Narrativa

La promoción fantasma, un relato de Eduardo Viladés

Escrito por Eduardo Viladés

Los móviles emiten cada dos o tres segundos una señal de ubicación. Uno de sus procesadores tiene una puerta trasera que los convierte en dispositivos de escucha que no se apagan nunca. Yo soy como un móvil, me resulta difícil desconectar. Tiene su lado positivo porque soy capaz de acceder a la cuarta dimensión cuando la mayor parte de la gente se queda atascada en la primera. De vez en cuando es agotador y envidio a quienes viven encerrados entre cuatro paredes y, además, se vanaglorian de su monótona y aburrida vida porque no han conocido esa cuarta dimensión desde la que yo les observo. Generalmente noto que levito, me siento como aire en suspensión, como una mota de polvo que sobrevuela las cabezas de mis congéneres, quienes esconden un bote de Centella en el bolsillo de la chaqueta para deshacerse de mí.

Justo así me sentía aquella tarde. En medio de la vorágine, reía hacía mis adentros al verme como un teléfono de última generación. No podía evitar que me saliese la vena dictatorial. Siempre me había gustado mandar, en el sexo dominar y en el trabajo apabullar. Lo que pasa es que años atrás no aceptaba mis dotes de mando y tendía a empequeñecerme. En aquel momento, sin embargo, me sentía poderoso, el ojo que todo lo ve, el oráculo, el Mesías, el salvador del género humano, el paladín del saber. Me llegaban conversaciones difusas y entrecortadas y mi cerebro las asimilaba con dificultad. Hacía muchos años que no escuchaba esas voces y había enterrado en mi memoria con centenares de kilos de hormigón su timbre, su tono y su intensidad. De todos modos, me gustaba escucharlas porque me daban vergüenza ajena. Tenía ganas de provocar a esa jauría de incompetentes… La vergüenza ajena siempre me ha excitado, me fascina ver cómo los demás cavan su propia fosa y no son conscientes del patetismo que provocan. Sin ir más lejos, yo mismo siento vergüenza ajena de mí constantemente, con lo que mi encanto se multiplica cada segundo. Deseaba interactuar con esas voces y ponerles cara, darme cuenta de que sus dueños eran basura y escupirles. Serían el material perfecto para escribir una obra inmortal pero, para ello, debía mantenerme sereno. Es imposible crear algo imperecedero sin serenidad y, últimamente, me cuesta estar tranquilo, con lo que sólo escribo basura.

En una esquina del polideportivo, contemplaba a esas momias venidas a menos y llenas de telarañas a quienes la vida no había tratado del todo bien. Me apenaba que la dirección del colegio hubiese reemplazado las colchonetas y los plintos por cucarachas. Pensándolo bien, deshacerse de una cama elástica es complicado. Si se opta por quemarla, huele todo el vecindario a caucho y la humareda es considerable. Además, pueden encarcelarte por contaminación ambiental. En el coche no cabe. Por la ventana no puede tirarse porque se corre el riesgo de que le caiga encima a alguien. Las cucarachas, sin embargo, se aplastan.

Cambiemos el tiempo verbal de la narración y optemos por el presente, me siento más cómodo. Como he dicho antes, quiero pergeñar algo inmortal. Ando metido en mi burbuja de cristal sin enterarme de lo que sucede a un palmo de mis narices, es la abstracción máxima, el precio que se paga por escribir. La imaginación es mi mejor aliado. Si no me creo mis propias fantasías y doy por válidos mis espejismos difícilmente puedo hacer creíbles mis historias. Atesoro un amor desmesurado por la ficción, manipulo una realidad llena de tósigo para convertirla en algo atractivo. La verdad me interesa poco. Niego lo cierto y afirmo lo falso, incluso en las cosas más cotidianas, a menudo me observo en el espejo y no sé quién soy porque me embebece ser un actor de mi propia vida. No me gusta estar cerca de los demás porque tengo la sensación de que debo justificarme. La gente es una mierda, aunque es lo único que tenemos, supongo que es absurdo intentar crear un mundo sin gente porque acabaría cansándome de mis propios yoes, quienes se convertirían en esa gente que no soporto. Al mismo tiempo, como escritor, el problema se multiplica por mil porque la gente es necesaria para crear. Aunque pueda servirme de mi fantasía, lecturas, experiencias o películas de arte y ensayo que haya visto, las mejores historias residen en las personas y en saber acercarse a ellas para desgranarlas. No sé por qué he sacado este tema a colación, seguramente me ha traicionado uno de mis yoes, son difíciles de controlar, no quiero incidir más en ello. Acabo de darme cuenta de que he repetido la palabra gente muchas veces, está claro que tengo que revisar mis dotes como narrador.

Me siento como en los prolegómenos del proceso de creación teatral. En esta ocasión he cambiado el portátil, mi taza de café y la soledad de mi cuchitril por el polideportivo de los Jesuitas de Logroño, maravilloso recinto al que no volvía desde hace 25 años y que sigue igual de cochambroso que cuando se construyó. Las cucarachas no dejan de mirarme. He venido solo, no me apetecía que me acompañase mi madre porque está obsesionada con el qué dirán y habría invitado a medio centenar de personas al día siguiente al estilo de los Ferrero Rocher de la Presyler. No me extraña que me miren, no tengo nada que ver con el Eduardo de los 18 años. Ahora, al borde de los 47, soy como un buen vino que ha ido macerando poco a poco en la barrica. Quienes me conocen destacan que mis atributos tienen un color amarillo pajizo; son secos al paladar pero, al mismo tiempo, gozan de un regusto intenso, suave y ligero, con un delicado aroma de aire almendrado… A menudo tengo que bregar con la ponzoña de mis pensamientos, en parte gracias a las cucarachas y su legado pero, con el paso de los años, acepto que hay un tipo de dolor que nunca desaparece, jamás se supera, simplemente se aprende a vivir con él, nadie es capaz de entender lo que el ahora denominado bullying significa si no lo ha sufrido, yo he optado por reírme en su cara. He experimentado tantas cosas, tantas anécdotas. Algunas de ellas sacadas del mejor de los cuentos de los Hermanos Grimm. Otras, extraídas de revistas de peluquería. Por eso escribo y por eso he decidido rodearme de personas extraordinarias que brillan. De todas maneras, mis amigos y yo estamos en penumbra o apagados para la mayor parte de la población, acostumbrada a dos o tres patrones preestablecidos, temerosa de que alguien les muestre un cuarto o un quinto que no sepan cómo encajar en su ordenada existencia de misa los domingos y adosado en la periferia… Me gustaría ser un topo. Estos animales desaparecen en invierno. Excavan túneles bajo tierra y nadie les ve. Las personas somos siempre visibles, aunque queramos ser invisibles. Ojalá fuese como un topo. Sólo regresaría a la superficie para escribir textos como éste para que tú, lector, me infundieses un poco de vida sin juzgarme.

Pero mírale, ¡qué escándalo! Ha desaparecido su pelo a lo fregona, ahora está calvo, la edad no perdona, estoy seguro de que nadie acudirá a sus fiestas de cumpleaños. Antonio, cuéntame, ¿a qué te dedicas? Sacaba todo sobresalientes y entraba en depresión absoluta si llegaba a casa con un 9 y medio, más o menos como servidor, si bien yo amenazaba a mis padres con tirarme por la ventana si me quedaba en el 9,9. Ambos éramos los repelentes de la clase, con la diferencia de que a mí me insultaban y pegaban y a Antonio Gómez, por el contrario, le hacían la ola y reían todas sus gracias. El momento estelar del año era su cumpleaños. Tuve la suerte de ser invitado en una ocasión. Cuando me lo propuso, a escondidas y cubierto con un pasamontañas para que nadie le reconociera, llegué a casa emocionado. Después de mucho tiempo sumido en el mayor de los ostracismos, finalmente Antonio me aceptaba en su grupo de amigos. ¿Qué coño hace Eduardo aquí?, aseguró a parte de sus invitados como si no fuese consciente de mi presencia. Le habrá invitado mi madre, recalcó a otro grupo. Me gusta rodearme de la turba de vez en cuando, oí que decía a otros. Le he dicho que venga para que avance y aprenda de nosotros, hay que ser buena persona, en especial con petimetres como él, subrayó en un arrebato de caridad cristiana. Fue una fiesta deliciosa, recluido en una esquina comiendo canapés y hablando con la abuela de Antonio. Espero que finalmente se liara con Óscar Gorostiza. Fue su amor platónico durante todo el instituto. Incluso antes, en párvulos y EGB, ya se hacían carantoñas y se turnaban a la hora de responder a las preguntas del profesor. Antonio hipnotizaba a todo el mundo, una especie de Merlín de los tiempos modernos. Yo me quedaba de piedra cuando levantaba la mano para iluminarnos. Así pues, por lo que ha dicho usted, dos más dos son cuatro, ¿en efecto?, preguntaba. Tenemos aquí al nuevo Einstein, chicos, daos cuenta de lo afortunados que somos al contar con la inteligencia de vuestro compañero, respondía el maestro. Así es, Antonio, la respuesta correcta es cuatro, como tú sabiamente has afirmado.

Hay veces que me encantaría expulsar toda la ira que se ha ido acumulando en mi interior, todo el dolor que me carcome como una solitaria desde los intestinos, que me provoca laceraciones, que se convierte en pus cuando trata de salir a la superficie. En mis pesadillas, salgo a la calle con una recortada y aniquilo a ciertas personas que me han hecho la vida imposible. A veces reemplazo los tiros por el veneno, al estilo de la Antigua Roma. Mi subconsciente prefiere realizar los ajusticiamientos empleando beleño, estramonio, belladona, mandrágora o cicuta antes que vérselas con una pistola en un túnel abandonado. Es mucho más poético.

Óscar y Antonio eran clones. Uno moreno y el otro rubio. La misma estatura y el mismo cuerpo enclenque, si bien destacaban en educación física con marcas de campeonato. Yo solía tardar 20 años en terminar los consabidos mil metros. Cuando llegaba a la meta, sudoroso y destrozado, mis compañeros ya estaban duchados y arreglados. Jamás se duchaban conmigo, independientemente de que llegase tarde o no. Cuando entraba en el vestuario, todos se tapaban sus partes, me llamaban sarasa o maricón y cuchicheaban a mis espaldas… Nunca entenderé la obsesión que existía en los ochenta por hacer el pino, saltar el plinto e intentar que chavales de 15 años emulasen a Comăneci aún a riesgo de romperse la crisma. Yo sólo saqué sobresaliente en gimnasia en dos ocasiones al romperme la muñeca por saltar el plinto de los cojones. Como tenía el brazo escayolado, me encargaron varios trabajos de análisis del deporte. Escogí la historia del olimpismo. Más de 100 páginas a todo color con decenas de entrevistas, ensayos y artículos. Por fin, el profesor de gimnasia comprobó lo que Eduardo significaba más allá de la mierda de las carreras de cinco mil metros o los saltitos en medio del césped. El mundo del deporte nunca fue lo mío. Cuando me ponían de portero y veía que se acercaban mis compañeros me arrimaba a un lado con una de mis novelas de Charlotte Brontë y les dejaba hacer. Antonio y Óscar, sin embargo, actuaban como si hubiesen estado haciendo piruetas toda la vida, atletas de primer nivel. En clase, se sentaban en la primera fila y lo sabían todo. Si hubiesen vivido en Estados Unidos, habrían amasado centenares de becas para estudiar en Harvard. Milagrosamente, justo donde estaban sus pupitres, penetraba a media tarde un intenso haz de luz desde una de las ventanas. Antonio y Óscar adquirían connotaciones eclesiásticas, un aura celestial les iluminaba. Observarles hacía daño, era como mirar un eclipse, se necesitaban gafas de sol o los negativos de las fotografías antiguas para no cegarse. Quizá follaban en silencio, levitando, a lo transverberación de Santa Teresa, lo desconozco. Yo siempre he sido muy básico, veo un ojal y lo perforo, me sitúo a años luz de la inteligencia y la clase de Óscar y Antonio. Si a día de hoy me cruzo con mis compañeros en los vestuarios no sale vivo ni uno…

Un verano mis padres decidieron llevarme a un campamento que organizaban Jesuitas y al que acudía parte de mis compañeros, entre ellos Antonio. Yo les supliqué que no lo hiciesen, pero pensaron que sería conveniente para socializar y quitarme la fama de chico raro. Durante dos semanas tuve que soportar las burlas de mis compañeros a la hora del baño en el río, los cuchicheos de los monitores cuando servían la comida y las risas soterradas del cura y máximo responsable. De todos modos, pasaron más o menos deprisa. Terminaba el día tan cansado que caía rendido nada más meterme en el saco de dormir. Mientras que mis compañeros jugaban por el monte, yo me entretenía leyendo dentro de la tienda de campaña. Me dolía hasta cierto punto que no fuesen capaces de conocer al Eduardo payaso y divertido, lleno de vitalidad y alegría. La última noche se celebraba una fiesta con baile incluido. Después de la cena, alumnos, monitores y el cura se dispusieron alrededor de una fogata disfrutando de la música. Uno de los monitores sugirió que todos los niños jugasen al baile de las parejas. Digo niños erróneamente porque recuerdo que contaba ya con 16 años. Cada una de las muchachas tenía que elegir a un compañero con el que bailaría y un jurado elegido al azar seleccionaría la mejor pareja de la noche. Yo me senté en la parte trasera de los improvisados bancos de madera, sabedor de que nadie me escogería para salir a bailar. Sin previo aviso, Begoña se acercó a mí, me tendió la mano y me animó a que fuese al centro de la pista con ella. Sentí un escalofrío de alegría. ¡La chica más popular de la clase me invitaba a bailar!¿Sería todo una obsesión forjada en mi subconsciente y, en realidad, era respetado y querido por mi entorno? Me sentía flotando, mis compañeros me observaban, también los monitores, dije varias veces “gracias” a Begoña por concederme el baile e intenté entablar con ella una conversación, aunque la chica se limitó a seguir el compás de la canción. La música, un bolero trasnochado de los años cincuenta, subía de intensidad. Estaba feliz, me sentía integrado.

—¡Me has tocado, cerdo!

—¿Perdona?

—Me has tocado las tetas, cabrón.

—¿Qué estás diciendo?

—¡Deja de tocarme, por favor, deja de tocarme!

Los más de cuarenta alumnos se acercaron a mí y vi por el rabillo del ojo cómo el cura y los monitores se metían en la cocina y cerraban la puerta. Me empujaron y caí al suelo. Todos mis compañeros se agolpaban a mi alrededor, dándome patadas y puñetazos e insultándome. Como los amenazadores gigantes de El Quijote, me zamarreaban y sacudían desde lo alto. No podía moverme ni hablar. Me sentía pequeño, minúsculo. Sin darme cuenta, alguien introdujo la mano por el ovillo de seres humanos que me traqueteaban y me sacó de allí. ¡Corre! ¡Corre! Sal de aquí, me dijo. Preso de una rabia descomunal, corrí como nunca en la vida y me adentré en la montaña. El llanto me salía a borbotones, no podía contenerlo, estaba explotando por dentro, el sudor de la carrera me caía por la frente y se confundía con mis lágrimas, lágrimas de impotencia y de angustia, de confusión y de dudas. Pasé la noche a la intemperie, seco de tanto llorar y con el corazón roto. El campamento terminaba al día siguiente con una comida multitudinaria para los padres, que venían a recoger a sus hijos. Al alba, cuando vi que la actividad se reanudaba en el recinto, bajé. Los coches de los padres ya llenaban el aparcamiento. A lo lejos, distinguí a mi madre. Fue quizá la imagen más mágica y maravillosa, conmovedora y reconfortante que había visto en toda mi vida. Corriendo, me abalancé sobre ella y me puse a llorar sin control. No podía contenerme. Mi madre me abrazó y me dijo que me quería mientras me daba besos en la mejilla y en la frente. Lloró conmigo.

Madre mía, esa de allí debe de ser Begoña, mi novia. Digo novia por decir algo, nunca me han gustado las mujeres y si tuviese que cambiar de sector lo último que haría sería liarme con esa jarramanta. Que gorda está. Nunca había sido delgada, pero cuando se tienen 17 años las lorzas hacen juego con todo. La chica que me sacó a bailar en el campamento era una estudiante mediocre. Antonio, al menos, tenía cabeza. Pertenecía al grupo de las anodinas, muchachas que no eran ni muy zoquetes ni muy brillantes, ni muy guapas ni cardos, ni gordas ni delgadas. Su mejor amiga se llamaba Coro e iba de afectada, es decir, tenía esa expresión de estar en constante estado de estreñimiento. De Begoña me quedo con su cuerpo achatarrado y de Coro con sus ojos demasiado juntos, como los de un hámster, su estatura torrebrunesca y sus manos grasientas. No la veo por aquí, quizá se ha muerto.

La primera semana me ignoraban. La segunda empezaban a mirarme con mala cara y a finales de la tercera ya me escupían e insultaban. Era como un virus. Tras la inoculación, el sujeto requería un tiempo hasta que los síntomas aparecían, como en las películas de vampiros. Esto era especialmente curioso con los alumnos nuevos. Al principio hablaban conmigo, se dejaban fascinar por mis gracias y donaire, hasta que la cúpula directiva les enviaba una misiva amenazante: Deja de hablar con el maricón o tendrás problemas. Había un sitio en el que sentía que mi vida no era una equivocación, la capilla. Durante los recreos, si me quedaba en el patio, mis compañeros me pegaban. En el interior de clase no podía quedarme porque no estaba permitido. Eso sí, siempre que salía del aula tenía que recoger todas mis pertenencias porque si dejaba el estuche, los libros o los bolígrafos encima del pupitre me los robaban o rompían. Descubrí que la capilla estaba abierta. Se encontraba en el sótano, justo al lado de la biblioteca. En la capilla pasaba la media hora del recreo, a oscuras, sentado al fondo, al lado de la puerta, para que no me viese nadie. Era una estancia pequeña, de unos 50 asientos, con una cruz de madera enorme al fondo. Allí me sentía seguro, si bien en alguna ocasión pasé miedo porque, de haber entrado mis compañeros, no hubiese podido escapar. A veces los 30 minutos se me hacían eternos, pero generalmente me relajaba. Analizaba mentalmente lo que habíamos dado en clase o perfilaba los personajes de mi nueva novela u obra teatral. Otras veces imaginaba que tenía una varita mágica con la que creaba un mundo sin padecimiento ni desigualdad donde sólo importaba el ser. Un lugar donde sus habitantes estaban en paz consigo mismos y ayudaban al que sufría por ser diferente. No sólo le ayudarían, se pondrían en su lugar y asumirían su diferencia como propia. Durante esa media hora en la capilla, soñaba con volver a clase y que Begoña me diese un beso de verdad, que Antonio me invitara a su fiesta de cumpleaños y me presentara como su amigo y que los profesores me eligieran delegado de clase tras muchos aplausos y vítores. Soñaba con ser normal.

Puede que me vaya del polideportivo, no me apetece rebajarme. Hasta el comienzo de mi etapa universitaria, mi vida se caracterizaba por tres palabras: nunca, nadie, nada. Nunca nadie había hecho nada por mí. Crecí con el convencimiento de que yo era lo único que tenía y, aun así, me trataba mal, quizá porque todo el mundo lo hacía y normalicé que ser tratado como una mierda era lo habitual. Sí, me voy de aquí, no me interesa lo que han hecho con sus vidas. Gracias a ellos tengo miedo, paranoias constantes, no me fio de nadie, apenas tengo amigos porque cuando conozco a alguien le pongo fecha de caducidad, como un yogur, porque antes que soportar el rechazo que me ha perseguido toda mi vida prefiero no relacionarme. Por la noche, apago la luz del dormitorio y me asaltan fantasmas de aquel campamento, camino por la calle y me da la sensación de que alguien me persigue para pegarme. Pero vivo instantes en los que me siento más o menos bien, por lo que agradezco a mis compañeros que me hayan convertido en lo que soy, un gilipollas solitario que se ríe de su sombra. Siempre he pensado que hay que apoyar a los que son diferentes y luchan contra aquellos que quieren que sean iguales. Por eso creo que me voy a ir del polideportivo ahora mismo, porque no me interesa ser normal…

                  Imagen: Pixabay

Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 25 años de carrera, referente de la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Ha publicado dos novelas y prepara la tercera. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Elegido dramaturgo del año 2019 en República Dominicana y en 2020 en La Rioja a través del Instituto de Estudios Riojanos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Odisea cultural (Madrid), Canibaal (Valencia, España), Extrañas noches (Buenos Aires), Microscopías (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover), Primera página (México), Gibralfaro (Málaga), Windumanoth (Madrid), Amanece Metrópolis (Madrid) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. Hoy en día trabaja también para la revista Actuantes, la principal publicación española de teatro, lo que le permite combinar el periodismo con las artes escénicas. También es experto en periodismo cultural y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.

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