Narrativa

El corredor de Burundi, un cuento de Alejandro García García

Yo corrí por el mundo. «Detrás siempre el pasado». Y con los pies atentos siempre —y qué pasiones y dolores— crucé con amor baldíos polvorientos y estadios europeos. No te mentiré, también huí de la realidad —y de alguna que otra balacera—. Y a veces, dejé dolor en mi familia y no oí sus llamados.

Nací en Burundi, como bien sabes, no sabes. Yo tampoco sabré de dónde seas pero hablemos, que los corazones humanos entendemos también de emociones individuales y anhelos grupales. Y esto era correr para mí: la gran emoción. Nunca estuve seguro de que me llevaría a tantas experiencias, pero aposté siempre por verme más allá de perseguir los pájaros laguneros en mi aldea. Mi mamá, un día donde nos inventábamos competencias entre amigos, me agarró bruscamente por la camiseta y me dijo tocándome tiernamente el cuello: Mashua, hijo, no hay casi comida. No te agotes si no quieres que te duela la cabeza.

Y esa era mi madre: palabras impredecibles, pero oportunas. Gané la competencia y con ella un balón rojo sucio, pero completamente inflado. Desperté varias veces con dolor de cabeza, pero recuerdo haber mirado el balón en la madrugada con la certeza de que esto seguiría. Y así fue. Gané tantos torneos y competencias que no recuerdo en realidad cuántos en suma, ni en qué periodos de tiempo exactos —mi mujer si lo recuerda—, mas ahí están tantas fotos y hasta hacen sonreír a mis hijos. Claro que al acostarme en las primeras celebraciones sentía una especie de tristeza, ya no estaba el dolor de cabeza primigenio, sino un vacío a la altura del hígado. Burundi. Mi familia y amigos. Fuego cruzado. Voces ahogadas y viento inquietante.

Pero fueron días de fiesta. Mi padre murió antes de que yo naciera y la escuela cerraba por maestros muertos: nunca desarrollé mucha moderación por cuenta propia. Eso sí, estaba el miedo, agolpado y a un centímetro del caos. Tuve un amigo con quien solíamos andar por las noches en las calles. ¿Qué hacíamos, de qué hablábamos? Fue hace cuarenta años… Sí, te puedo jurar que nunca me robé nada. Ahora, ¡tampoco había mucho que robar! Es broma, mi madre me enseñó a ver más allá de mis necesidades y respetar —a veces hasta lo tonto—. A él lo fueron a buscar para matarlo porque se había robado una gallina. Oíste bien. Salimos corriendo. El miedo entremezclado con la emoción que me generaba correr me hizo dar cuenta de lo fácil que era transformarlo. Desde entonces, cada vez que sentía mucho temor, iba a subir una ladera que quedaba a dos kilómetros de mi casa. Poco a poco se convirtió en rutina —que no siempre es una palabra aburrida— y disciplina.

Anualmente hacían un juego en la capital para elegir representantes del país que saldrían a olimpiadas nacionales e internacionales. Para entonces ya tenía fama en el pueblo de corredor, tenía quince años y un físico delgado, pero bien desarrollado. No sabía en lo que me estaba metiendo: mi cara en las primeras competencias soltaba más muecas de diversión que de concentración total. Gané algunos torneos nacionales. Luego internacionales. Todo tan vertiginoso, como quien baja un río bravo sin tiempo para mirar atrás. Pero fueron días de fiesta. Llegaron reconocimientos y excesos, puertas abiertas, encuentros, y en estas lejanías: ni el eco de los gritos de Burundi ni el olor de la pólvora. Mandaba dinero, cosas. Hablaba de vez en cuando en lenguaje nativo con mi familia. Lloraba algunas veces. Y esta era mi vida. Correr, ya luego lo demás.

Un día soñé con un viejo amigo del colegio donde estudié hace muchísimo tiempo. Corría junto a él por el prado que quedaba justo a la salida del pueblo. ¿Tenía 8 años? Estaba ahí, tendría otra edad que ahora… Corríamos… descamisados y a fondo. Lo detuvieron. Dos armas se alzaron de las malezas, erizándolas. Me desperté, caí de la cama de coxis —a lo tonto— y llamé en la madrugada —allá era de mañana—. Había muerto hace seis días, pero no me habían querido contar. Atrapado en las amarguras del pueblo murió asesinado un mal día. A la semana que estuve compitiendo a contrarreloj con otros atletas, juraría haberlo visto en los ojos de mi vecino. Con pasos largos, inconstantes, y esa pícara mirada apretada. Y yo que ahora tenía un nombre que defender me habrían de recordar unos cuantos. Pero siempre tuve un nombre, como mi amigo. Siempre lo tuvimos.

Llegaron los juegos Olímpicos. Era mi segunda participación en ellos y estaba feliz de los nuevos aires de las competencias. Me lo tomé en serio, como quizá nada en mi vida. Cultivar la conciencia total de los músculos, que alguna vez me había enseñado Smith —un entrenador inglés absolutamente amante y desinteresado del atletismo—, había ido escapando hacia cosas más grandes que mi sentir corporal. Fue una transición extraña. En lo alto, y frente al inicio de una de las más cruciales competencias de los Olímpicos, nubes rojas y desperdigadas como algodones pintados. Y corrí, hermano, como la primera vez. Con los gritos finales, la muerte de mi padre, la resignación de mi madre, la vida de mis amigos desaparecidos, bocas hambrientas atravesadas en la mitad del letargo, por lo que nunca pude arreglar. Y este era yo, el corredor de Burundi, sudando la esperanza de mi pueblo.

Fotografía: Ferdinand Nitunga/Burundi – Outside Magazine