Candela, un cuento de Camila Luque Rozo
Las primeras veces siempre vienen cargadas de magia. Quizá por eso sus caderas complacientes habían logrado permanecer en el recuerdo de jóvenes que se sumergían por primera vez en el revitalizante café que brotaba de entre sus piernas. Pura magia.
Por su madre le habían puesto Adelina, pero le decían Candela. No de Candelaria, no, porque de virgen tenía muy poco, sino de fuego, porque prendía el bullerengue. Se prendía candela, eso decían.
Aquella noche, cuando escuchó el llamado del alegre sintió de nuevo esa magia que hacía despertar sus carnes más que cualquier cantor de los que, entre sus sábanas, había entonado por primera vez las estrofas de una cumbia. Entonces se levantó del catre y se miró a los ojos a través del espejo de la pared, mientras restregaba las enaguas húmedas por su entrepierna.
—Niña cande, el viejo mío me dijo que le tenía que dá algo, ¿cuánto é?—dijo Pedrito, todavía tratando de controlar su respiración agitada.
—Hoy no, muchacho— respondió ella tratando de discernir entre las grietas en el espejo y las líneas que parecían asomarse por la comisura de sus labios—. Hay baile, y voy a conseguí pretendiente.
—Caramba, ¿otro?— replicó el joven para dar pie a una armonía entre risas. Él con una carcajada que alternaba entre la de un niño y un hombre. Ella con su voz de terciopelo rasgada por el ron.
Entre tanto Pedrito se calzaba las abarcas y llevaba al cinto el machete que apenas aprendía a usar. Ella seguía frente al espejo. Reparaba con cuidado cada una de sus formas mientras recorría la geografía de su cuerpo con la lupa que llevaba en la punta de los dedos. Se vio vieja, fea y sin vida.
—Chao, Candela—gritó desde la puerta sin que le contestaran—, ¡buena suerte!—concluyó el muchacho.
Habiendo quedado sola en aquel cuartico, Candela se sentó, tomó una aguja, la mojó en achiote y se pinchó la pantorrilla, siguiendo el patrón que dibujaba con puntos desde hacía años. Uno cada noche, a veces dos. Salvo los domingos. Acabado el acto, sumergió los dedos en el agua roja y con ellos se pintó los labios, después la boca. Se ató la pollera a la cintura, la camándula al tobillo y salió camino a la plaza.
Para Candela, caminar por aquellas calles con la luz de una vela revelando su rostro era como andar por el infierno. Sí, así debía ser: un oscuro callejón sin fin en el que los demonios atormentaban las almas pregonando sus pecados. En su caso, quienes le gritaban eran las vecinas que los domingos se humillaban ante el Cristo de los blancos. Así era siempre, pero no esa noche, la misma de todos los años en la que la luna es testigo de que la esperada era ella. Por eso, más que nunca, caminaba con la frente en alto y el culo parado.
Al acercarse a la cofradía el sonido de los tambores se hacía más intenso. Las voces llegaban como aliento de fuego a sus oídos y, aunque su paso permanecía constante, el corazón se le aceleraba y daba vuelcos al ritmo del llamador. La plaza estaba llena. Los hombres estaban con el pecho descubierto, erguidos, alrededor de las mujeres que, postradas en el suelo, formaban un círculo con sus cuerpos. Los músicos, en una esquina, amenizaban el encuentro que estaba por comenzar.
Candela se adentró en aquel bullicio con ímpetu de diosa, haciendo callar de golpe los tambores. Altiva, se posó en el centro de la rueda y dejó a un lado la vela que llevaba. Levantó los brazos y juntó con fuerza las palmas, al tiempo que golpeaba el suelo con el pie derecho, haciendo levantar la tierra. Abrió la boca y con voz plañidera entonó:
Mi carne voy a quemá
Ay pa’ que mi pueblo cante
Y qu’el diablo se aguante, caramba
Que la candela prendía está
A su palmoteo se unieron los tambores y pronto eran los demás presentes los que marcaban el ritmo. Mientras tanto ella empezaba a menear las caderas para sumergirse en un trance que no le era desconocido. Al suave vaivén de sus carnes, agarrando los extremos de la pollera, se acariciaba el vientre que poco a poco se iba preñando. Los muslos le quedaban descubiertos con aquella danza y sus pechos reflorecían hinchados. La sangre hirviente que corría por sus venas le quemaba la piel de adentro hacia afuera. Jadeaba.
Ella no veía nada, pero lo sentía. Sentía a su parejo respirándole en el cuello, susurrándole al oído, quemando todo frente a sus párpados cerrados. La muerte bailaba con ella, pero en su vientre cargaba la vida del pueblo cimarrón. Era Candela, candela viva.
El negro la perseguía tratando de dispersar el fuego al abanicar con el sombrero. Ella avivaba la candela con cada movimiento de sus caderas y con las manos hacía crecer las llamas formando una barrera casi impenetrable, pero con la ligereza precisa para mostrarse a través del fuego y encantar a su oponente.
La gente del pueblo seguía entonando el pregón para darle poder a la Candela. Sin embargo, aquella figura oscura de ojos relucientes y amplia sonrisa comenzó a transformarse. Entre el clamor de las cantoras, el golpe de los tambores y las inquebrantables caderas de Candela, el Negro dobló su tamaño. Lo que eran sus rodillas se doblaron sobre sí para volverse codos, de los dedos de las manos salieron garras y la columna que sostenía el enorme cuerpo pareció quebrarse justo a la mitad.
Entonces, Candela levantó los brazos para extender su pollera y en un arranque de vigor abrió la falda con fuerza, al tiempo que de su boca salía un ensordecedor alarido que apagó hasta la luz de la luna. Pedrito, que por primera vez presenciaba el bullerengue, no podía creer lo que veía, y mucho menos que con aquella mística mujer se había hecho hombre unos minutos antes.
—Ombe, mija, yo no sé ni cómo hice, pero yo me fui de ahí pitao— me cuenta don Pedrito—. No joda, qué vaina maluca oíte.
—Pero señor Pedro, ¿entonces usted no sabe qué más pasó?
—Nada mija, si yo más nunca vi a esa mujé, es más, hasta me fui del pueblo esa noche—asegura concluyendo su relato—. Y no es Pedro, es Pedrito. Yo no tengo la culpa de que mi amá me pusiera así.
Imagen: Hdfondos.eu