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Breaking Bad o el laberinto trágico y efímero de la voracidad

La oferta de entretenimiento actual, que avanza con un talante tan constante como impredecible (no tanto en sus contenidos, como bien en nuevas plataformas para el espectador), pudo dejar pasar a Breaking Bad como otro título más de la cadena de consumo audiovisual, que se une a la línea de empaque internacional. Sin embargo, fue considerada por diversas fuentes como una de las mejores series televisivas de todos los tiempos (Maureen, 2012).

Si tiene o no la calidad que han mencionado algunos medios, puede ser un tema a debatir. Aquello está más dirigido a los parámetros de su estética y producción. Aspectos que no se pueden dejar de lado. Su composición constantemente supera todos los diálogos y no sólo atrapa al incauto espectador, sino que lo compele a ser un Walter White, Jesse Pinkman, Skyler, Hank… lo condena a no condenar; y a ver, tras las vidas desarrolladas, categorías y mensajes que hablan del accionar de tantas aristas que posee el ser humano sobre el marco de la vida, ¿escenario? ¿Infierno? ¿Paraíso? ¿Caos?

Precisamente, estos matices en las vidas de los personajes son los que pueblan la justificación de lo que trataremos más adelante. La sociedad moderna, entendida como una superestructura que cobija el desarrollo de los seres que la habitan, puede llegar a dejar en el filo de la navaja la ética social y personal, sugerida por esta misma (contradicciones profundas pero no explícitamente trágicas), por diversas causas.

Estos eufemismos, desequilibrios, injusticias o incluso trastornos psicológicos generados, son temas que trataremos con respecto al entramado natural de la serie.

La serie que fue estrenada en 2008, tiene 62 capítulos y fue producida por Sony Pictures. A lo largo de su rodaje fueron asistidos por expertos en química orgánica y física, y en el tema criminalística, asesorados por el departamento antidrogas (DEA) de Dallas, Estados Unidos. La serie está filmada en un formato película de 35 mm y producirla cuesta tres millones de dólares por episodio, un costo más alto que el promedio de un programa de cable.

Imagen de AMC. Walter White, interpretado por Bryan Cranston, escena de la segunda temporada de «Breaking Bad».

Un camino sin tregua

Walter White, profesor cuidadoso pero algo irascible —cualidad que explota, literalmente, el director de la serie—, cruza los cincuenta años mientras intenta infundir en sus estudiantes su interés por la química. “Esto, no es menos que magia”, dice en un laboratorio escolar, dentro de los primeros episodios. En cierta forma, Walter es muy devoto a la esfera del conocimiento que conoce: la química. Su clase permanece en una indiferencia remota. Su familia se encuentra en unas condiciones que lo impelen a ser un apoyo permanente y obligatorio; su esposa Skyler está embarazada y su hijo mayor tiene una parálisis cerebral leve.

Con varias deudas que pagar, Walter observa el techo de su cuarto antes de dormir. Le diagnosticaron cáncer de pulmón inoperable. Para este momento, su cabeza expone tal tensión, que la claridad de su furia, empieza un camino sin tregua. Una insensibilidad dura que se incrusta incluso físicamente, en su rostro. En esos momentos, se comienza a solidificar la serie.

Las quimioterapias no las paga su seguro, sin embargo ha hecho creer a su familia de lo contrario. Desesperado con los ataques de tos sanguinolenta, se ha encontrado en una boda con dos viejos colegas suyos, esposos, que le arrebataron la idea de un laboratorio de investigación y tienen tal solvencia económica por eso, que le ofrecen la búsqueda de los mejores doctores. Ahí se quebraron más fragmentos del viejo Walter White. El desequilibrio del ser humano compelido a su supervivencia, su más fiel instinto a la vida y a la dignidad. Walter pierde la cabeza, los buenos modales, la simpatía, la timidez, la sumisión, el orden, la fe.

Su cabeza está en sintonía con la del cavernícola que mató el primer mamut en invierno. Su entorno no sabe lo lejos que llegará su actitud, pero el espectador empieza a notar, incluso, su final.

Cortesía: Sony Pictures Museum

La espada de Damocles

El individuo se encuentra sometido paulatinamente a una cadena de situaciones, que lo enfrentan con un cargamento de recursos personales que se hacen estáticos, como una espada colgando en el aire, afilada de ambos lados: ambición, inteligencia, coraje, planeación, visión. Tener un juicio sobre estas herramientas ambivalentes solo puede ser sostenida por la preciada, casi invisible para Walter, moral. White superpone, de todas formas, el futuro de su familia.

«He pasado toda mi vida asustado. Aterrado de las cosas que podrían ocurrir. Que podrían ocurrir o no. Cincuenta años los he gastado así. Encontrándome a mí mismo despierto a las 3 de la mañana. ¿Pero sabes qué? Desde que supe mi diagnóstico, duermo de maravilla y llegué a la conclusión de que el miedo es lo peor de todo. Ese es el verdadero enemigo». Una de las reflexiones más clarividentes de Walter White en la serie.

Allí comienza una lista de homicidios, venta de drogas, andando cada día con la única pregunta: ¿Dónde podré expandirme? El más, el mayor, son categorías que se hacen comunes a la serie y lo enfrentan cada cuanto a las vidas que él ya ve como obstáculos.

Sony Pictures Museum.

«Yo soy el peligro»

Hay un empuje aturdido por la razón, que fue congelada por los primeros crímenes. En el capítulo en que sabemos que la cabeza de Walter White ya prendió su propio cerillo a la autodestrucción, está quizás uno de los diálogos más recordados de esta. Skyler, su esposa, intenta persuadirlo de acabar con el frenesí de crímenes (que apenas entrevé) y se ponga a salvo, pero Walter White -ya Heisenberg-, manifiesta un estado de delirio:

«¿Con quién te crees que estás hablando ahora mismo? ¿A quién crees que ves? ¿Sabes cuánto gano en un año? Incluso si te lo dijera, no lo creerías. ¿Sabes qué pasaría si de repente decidiera dejar de ir a trabajar? Un negocio lo suficientemente grande para ser listado en la NASDAQ (bolsa de valores) se va a pique, desaparece. Deja de existir sin mí. No, claramente no sabes con quién estás hablando, así que déjame darte una pista. No estoy en peligro, Skyler. Yo soy el peligro. Si un tipo abre su puerta y le disparan, ¿y tú crees que ese soy yo? No. Yo soy el que la toca».

De manera que Walter White equilibró, paradójicamente, esta forma desequilibrada de acción. El dictador temible, que amenaza con desentrañar todos los planes que no concuerden con los suyos: «Me preguntaste si estaba en el negocio de la metanfetamina o en el del dinero. En ninguno. Estoy en el negocio del imperio».

¿Hasta qué punto entonces, Walter White fue impulsado a su funesta transformación y muerte? ¿Acaso no estamos siendo muy ligeros al evaluar los cambios morales de las personas? ¿No es la serie un gran monólogo del desamparo existencial? Desde luego, no se trata de justificar la manera de operar de un narcotraficante sediento de poder, se trata de reconocer los mecanismos sutiles en que se puede atropellar a cualquier ciudadano, hasta forzarlo a su desaparición o la reestructuración de valores internos.

De alguna forma Walter White se vio burlado por la misma maquinaria inyectada por décadas sobre sus costumbres. Cumplir con su deber social y profesional —para no llegar totalmente a su familia y padecer sin salud—, iniciar un proyecto en su campo —que le fue arrebatado—, obedecer apropiadamente la conducta manifestada por su entorno y familia —para no tener en quien apoyarse—, padecer la insignificancia de la inteligencia ante el ardid del poder y la falta de escrúpulos.

Walter White en el primer episodio de la serie. Foto: Doug Hyun/AMC.

La niebla moral

En resumen, se asomó al iceberg del absurdo y desigualdad que padecen millones de personas. Violentado por el cambio caprichoso y sociopático de una sociedad moderna, sucumbió a sus métodos, haciéndolos hiperbólicos. Walter White encarnó de manera violenta y maniaca
—desproporcionada— esos rasgos hedonistas de la modernidad, de igual forma lo hizo Gustavo Fring, el aparente bondadoso dueño de una cadena de restaurantes, cuidadoso de cercenar toda interferencia.

Aun cuando White se hacía llamar Heisenberg o se imponía como deidad en su vida, sobrevivía la necesidad de brindarle una salida completa a su familia, de su caos voraz. Lo mismo, la convivencia errática de un Jesse que apoya dócilmente a una madre soltera, y otro como expendedor de droga.

A pesar de toda esa niebla moral —que es muy del mundo actual— en que se sumerge la serie, Breaking Bad es una serie humana, que lejos de exaltar la línea mafiosa, increpa al público para ver que entre el avance tecnológico y económico, nos tropezamos con piedras milenarias, como la de Ozzymandias —nombre del último capítulo—, el abismo infértil del egoísmo: “Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia/de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas/se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas”.