Cárcel inmediata, un cuento de Andrés Pinzón-Sinuco
La rubia se hizo esperar.
La noche del billar, entre platos de comida a medio comer, entre famélicas charlas de cansancio, la rubia decidió esperar. Yo la seguí. Sabía que me aguardaba su talismán de hielo, su tremenda posibilidad de frío y calor.
Cuando todos se despidieron, ella y yo sugerimos que íbamos a jugar billar. Las bolas estaban en su sitio, espaciadamente brillantes, dispuestas en el mejor sentido y anunciando como una señal irrevocable una noche de desvelo consentido. Adiós, buenas noches, que descansen.
Piedad y yo nos quedamos gravitando sobre la mesa del billar hacia las 2 de la mañana. Simulando enseñarle un tiro, la tomé por la cintura y de un momento a otro adelanté un beso en su hombro, luego tomé su rostro como quien se cuelga de una luna inhabitada y estampé un beso en su comisura izquierda. Ella se resistió con un movimiento aprendido y para demorar la faena. Después sus labios estuvieron sostenidos como los de una esfinge y pude abarcar su boca por completo, la besé con premura, con la angustia de otros encuentros, y bajo la frustración de haber esperado por más de nueve días aquel instante preciso. Piedad adivinó uno, dos, tres, cuatro besos y ya la noche se planteaba en un panorama abigarrado por la oscuridad de unas luces deliberadamente apagadas, por la noción de quererla a tientas y de no morir en el intento. Mi mano bordeó sus glúteos, palpó su sexo húmedo de nácar y el largo vestido comenzó a estorbar a pesar de que había sido una revelación durante toda la tarde.
Más adelante sobrevino el deseo puro. Las ansias de fundirse en una cárcel inmediata, sólo malograda por un vigilante avieso que estaba cuidando que no se dejaran abiertas las puertas del billar. En la penumbra lo vimos, desde adentro, custodiar la puerta, pero con decoro para no interrumpir a los amantes. El aroma a sexo y néctar de fruta cítrica, de aliento a cerveza y cigarrillo trashumado nos hizo besarnos con más pasión, sentirnos nuestros sexos palpitantes e irreprimibles, las humaredas de algodón invitaban al placer, nos hablaban de tiempos mejores.
Decidimos subir las dos escaleras que daban a nuestros cuartos. Ella se apresuró a decir que mejor era postergar el encuentro, pero sus palabras no eran más que acción intelectual, vacía y pobre, que se quedaba corta a sus deseos inapelables. Yo lo sabía, así que acepté su manera esquiva de cuidarse.
Sin embargo supe que esa madrugada seríamos uno más uno, dos más uno, vida más vida asomándose al precipicio del tormento delicioso de encontrarnos tan abiertos a la materia.