Salgamos del pozo, un relato de Eduardo Viladés
Estoy rodeada de marcos con fotografías antiguas que me indican el tiempo pasado, el poco tiempo que me queda. Cuando era joven las instantáneas eran auténticos tesoros, se guardaban como oro en paño: la foto del día de tu boda, la del nacimiento de un sobrino, la de un viaje a la playa para disfrutar del mar. Hoy en día los jóvenes se retratan constantemente en situaciones absurdas, con lo que se pierde la magia. En este momento del viaje ya no soy participante, sino espectadora. Simplemente espero el ocaso con la cabeza bien erguida en la quietud de mi salón, mirando por la ventana un mundo que no me gusta.
Durante toda mi vida me he dedicado a escribir para revistas culturales de medio mundo, fomentando siempre el empoderamiento femenino en un momento en que ser mujer era una lacra. Solía decir que no quería recuerdos, sino un presente y un futuro, porque había utilizado todos mis recuerdos para pergeñar unos textos que me permitían imaginarme libre. Cuando llegó ese presente tan ansiado, eché de menos mis recuerdos porque no me sentía cómoda y convertí la soledad en mi estado ideal, elegido, desvinculada de cualquier compromiso, lo que me permitía aislarme de todo y de todos cuando sentía la necesidad de hacerlo. Transitaba mucha gente por mi vida pero, como los jóvenes en las redes sociales, podía convertirla en una imagen en negro en mi pantalla con tan sólo apretar un botón. En realidad añoraba alejarme del lumpen y no lo conseguía, quizá porque me sentía bien entre inadaptados y marginados porque yo soy una inadaptada y mi historia personal se caracteriza por la marginación.
A estas alturas del partido tengo la impresión de que lo que he hecho no ha servido de nada. Siempre he pensado que cada individuo tiene fortalezas y debilidades que nada tienen que ver con el género. Escuchar argumentos como “no le des el puesto porque es mujer” o “no saben aceptar un cumplido” demuestra que la cultura judeocristiana y el androcentrismo aún perviven con fuerza, que la hegemonía cultural de la postración es el pan nuestro de cada día. El feminismo no implica que las mujeres merezcamos un trato especial, simplemente conlleva que merecemos un trato igual. Nunca he querido subir a las alturas al sexo femenino, sino que la sociedad se de cuenta de que es igual de fuerte que el masculino. Hay veces que tengo la sensación de que todo lo que hice en los años noventa y principios del presente siglo se ha quedado en agua de borrajas. No entiendo lo que está pasando con la gente joven. Cada vez hay más casos de muchachas que ven con normalidad que sus novios las controlen en el vestir, en los horarios, que sean celosos. Aseguran que lo hacen porque las quieren. Lo que hemos conseguido avanzar parece que a esta nueva generación le suena a chino. Está retrocediendo a marchas forzadas y con una naturalidad tan sorprendente como decepcionante. Me quedo helada cuando escucho argumentos de chicas menores de 30 años con respecto a la pareja. Tienen miedo de quedarse solas, temen que se les pase el arroz, que sean calificadas como solteronas, van de modernas de boquilla pero siguen deseando que se las deje pasar primero o que las inviten a cenar, se sienten mal consigo mismas si admiten sin miramientos que sólo quieren un polvo de cinco minutos en unos baños para borrar el número del amante a continuación. Parece que no se dan cuenta de que una convivencia sin amor puede resultar insufrible, la insatisfacción mantenida en el tiempo saca lo peor de cada uno, los convierte en perdedores…
Yo me niego a que todo lo que he hecho en mi vida en pro de la igualdad real entre hombres y mujeres caiga de repente como un castillo de naipes.
Hay ciertos momentos en los que la sociedad te obliga a pasar en familia o con amigos porque, de lo contrario, significa que uno tiene una vida muy triste o está muy solo, como si la soledad fuese de por sí mala y la compañía buena por necesidad. Lo mismo pasa en las generaciones actuales con la pareja, con la maternidad, con ese montón de mierda que cala hondo en los jóvenes. Yo nunca he querido ser madre, nunca me ha atraído el concepto de ser un cuerpo parido para parir otros, nunca he querido perder mis mejores años para preparar los peores, nunca he creído en la pareja, simplemente he apostado por mi cuerpo y por el hedonismo como medio para progresar, sin ataduras, chupando rabos o comiendo coños, me importaba la persona, no la etiqueta, simplemente quería vivir, sonreír, dejarme llevar. Por eso escribía…
El 90% de los problemas del mundo lo causan frases en negativo. Cuando estamos bien y felices y nos preguntan cómo nos encontramos decimos no estoy mal en vez de estoy bien. La gente tiene miedo a apostar por sí misma, las mujeres deberíamos desterrar ese temor a decir lo que pasa por nuestras cabezas y lo que la sociedad, de tendencia aherrojada, ha marcado en nuestra piel a base de siglos de ostracismo. Yo siempre he follado con quien me ha dado la gana, he utilizado a los hombres como un pañuelo de papel que tiraba al retrete a la mañana siguiente y he dicho lo que me apetecía. Para mí, el sexo siempre ha sido un modo de comunicación, un instrumento de placer que incluso utilizaba para que mis textos periodísticos fuesen más reales. Algunas mujeres, del Opus en algunos casos y mojigatas de tres al cuarto, se echaban las manos a la cabeza cuando les recomendaba que measen a su marido en la cara o que recorriesen desnudas los campos de labriego, que gritaran a los cuatro vientos que podían hacer con su cuerpo y con lo que habitaba dentro de él lo que se les pusiese en el coño. Por eso me apena que las nuevas generaciones de mujeres no hayan rescatado ese espíritu, que vivamos una especie de involución, contaminada por el tósigo de un discurso facha que no tiene razón de ser porque esconde una conducta torticera.
Aunque ya no ejerzo y disfruto de la tranquilidad de mi salón, sigo recibiendo estadísticas e información que me envían de varios medios. El número de chicos de entre 14 y 17 años investigados por violencia machista se ha triplicado en los últimos años. El 33% de los jóvenes considera aceptable que su pareja le controle. Los celos, la vigilancia y una concepción tóxica de las relaciones de pareja siguen presentes en su imaginario. Toda esta ponzoña de pensamientos se ve reforzada por Internet y las redes sociales. Tantas veces he deseado teletransportarme al pasado, a los años setenta, por ejemplo, cuando una tenía que conformarse con el góndola rojo colgado de la pared para comunicarse con los amigos, cuando el sexo en los graneros clandestinos olía a pis, a sudor y a roña, como si un camello se hubiese colado en una destilería, cuando las fotografías de los marcos que ahora me rodean adquirían valor en sí mismas.
Me viene a la cabeza una frase de Brigham Young que siempre me ha fascinado: “Educa a un hombre y educarás a un hombre. Educa a una mujer y educarás a una generación”. Me queda poco, esas cosas se saben, necesito un silencio que no me lo proporciona el mundo, tengo que irme. Supongo que ando en busca de paz, pero la paz no se puede conseguir evitando la vida, así que dejaos de gilipolleces y vivid por mí, yo os observaré desde el otro lado, no hagáis que me enfade.
Fotografía: Pixabay