Cartagena,  Textos de autor

El Portal de Los Dulces da a un túnel del tiempo

No lo sabe mucha gente pero en el Portal de Los Dulces hay un túnel del tiempo. Como en otros puntos del Centro Histórico, se puede viajar entre un espacio temporal y otro, entre lo visible y lo invisible.

Gabo dejó escrito en El amor en los tiempos del cólera que “era una galería de arcadas frente a una plazoleta donde se estacionaban los coches de alquiler y las carretas de carga tiradas por burros, y donde se volvía más denso y bullicioso el comercio popular”.

En su novela, “Fermina Daza, poco diestra en el uso de la calle, se metió en el portal sin fijarse por dónde andaba, buscando una sombra de alivio para el sol bravo de las once. Se sumergió en la algarabía caliente de los limpiabotas y los vendedores de pájaros, de los libreros de lance y los curanderos y las pregoneras de dulces que anunciaban a gritos por encima de la bulla las cocadas de piña para las niñas, las de coco para los locos, las de panela para Micaela”.

Es el corazón de la ciudad. Así lo confirma una inscripción del edificio blanco al que da la espalda Pedro de Heredia, con toda su pompa de monumento, sobre la plaza que desde el siglo XVI ha tenido los siguientes nombres: De la Puente, Del Juez, Del Esclavo, Del Rollo, De las Negras, De los Mercaderes, Del Reloj, De la Yerba, y, finalmente, De los Coches, como se le conoce hoy.

— El portal se empezó a llamar de los dulces porque era el lugar al que llegaban las vendedoras de los pueblos de Bolívar y el Caribe a vender sus productos — dice Jorge Sandoval, arquitecto y director de la Fototeca Histórica de Cartagena.

A principios del siglo XX, quizá en alguna fecha aproximada a 1920, empezó a llamarse Portal de Los Dulces. Sandoval cuenta que sobre las arcadas colgaban cortinas ondulantes que creaban un clima propicio, fresco, sereno, para quienes esperaban los buses que demoraban en llenarse. Sus tripulantes, entre tanto, disfrutaban de los dulces de las abuelas y matronas que fueron legando las recetas secretas de la preparación del cocó, ajonjolí, papaya, tamarindo.

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— Hoy todos los dulces son hechos con un poquito de fruta y azúcar — se queja Cruz Villero, 96 años, la vendedora más longeva del lugar.

Son ya 74 años trabajando. Su memoria es una lámina de oro indestructible. Cada fecha, cada operación matemática la dice segura, entre la brisa dosificada de la tarde, reclinada en una silla plástica. Tiene los ojos pequeños, la mirada tierna y su voz es suave.
Dice que su hermana la trajo a Cartagena desde Sahagún, Córdoba, a la edad de 5 años.

— ¿Y cuál es tu dulce favorito? — pregunté con curiosidad.

— Todos son sabrosos, sabiéndolos hacer — precisó ella. — Antes hacíamos cabellitos de ángel, no como ahora que hacen ‘caballitos’ de ángel, y no son lo mismo. Todo ha cambiado, los tiempos han cambiado. Ya ni siquiera la gente cree en Dios. ¿Usted cree en Dios?

— Claro que sí — asentí sinceramente.

— Crea en él porque es el único que le puede ayudar a solucionar todos sus problemas — me dijo esta adorable abuelita sin nietos ni hijos, mientras su cuñada Tomasa Reyes Peña me ofrecía una silla junto al mostrador blanco en el que se sostienen los dulces de leche, las alegrías y las conservas y los caramelos y los bombones y todas esas golosinas que tienen el poder de devolvernos, en instantes de azúcar, a la niñez. Quizá porque la infancia es un recuerdo acaramelado que seguimos saboreando.

Tiene los ojos pequeños, la mirada tierna y su voz suave es como un suspiro. Doña Cruz Villero, ha pasado 74 dedicados al oficio de hacer instantes de azucar.

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Abraham Ibarra, 75 años, quien fuera uno de los propietarios y administrador del recordado supermercado Magali París, el establecimiento comercial más grande que tuvo el Portal de Los Dulces, recuerda con calidez a Cruz Villero en sus más de cuarenta años de anécdotas interminables.

Su padre fue el responsable de que se haya hecho un pasaje que comunica el Portal con la Calle del Candilejo, gracias a la anexión de algunas casas. En aquellos tiempos, le dijo su padre, la plaza no tenía pavimento y Cartagena “era un núcleo muy reducido, era otra ciudad mucho más tranquila con casas solariegas”.

— El Portal es un sitio emblemático — dice Abraham Ibarra, cuyo primer contacto con este lugar probablemente haya sido a los siete años, cuando iba al almacén de su padre a aprender la disciplina del trabajo. Está en un punto privilegiado porque es ahí donde se bifurca la Ciudad Vieja en dos.

— ¿Y hace cuánto no va a comerse un dulce o a caminar por allí? — pregunté.

— Ufff, desde los atentados de las Farc, el 2 de abril de 1996 — respondió haciendo alusión al ataque con bombas en contra de la cadena de almacenes, que dejó pérdidas materiales por 15 mil millones de pesos (de la época. Saqué usted las cuentas).

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Cruz Villero recuerda otra explosión. 5 de la mañana. 30 de octubre. 1965. El Mercado Público de Cartagena, situado donde hoy queda el Centro Internacional de Convenciones Julio César Turbay, empieza a consumirse en llamas voraces. La tragedia dejó 200 heridos y al menos 50 personas muertas. Entre estas últimas, estaba una de las trabajadoras que tenía allí Cruz. A su empleada le cayó una viga encima. Me cuenta el suceso y su rostro se prende de ausencia.

—¿Cómo te ha ido en el amor? — dije, tratando de cambiar el tema.

—Solo tuve uno: mi esposo Rafael Reyes Peña. Murió hace 5 años — me dijo, bajando la voz.

Con palabras de nostalgia me cuenta que vivió muchas décadas en el último piso de un edificio de la Calle de La Inquisición. Tenía dos negocios, el del Mercado Público y el del Portal de Los Dulces, y se daba ciertos lujos cada tanto. Casi siempre se ponía tacones. Le gustaba verse alta.

Noventa y seis años y continúa yendo al trabajo, pese al anquilosamiento de sus piernas, desde Villa Corelca —uno de los barrios periféricos de la ciudad— como en una suerte de recaer continua, de adherirse a un sitio en el mundo en donde pasan a saludarla los amigos hechos durante toda una vida.

— Me distrae venir — dijo, entusiasmada. — No me puedo quedar en la casa viendo la pared.

— ¿Y qué has aprendido de la amistad? — pregunté, animado.

— No me gusta el chisme ni la hipocresía. A las amistades hay que tratarlas bien — sentenció.

— ¿Y lo dices por algo en específico?

— Mira, a veces, cuando preguntan por mí, hay algunos vendedores que les dicen: ‘no, ella ya se murió…’. Y luego yo me encuentro a mis amigos y me dicen: ‘me dijeron que te habías muerto’.

— ¿Y qué les dices tú?

—Pues que ¡resucité!, como Jesucristo- dijo, riéndose como una niña.

La infancia es un recuerdo acaramelado que seguimos saboreando.
              Fotografía: El Universal (cortesía)