Narrativa

Covid Hotel, un relato de Eduardo Viladés

Envidio los sueños de mi madre. Mezcla a personas que no tienen nada que ver y que jamás se conocerán con una profusión de detalles asombrosa. Está loca y hasta arriba de tranquilizantes, supongo que por eso se acuerda. Yo no estoy loco, pero me meto de todo, en especial ketamina, que anula los recuerdos que se producen durante la noche y te transporta a galaxias inexploradas donde no existe el dolor ni el sufrimiento. Desde aquí, os la recomiendo. Debería hablar con el psiquiatra de mi madre para que me recete sus ansiolíticos. Es posible que recuerde algún retazo suelto que pulula por mi mente durante los quince segundos posteriores a levantarme, pero termina desapareciendo cuando me bebo el primer gintonic o empiezo a hacer fuerzas en el retrete.

Aunque quisiera, en el hotel en el que vivo acordarse de los sueños es imposible porque el ruido es infernal. La cúpula directiva no tiene dinero para instalar ventanas de doble acristalamiento. Venden el reclamo de que es un establecimiento cinco estrellas gran lujo, cuando en realidad goza de las comodidades de una pensión de mala muerte del extrarradio. Tengo entendido que el dueño vivía amancebado con uno de los gerifaltes del Ayuntamiento que le permitió mantener la calificación de hotel de alto copete. Yo vivo aquí precisamente porque también me lié con él, siempre he sido muy suelto.

Hace cuatro semanas mi madre vino a traerme un bote de lentejas de marca blanca y le pilló el estado de alarma. Ese día estaba especialmente nerviosa, puede que no se hubiese tomado la medicación o que hubiese soñado con su entierro. Su cara, de hecho, parecía un cataclismo, llena de petequias propias del beriberi. Tampoco le di mucha importancia, la verdad es que no sé ni los años que tiene esa mujer, su edad es imprecisa, entre los sesenta y el camposanto. Amenacé con estrangularla o prohibirle ir de retiro, pero no hubo manera de que se fuese. Mi madre es del Opus aunque, como media Pamplona, sueña con que la meen encima en un cuarto oscuro y que la empotre un regimiento de seminaristas, pero se lo calla leyendo Camino e invocando al Altísimo. Ahora está en éxtasis continuo porque cree que el corona recrea las antiguas plagas de Yahvé. Le dan prontos de histeria sin razón aparente, yo creo que tiene alguna enfermedad neurológica porque no es normal. Su icono intelectual es Isabel San Sebastián y sueña con pasar dos semanas de vacaciones en Torreciudad hasta arriba de bromuro con un buen cilicio que le rasgue las medias, aunque estoy seguro de que se taladra como una perra con el Satisfyer. De un tiempo a esta parte, pierde el norte por el detalle más insignificante. Ya he dicho que está loca, no descubro la pólvora. Sin ir más lejos, hace unos días opté por comer a la una y media de la tarde. Había ido al gimnasio a las diez de la mañana y al llegar a la suite tenía un hambre atroz. El gimnasio está en los bajos del hotel, donde el Gobierno ha instalado un hospital de campaña estilo ébola. Me apasiona hacer ejercicio con los sanitarios, me pone a mil verles con sus mascarillas, vacunándose entre ellos y oliendo a formol. Ella suele comer a las cuatro porque pasa parte de la mañana viendo telebasura y rezando. Cuando terminé de comer, me fui a la cama a echar una cabezada. Mi padre estaba con ella, pero no se entera de nada. No oye muy bien, se resiste a ponerse el audífono y, a sus 90 años, vive en un estadio de pasotismo realmente envidiable. Se había saltado el confinamiento y había venido a vernos. No me vendría mal que mi padre cogiese el corona y se muriese porque nos ahorraríamos el entierro. Él mismo me lo comentó el otro día. No por el dinero, sino por el paripé. Me imagino en el velatorio con mis tíos y primos, mindundis de misa de cinco obsesionados con el qué dirán, y se me pone mal cuerpo. Como con el corona han restringido los funerales, sería ideal. Le queman, te dan un vale para recoger las cenizas en 2024 y aquí paz y después gloria… A lo que iba, mi madre se puso a chillar como una loca, moviendo la cabeza de izquierda a derecha como si estuviese poseída, me jodió la siesta… Aderezó su desequilibrio leyéndome una especie de manual de normas que había que respetar. A mi madre siempre le ha gustado el Ejército, Patton es otro de sus iconos, los preceptos y las reglas, de ahí que ahora esté embebecida por el estado de alarma gubernamental. Una pena que no haya encontrado trabajo de ama de prisiones o de alcaldesa. Yo la observaba desde la cama, somnoliento, imaginándomela devorada por una plaga de langostas a la orilla del Nilo. Le dije “¡estás loca, mamá!”, lo que acrecentó su nivel de neurastenia, y con el pie cerré la puerta del dormitorio. Después, estuvo tres días con taquicardia. Tiene 80 años, no 25, y es normal que este tipo de episodios en los que enloquece le afecten. Pero vaya, no hay mal que por bien no venga. Se puso hasta arriba de barbitúricos y ginebra, emulando a Marilyn, una de sus actrices favoritas, y al menos nos dejó tranquilos durante 72 horas.

Las crisis de mi madre me han servido en innumerables ocasiones para mi trabajo. Igual que me está sirviendo la histeria que se ha generado por este catarrillo. Me dedico a la creación teatral y siempre estoy en busca de inspiración. A pesar de todo, llevo diez años sin leer un libro, me considero postconceptual. Últimamente varias productoras teatrales me están pidiendo obras de muchos personajes, algo que suele ser bastante problemático en los tiempos que corren. No porque no tenga capacidad para escribir una obra con 300 personajes, sino desde el punto de vista económico. Tal como están las cosas en el mundo del teatro, contar con más de cuatro personajes significa la ruina financiera. Prefiero no pensar en lo que está por venir tras la crisis del corona para el sector cultural, pasará de estar defenestrado a desaparecer. España, gran país… Qué duda cabe que mi madre no es consciente de la inspiración que obtengo gracias a sus desvaríos. Al contrario, considera que el arte es un trabajo secundario en el que me explotan y se sentiría feliz si cobrase una nómina en un trabajo de ocho a tres, aunque estuviese fregando suelos y sodomizado por algún jefe de tres al cuarto. Llevo varios días escribiendo en una hoja en blanco una lista con posibles personajes de la obra coral, el conflicto que habría entre ellos y las características de la fuerza dramática. Amor en tiempos del corona. Sería un posible título. He decidido escribir algo amparándome en los vecinos del hotel y los contagiados que se agolpan en el sótano. El material lo tengo en casa. La pluma, dentro de mi cabeza gracias al desequilibrio que me caracteriza.

Vivo en una habitación, la 212, situada en la segunda planta de un bloque de cuatro alturas. Lo han rebautizado como Hotel Covid. No estaba en mis planes acostarme con el dueño porque me daba repelús. Es una persona achatarrada, engendrada un domingo a media tarde con desgana, debería salir a la calle con una bolsa de basura en la cabeza, pero cuando el hambre aprieta se pierde la noción del decoro y desaparece la dignidad. Ideé el plan con mi padre, antiguo narcotraficante. Yo estoy muy bien, causo estragos, la gente me agarra en mitad del Mercadona cuando estoy en la cola porque mi cuerpo es propio de la Grecia clásica, de manera que no me costó nada convencer al dueño del hotel para que me invitara a sus aposentos. Además, sabía que le iba la marcha porque él mismo había extorsionado al funcionario del consistorio. Entre delincuentes, las cosas siempre son mucho más fáciles. Una vez consumado el acto sexual y tras una buena dosis de Listerine para desinfectarme, mi padre llegó a un acuerdo con Stelios. Le amenazó con contarle a su mujer sus andanzas sexuales. Es ruso, creo, o de Chechenia, nunca se me ha dado bien la geografía, sólo el sexo y el teatro. Stelios paga a mi padre una cantidad determinada por su silencio y permite que viva en el hotel. A cambio, yo tengo que acostarme con él una vez a la semana. Me sale a cuenta. Cuando se edificó el hotel y le dieron la certificación de Gran Lujo construyeron una piscina, gimnasio, sala de chorros y boutiques en el subterráneo. Al caer en desgracia, la naturaleza campó a sus anchas en las otrora opulentas estancias. Convertido en hospital de campaña a lo Estallido (Wolfand Petersen, 1995), han vuelto a la vida gracias a los antirretrovirales, las mascarillas, los guantes y los aplausos. La humanidad se ama tanto…

Soy muy feliz en el Covid, en especial cuando me reúno con los contagiados y los rastreadores para ver algún capítulo de la serie Hotel. Recordamos, agarrándonos las manos, que la concordia y la fraternidad son las claves de este mundo cruel lleno de bichos con sabor a rollito de primavera. Oremos, hermanos, diría mi madre ajustándose el Satisfyer. Connie Selleca y James Brolin me hacen volar a universos olvidados donde no existe el dolor ni el rencor, donde el caviar es el ingrediente estrella de nuestros platos y vuelan las botellas de Moët&Chandon. Por cierto, ¿sigue viva Connie? Supongo que no, tendrá 400 años y el corona se la habrá llevado. Bueno, es rica, puede que haya sobornado a alguien para que la vacunen antes de 2030… Yo beso a los enfermeros y hago descuento a los médicos cuando suben a mi habitación, manoseo a los positivos y me dan pereza los negativos, siempre me ha fascinado que me cosifiquen.

Me gustaría terminar la obra dentro de un mes. Daré al texto teatral tintes tragicómicos, quiero algo dual, perfecto para los mansos de espíritu que acatan las leyes sin cuestionárselas e ideal para quienes disfrutan en fiestas ilegales saltándose toques de queda dictatoriales y compartiendo fluidos de dudosa procedencia. En redes sociales, muy del gusto de la farándula, promocionaré la obra diciendo que es bella, linda, hermosa. Con expresión mohína plasmada en algún autorretrato (perdón, selfie, que los modernos no me entienden) mañanero dejando claro que llevo mascarilla hasta cagando para no herir sensibilidades, diré que, gracias al arte, me entiendo un poco mejor. Al arte y al Opus, claro. Asimismo, animaré al género humano a que se ame porque el amor es la gasolina para avanzar en este mundo lleno de coluvie. Completo, 100 euros. Menos, ni en sueños. Que no me entere yo. Mi madre enloquecerá cuando lea el texto, puede que le de una embolia. Espero ganar algún premio y llevármela a la alfombra roja para que olvide cualquier agravio gracias a los canapés. Comeremos sushi, nada de pollo al curry. Con suerte, puede que hasta invierta en el Covid para que recupere la gloria de tiempos pasados. ¿No eran los sabios quienes recorrían los caminos que hacían los locos? Empecemos a caminar…

Foto: Pixabay

Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 25 años de carrera, referente de la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Ha publicado dos novelas y prepara la tercera. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Elegido dramaturgo del año 2019 en República Dominicana y en 2020 en La Rioja a través del Instituto de Estudios Riojanos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Odisea cultural (Madrid), Canibaal (Valencia, España), Extrañas noches (Buenos Aires), Microscopías (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover), Primera página (México), Gibralfaro (Málaga), Windumanoth (Madrid), Amanece Metrópolis (Madrid) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. Hoy en día trabaja también para la revista Actuantes, la principal publicación española de teatro, lo que le permite combinar el periodismo con las artes escénicas. También es experto en periodismo cultural y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.