Narrativa

Califagia, un cuento de Jaime Arturo Martínez

Aquella noche en que la vio reír, en medio de las matas de anturios, pensó en una alta palmera meciéndose en el aire y se dijo que algún día la haría suya para siempre. Tres semanas después le declaró su amor. Le manifestó su deseo de casarse con ella cuanto antes, pues no veía la hora de buscar su pie con su pie, de arroparla con sus brazos y de comérsela a besos.

Tres meses después, la boda se celebró. En medio del fasto, ella lucía como un hada encantada, que renovaba el espacio por donde pasaba. Luego que partió el último invitado, él la condujo a la alcoba, la servidumbre apagó las luces y sólo se mantuvo alerta la madre de ella, que velaba desde la habitación contigua. La madre oyó el murmullo de la conversación. Oyó la risa de ella como una alta palmera meciéndose en el aire, oyó los suspiros, oyó los quejidos y el llanto de amor, oyó -luego– el silencio.

En la alta mañana, la madre aventuró el oído en la puerta de la alcoba nupcial. Sólo escuchó unos besos espaciados, y sonrió. Tocó la puerta, pero nadie respondió, volvió a hacerlo en tres ocasiones y sólo respondían los besos, siempre espaciados, cada vez más espaciados. La madre intrigada, accionó el picaporte. Abrió con lentitud la puerta. Preparó su mejor sonrisa, cantó unos buenos días y asomó su cabeza al momento en que por sus ojos penetraba el hielo, que congeló su sonrisa. Lo vio, tendido a lo largo de la cama. Su vientre estaba inflado y tenso como un globo, en su mano derecha sostenía lo que quedaba de ella, su dedo anular con el anillo de bodas, que él consumía beso a beso.