Narrativa

Las Águedas, un relato de Eduardo Viladés

Tenía tres meses por delante para recorrer parte de la geografía española y elaborar mi tesis doctoral sobre Santa Águeda. No había salido de Italia en mi vida, quizá porque mis padres, dueños de una pizzería en el centro de Catania, se habían mostrado siempre reacios a que descubriera mundo y me labrase un futuro. De todos modos, un día me levanté de la cama y tomé la determinación de viajar y explorar otras culturas. En la Universidad estudié Historia y me especialicé en el análisis de los santos de mi isla, Lucía de Siracusa, Francisco de Paula y Águeda de Catania. Cuando terminé la carrera decidí realizar mi tesis doctoral y me decanté por Santa Águeda, no sólo porque es la patrona de Catania y de toda Sicilia, sino también porque mi madre y mi hermana se llaman así. Quería dar a mi tesis un aire distinto y acordé con mi director de estudios centrarla en las diferentes celebraciones que se realizan en honor a la egregia figura. Documentándome, averigüé que varias localidades españolas rinden honor a la santa. Ni corto ni perezoso, solicité una beca en el Ministerio de Educación y dije a mis padres que me iba a vivir una temporada fuera. A mi madre casi le da una embolia y mi padre me amenazó con llamar a la camorra local, pero hice oídos sordos y me lié la manta a la cabeza. Tutto dritto, mi disse me stesso!

Mi primer destino fue Zamora, donde en pleno invierno las Águedas toman la ciudad y los pueblos circundantes para hacerse con el control de la provincia. Los ayuntamientos les ceden los bastones de mando como señal de autoridad y se celebran siete días de fiesta donde se baila y se come sin parar. De Zamora me fui a Salamanca. Nunca había estado en esa ciudad y me fascinaron las reminiscencias que guardaba con Italia, sus calles empedradas, palacetes y monasterios. Si bien en Zamora apenas pasé un par de semanas, en Salamanca estuve un mes entero. Acudía todos los días a la Universidad para recabar información e ir avanzando en la escritura de la tesis doctoral, pero no terminaba de acostumbrarme al piso de estudiantes en el que vivía, destartalado y con olor a gotelé barato. Con denuedo, fui analizando diferentes opciones. Volver a Sicilia no se me pasaba por la cabeza, así que puse rumbo a Gallegos de Argañán aconsejado por uno de los bedeles de la Facultad. Me motivaba bastante que el municipio hubiera visto pasar ante sus ojos todas las guerras fronterizas al estar situado en el camino entre Ciudad Rodrigo y Portugal. El pueblo se encontraba a 110 kilómetros de Salamanca capital, en medio de la nada más absoluta. Llegar fue una odisea porque no estaba comunicado por tren ni autobús, de manera que no me quedaba más remedio que hacer autoestop. Tuve que realizar el viaje en varias etapas porque no encontré a ningún conductor que fuese directamente al pueblo desde Salamanca. Al contrario, cuando les decía que me dirigía a Gallegos aceleraban o me lanzaban el termo de café en la cara. Me alojé en albergues o en casa de lugareños. A veces, establecíamos un trueque peculiar: yo les hacía una pizza a la siciliana y les cantaba alguna canción de Domenico Modugno, aún con el riesgo de que cayese un chaparrón, y ellos me permitían pasar la noche al pie de la lumbre.

En Gallegos de Argañán encontré un piso al lado del río Águeda, que me sorprendió desde el primer momento por el color bermellón de sus aguas. Me recordaba a la lava volcánica del Etna, roja como la sangre. Más adelante me enteraría de que las aguas del río adquieren ese color por los sedimentos arcillosos que se encuentran en su nacimiento. Tuve suerte porque, si bien en Zamora y en Salamanca no había tenido la oportunidad de disfrutar de las celebraciones de Santa Águeda y tan sólo pude documentarme y entrevistar a eruditos en la materia, a Gallegos de Argañán llegué una semana antes de la ofrenda de la Alegría, que se celebraba el 3 de febrero.

Desde el primer momento los galleguinos me recibieron con los brazos abiertos. No entendía muy bien su acento al principio. Había visto en Italia algunas películas de Paco Martínez Soria para perfeccionar mi español y no daba crédito cuando en el pueblo se hablaba como en Abuelo made in Spain o El turismo es un gran invento. A ellos les pasaba algo parecido con el mío y algunos pensaban que el italiano se reducía a decir Raffaella Carrà, pizza, birra o felicità… Ma perchè gli spagnoli sono sempre così? Todas las mañanas me tomaba en casa un buen trozo de pizza y un buen café ristretto y bajaba al río a dar un paseo. Me gustaba meter los pies en sus aguas heladas y chapotear durante un buen rato. Aprovechaba para hablar en voz alta conmigo mismo, generalmente de los avances de la tesis. El Águeda, en Gallegos, formaba unos sinuosos meandros que provocaban que, en algunos tramos, las dos orillas estuviesen muy cerca la una de la otra. En la orilla opuesta a mi casa, una muchacha de pelo negro como el tizón, ojos chispeantes y unos pechos prominentes me observó desde la primera vez que bajé. Ella no metía los pies, simplemente echaba pequeños guijarros en el agua y esbozaba una leve sonrisa al verme hablar conmigo mismo. A mí me daba apuro decirle algo. En Sicilia, aunque gocemos de un clima mediterráneo y tendamos al histrionismo, somos muy cautos a la hora de entablar conversación con las chicas, quizá fruto de la insularidad y de que la mamma siempre nos tiene bajo control. Supongo que tantos años de Gobierno de Berlusconi y el poder del Vaticano también tendrían algo que ver en esto, aunque ahora no quiero entrar porque me caliento. Así fueron pasando los días. Por la mañana, contemplaba a mi joven dama en la otra orilla del río y por la tarde me encerraba en casa con mi ordenador portátil. Cuando ya no podía más, iba al centro del pueblo, generalmente a la calle El Puente o a Extramuros, donde se encontraba el bar de Manolo y el de Lola. Con Manolo me ponía tibio a fino y cervecitas y en casa de Lola me volvía loco con sus patatas asadas y la sopa de tomate. Lola había nacido en Trujillo, aunque a los diez años se había trasladado con su familia a Gallegos de Argañán. De todos modos, mantenía intactas sus costumbres extremeñas, como me demostraba cada vez que me preparaba unas migas del pastor que hacían la boca agua.

El 3 de febrero asistí, grabadora en mano y cuaderno de apuntes, a la ofrenda de la Alegría. El pueblo estaba lleno de gente, todos con expresión ceñuda. Portaban unas antorchas encendidas y adornadas con guirnaldas de colores chillones. Al mismo tiempo, más allá de las murallas árabes que rodeaban la localidad, se celebraba la procesión de los panes benditos. Colocaban panes en unos canastillos que sólo podían ser llevados por jóvenes solteras ataviadas con el típico traje de labradora. Parecía que Almanzor saldría montado en su caballo de un momento a otro.

—Para mí es algo mágico, tú siendo italiano no lo puedes entender, hay que ser de Gallegos para experimentar lo que esta celebración significa— me dijo una anciana de cabellos blancos y cuerpo enjuto.

—Mi madre se llama Águeda, mi abuela también, yo Águeda Dolores y mi hija Águeda del Carmen— me aseguró la tendera de la plaza del Ayuntamiento.

—No sea usted rancio y véngase con nosotros a la serenata. Comienza al lado de la panadería de Gabriel Vicente frente al busto de Santa Águeda y después recorre todo el pueblo. Le vendrá bien para su tesis y quién sabe si encuentra alguna buena moza que le ponga en vereda— me dijo el padre de Manolo, el del bar.

¿Una moza? En Sicilia hacían falta tres siglos para hablar con alguna y, cuando se conseguía, si su familia estaba enfrentada con la mía no había nada que hacer. Mis padres, al regentar la pizzería más importante de Catania y tener en su poder el secreto de una masa sin igual, eran objeto de muchas envidias. Esto me entristecía mucho porque me sentía un lobo solitario y a menudo me asaltaban dudas acerca de mi valía personal. El 5 de febrero por la mañana bajé de nuevo al río y me puse a hablar con mis yoes. De nuevo, apareció la misteriosa joven que me observaba desde la otra orilla. Se arremangó la falda y se puso a remar en una barca en dirección hacia mí. Se había cortado el pelo. Tendría unos 25 años. Mi corazón empezó a latir a mayor velocidad. Me recordaba a Silvana Mangano en Arroz amargo.

—Hola— me aventuré a decirle.

—Tú eres el italiano de la tesis, ¿verdad?

—Sí, vivo en esta casa.

—Lo sé, no estamos acostumbrados a que vengan muchos extranjeros al pueblo. Me llamo Águeda.

—¡Qué raro!— dije yo, esperando al menos una sonrisa que no llegó—. Yo Giuseppe, encantado.

—A ver cuándo me haces unos buenos macarrones, ¿no te parece?

—Claro, cuando quieras.

—Llevas varias semanas soñando con mis tetas, ¿verdad? Apuesto a que te tocas por las noches imaginando cómo sería mi cuerpo sobre tu pecho peludo— dijo enarbolando las cejas—. Es lógico, soy lo mejor de la zona. Por cierto, no me gustan los hombres rancios llenos de prejuicios motivados por una educación machista judeocristiana o, en tu caso, por el androcentrismo fomentado por el Vaticano desde hace siglos. A ver si te lanzas y me metes la lengua hasta el fondo y me follas como es debido, ¿no crees? Me voy. Ya nos veremos.

No supe qué responder, la observé con cara de alelado, perdí el equilibrio y me caí al río… Ese mismo día, por la noche, acudí con Manolo y su padre a la serenata. La tradición establece que todas las Águedas del pueblo reciben la visita en sus propios domicilios de los galleguinos y visitantes, acompañados de la tuna. Al principio estaba un poco desconcertado porque me sentía como un pez fuera del agua, arrastrándome por los tunos de un sitio a otro y con la pegadiza melodía tintineando en mi cabeza. Al cabo de las dos horas acudimos en comandita a la casa que estaba frente a la mía, justo al otro lado del río. Lo cruzamos por un puente de piedra adornado con velas a cada lado. Ecos de Ronda, El baile de Luis Alonso, Las palmeras, Que nadie sepa mi sufrir. Fueron algunas de las canciones que entonó la tuna. Y ahí estaba ella, asomada al alféizar de la ventana, con los brazos en jarras y una pose a lo Madonna de Botticelli que la hacía irresistible. La tuna terminó su serenata y ella se metió en la casa. Yo no dejaba de mirar a la ventana, aunque la muchedumbre me arrastraba a otra parte del pueblo y las cabezas de la gente impedían que viese la casa de la muchacha del río. Los nervios hicieron que se me cayese el bloc de notas y la grabadora. Me agaché a recogerlos y una mano me los entregó. Eres un poco desastre, ¿verdad?, dijo mientras me metía el bloc y la grabadora en el bolsillo de la pelliza y me daba un beso a lo neorrealismo italiano, húmedo y reconfortante. Me miró a los ojos, me sonrió y se fue. Ma che cosa mi è appena capitato?, pensé. Al día siguiente volví a bajar al río, pero no la vi. Tampoco al otro. Ni al siguiente. Manolo, el del bar, me dijo que era la hija del alcalde del pueblo y que vivía en Salamanca. Al parecer, había sido elegida reina de la belleza de Gallegos de Argañán en tres ocasiones, aunque su trabajo en Salamanca no tenía nada que ver con su hermosura porque era la máxima responsable del departamento de Historia de la Universidad. Tengo entendido que es experta en historia de las religiones, cosas de santos y reliquias que yo no entiendo. Una chiquilla muy válida, con premios y distinciones, creo que hasta estudió en La Sorbona una temporada, lo mejor que ha parido este pueblo, aseguró Manolo. Y no se le conoce novio, recalcó con una mueca burlona.

Esa chica tenía luz de domingo. Sería casi imposible que se fijara en mí. Me provocaba un sentimiento extraño. Al pensar en ella sentía nostalgia de cosas que no había hecho todavía, nostalgia que se convertía en rabia cuando era consciente de que no las haría por miedo y porque no era capaz de explorar más allá de los límites seguros de mi existencia. Desplazándome de Sicilia a la comarca de Ciudad Rodrigo había dado un paso de gigante en mi conocimiento personal, pero algo me indicaba que seguía en barbecho. La mente siempre me había jugado malas pasadas. Cuando veía que podía ser feliz, recurría a la añagaza defensiva de hacerme sentir inferior. Algo me decía que no era tan especial como para merecer un momento de alegría y me llenaba de remordimientos, con lo que no disfrutaba de ese instante…

Mis días en Gallegos llegaban a su fin y tenía que volver a Sicilia para presentar los avances de mi trabajo a mi director de tesis. Mi estancia en el pueblo me había enseñado que lo único importante en la vida es seguir el instinto y dejarse llevar. Aunque sólo fuese por molestar, estaba empeñado en ser feliz. Quizá también tuvieron algo que ver en ese cambio de actitud mis baños en el helador río rojo, que hicieron que parte de la tontería que llevaba dentro desapareciera. Me gustaba mucho disfrutar de los impresionantes bosques de roble rebollo en unos interminables paseos que enlazaba desde el castro conocido como La Plaza hasta el río Águeda, sin olvidar las tardes que me perdía por el puente del siglo XVII entre las fincas Marialba y la Puentecilla. En alguna ocasión incluso fui andando desde Gallegos hasta Aldea del Obispo. Bien es cierto que los años no perdonan y después me hacía falta una semana para recuperarme. En mis caminatas, era tan tonto que solía recoger hojas y piedras que metía en un pequeño cofre con la idea de regalárselo en algún momento a mi Silvana Mangano.

Terminé la tesis, que causó un gran revuelo en la comunidad universitaria siciliana porque nunca se había presentado un estudio similar. Pasé algunos meses en la pizzería de mis padres. Les convencí para que me dejasen abrir el negocio a las seis de la mañana porque a los empleados que tenían el turno matutino les pagaban el doble. Al cabo de medio año conseguí ahorrar el dinero suficiente para volver a España y pasar unos cuantos meses de alquiler hasta que encontrase un trabajo. Si en Italia la situación laboral era lamentable, en España me habían comentado que era para ponerse a llorar. A pesar de todo, me armé de valor y aterricé en Salamanca unas semanas antes de Navidad. Mis profesores me habían preparado varias cartas de recomendación e incluso me consta que uno de ellos llamó en persona a la Universidad para contarles lo válido que era. No había ninguna vacante concreta, aunque existía alguna posibilidad de que me admitiesen como investigador. Si no conseguía un trabajo como docente, ya me buscaría cualquier cosa. Tenía claro que a Sicilia no quería volver. No me quitaba de la cabeza la imagen de la muchacha del río, aunque con el tiempo su rostro se había difuminado. Solía soñar con ella y me la imaginaba como una amazona a bordo de su barca, poderosa y altiva, devorándome con sus ojos negros como el azabache y diciéndome algún improperio con ese tono de voz militar que tanto me excitaba. A veces, mientras estaba trabajando, tenía la sensación de que se posaba sobre mi hombro derecho. Hasta sentía su respiración. Me citaron a las diez de la mañana en el despacho G de la segunda planta de la Facultad de Historia. Tenía mucho sueño y me costaba enfocar la mirada. No sé por qué acudía a esa cita, lo más seguro es que me despachasen a los cinco segundos con un ya te llamaremos. En la placa, un nombre, Águeda Rodríguez Ledesma, jefa de departamento, y en mi mente un pensamiento: los amores imposibles no terminan nunca, son los únicos que duran para siempre…

Toc, toc…