal vez algo sucio. Pertenece a las tablas de la anatomía y al mostrador del carnicero. Yo prefiero tu cuerpo.

Marguerite Yourcenar

Ayer cumplí cuarenta años. Pensé que sería cosa del otro mundo, como le ha sucedido a dos de mis compañeras: una entró en crisis por varias semanas. Decía que ésta era para ella la cuarta edad. La otra, Nancy, se cortó su largo cabello y empezó a usar minifaldas.

Ayer me levanté como todos los días y antes de dirigirme al trabajo, me senté frente a la playa y me vi como cuando era niña. Quería ser bacterióloga como la señora vecina y amiga de mamá. También quise ser cantante. Mejor dicho, quise ser muchas cosas, menos esposa y madre.

Pero desde los diecisiete años, apenas terminé la secundaría, me entrené como manicurista y hoy trabajo para los huéspedes de un hotel de lujo que está frente al malecón. Nancy y Petra son también manicuristas como yo y tenemos en común que somos solteras. Pero ellas tienen hijos, yo no. Nancy duró 13 años casada y logró salir de ese estado gracias a un bus del transmetro que arrolló a su marido cuando éste salía de un bar. Petra ha tenido varias relaciones, pero insiste.

Vivo con mi madre. Ella fue recepcionista toda la vida en un consultorio de médicos. Hoy está jubilada y sólo se ocupa de los quehaceres de la casa, pero empieza a preocuparme porque ahora lo olvida todo y anda desgreñada. Ella antes no era así.

No conocí a mi padre, y mamá nunca lo menciona. Cuando niña le inquiría por él y siempre me respondía lo mismo: que debía de estar en el infierno.

Me gusta mi trabajo. Allí, conozco gente nueva todos los días. Mientras les presto mis servicios, les escucho sus historias o les hablo de la ciudad. Disfruto este ambiente, limpio, adornado y elegante.

Me gustan los hombres. Son la razón de mi vida, tanto como lo es mamá. No prefiero un tipo especial. Me impresionan los alemanes y los gringos por sus cuerpos enormes y sus cabellos rubios, como también el talante de los italianos, los franceses y los argentinos que se hospedan aquí. A cientos de ellos me los he llevado a la cama. Los elijo entre los clientes más hermosos. Los elijo por sus manos nervudas, fuertes y grandes. Mientras les arreglo las uñas, percibo el olor de sus cuerpos, el brillo de sus ojos, los dejos de sus voces, y entonces, llegado el momento de la elección, toco sus pies con mis pies, levanto un poco mi falda y entreabro mis piernas. Me emociona ver su turbación y el temblor de sus labios.

Cuando concluye mi labor los llevo hasta mi casa. Me desborda de alegría sentir cuando me escoltan, y pienso que todos me admiran y envidian mi estado. Ya en casa los conduzco hasta mi cuarto, allí les brindo lo mejor de mí. Los desnudo y les inundo de besos el rostro, lamo sus mieles, hasta entregarles los últimos rescoldos de mi erotismo y mi ardor.

Al amanecer, repaso sus cuerpos y retengo cada huella de esa noche. Luego elijo una buena sombra en mi memoria y les doy un sitio para evocarlos después.