Opinión

¿Cuál es la raza de la perra?, una reseña de Ernesto Gómez-Mendoza

Al repertorio de miserias que entraña la condición humana general, agréguese en el caso de Damaris, heroína de La perra, analfabetismo, violencia, y claro, el patriarcado propio de un villorrio afro-colombiano a orillas del océano Pacífico. Quizá es un logro de la literatura cuando consigue que los lectores se identifiquen con las bitácoras de personajes cercados por la jauría de la tragedia. La perra lo hace, y le bastan ciento siete páginas.

En ciento siete páginas, noventa o ciento veinte, muchas “novellas”, en la historia literaria, han acomodado sus motivos particulares. Treinta mil palabras es la extensión de esos cuentos largos, largos, llamados “novellas”, que no novelas, textos como La perra, cuya membresía en este club de ficción intermedia ha sido ignorada de manera tan sistemática en los epitextos torrenciales, que no parece distracción ni ingenuidad. Los funcionarios de la casa editorial la han promocionado desinhibidamente como perteneciente al género novela, que vale cuando el texto ronda, como mínimo, ochenta mil palabras. ¿Cómo se explica? El relato sufre quizás, al aproximarse el lector a él con instrumentos interpretativos perfectos para textos tipo novela; es cuestión de mucho más que de una “L” adicional.

Saber que se adentra en una “novella” (o cuento largo), indica al lector que los personajes se darán sin agencias minuciosas, que sonarán todo el tiempo con tonos simbólicos. Le proveerá con un mapa diferente. Damaris como símbolo es un acierto de este cuento de La perra. Es un buen cuento largo, enunciado con oficio y astucia. Pilar Quintana arma su retablillo y mueve con deliberación los títeres para darnos la tragedia con sus “efectos especiales”, sus tempestades y sus injusticias y algo de sangre. Más de ciento siete páginas serían injustificadas.

La escritora colombiana Pilar Quintana. Fotografía cortesía: Folha – Uol.

La escucha atenta de este texto permite decir que Pilar Quintana ha disfrutado calar en ciertos demonios gracias a los instrumentos del género de la “novella”. La libertad del formato favorece la auscultación de las ideas de la autora sobre la crueldad, el absurdo, y ser o no ser madre, solícita o negligente, al tiempo que escribe otra historia colombiana de abuso y explotación. El ruidoso epitexto que ha llovido acerca de La perra los últimos cinco años es el mismo que merecen los textos tipo “novella” aparecidos en cien años de literatura latinoamericana.

El perseguidor, Los cachorros y El coronel no tiene quien le escriba, textos en que Cortázar, Vargas Llosa y García Márquez probaron la química de ciertos temas leídos de modo personal y vital. Las “novellas” de Horacio Quiroga, verdaderos clásicos. E igual de clásica, la historia alucinante plasmada por Juan Rulfo en El gallo de oro. En Estados Unidos, la exacta y trágica Daisy Miller, de Henry James. Hemingway, Las nieves del Kilimanjaro.

En la “novella” de Pilar Quintana también hay crueldad agazapada o manifiesta en la selva y en el mar, grandes divos de la “naturaleza”, ese producto del turismo y de los anuncios comerciales. El mar de La perra es indolente y con facilidad se vuelve cruel y rapta de las rocas a los descuidados. Vomita plásticos en la playa y es cómplice del cielo en la formación de borrascas y resacas que quisieran desaparecer el lugar. La selva es un hervidero de serpientes letales y animales que comen y son comidos sin descanso.

Los códigos culturales de la comunidad son crueles con las mujeres infecundas como Damaris. Sobre ellas no cesa una especie de maltrato presente en las narrativas que las cercan para desaprobarlas, para catalogarlas como inútiles o aves de mal agüero. El libro está lleno de esa crueldad ingenua, un rasgo que lo asemeja a los cuentos de hadas, sólo que esta vez ningún héroe ni ningún mago se aparece a arreglar las cosas. Pilar Quintana se percibe cómoda y competente con todos estos elementos y truculencias. Los funcionarios de la editorial se perciben felices de ser eximidos de leer tres veces 107 páginas. Muchos lectores que comparten la enfermedad de la falta de tiempo en medio de la gestión de correos electrónicos y de redes sociales, agradecen que Pilar Quintana haya inventado la novela de cien páginas y una graciosa combinación de ingenuidad y malicia narrativa.

El lenguaje es parte del abatimiento y nimiedad del escenario, vacío de consuelos y encantos, un telón de circo pobre. La consigna de la redacción es evitar idilios de prosa y buscar la renuncia a los brillos retóricos. El suyo es lenguaje usado, desgastado, apoyado en desapegos que el colombiano plebeyo ha logrado al filo de su vida incierta e improvisado. Eso es, lenguaje plebeyo. El adecuado para este sombrío cuento devorado por sus propias sombras.

                     Fotografía: Pixabay